Se
ha cumplido la cuarentena pascual. Hoy se nos ofrece celebrar la Pascua
definitiva en Cristo, pues Él, una vez que resucitó de entre los muertos y
confirmó a los suyos en la certeza de que estaba vivo, “después de hablarles,
subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios” (Mc 16, 19).
El
que bajó del cielo ha vuelto al seno del Padre, pero no sin nosotros. El Hijo
de Dios, el que se encarnó, padeció, murió y resucitó, ha ascendido a la gloria
con nuestra humanidad glorificada. En Cristo los humanos hemos alcanzado
nuestro propio destino. Los personajes celestes - “dos hombres vestidos de
blanco”- que se les presentaron a los apóstoles, les aseguraron no solo que su
Maestro había subido al cielo, sino que volvería: “Galileos, ¿qué hacéis ahí
plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo
volverá como le habéis visto marcharse.» (Act 1, 11)
Hoy
se nos revela nuestro destino. No estamos hechos para contemplar la propia
destrucción y quedar sometidos al imperio de la muerte. El que ha vencido a la
muerte nos ha adelantado en su propia carne el proyecto de nuestra plenitud humana:
“… hasta que lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo
de Dios, al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud” (Ef 4, 13).
Nuestro
triunfo deberá pasar por la paradoja de la mortalidad, pero no es injusto ni
vano el deseo de inmortalidad que albergamos cada uno en el corazón y como
imaginario colectivo.
La
fe que nos anima no es un don para consolarnos al pensar que algunos de los
nuestros alcanzan el triunfo, y a la manera de unas olimpiadas o concurso
deportivo nos sintamos ganadores en los que obtienen las medallas, bien porque
seamos de su origen o nación, bien porque estemos afiliados a su equipo. Cada
uno tenemos la vocación de eternidad y la promesa de alcanzarla.
Desde
la perspectiva que trasciende lo visible, gracias el regalo de la fe, acontece
un incentivo esperanzador, que nos libera de perecer sin horizontes, sumergidos
en la constatación permanente de la fragilidad, y en el tránsito de lo caduco.
Si así fuera deberíamos consolarnos con la evasión, y difícilmente tendríamos
argumento para superar la tentación de la desesperanza.
La
Ascensión de Jesucristo a los cielos nos muestra cuál es nuestro destino. Y la
consecuencia es que vivamos la profecía de la meta que Él alcanza hoy.
Ángel Moreno de Buenafuente