Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Las breves semejanzas propuestas por la liturgia del día son la conclusión del capítulo del Evangelio de Mateo dedicado a las parábolas del Reino de Dios (13, 44-52). Entre éstas hay dos pequeñas obras de arte: las parábolas del tesoro escondido en el campo y la de la perla de gran valor. Ellas nos dicen que el descubrimiento del Reino de Dios puede producirse improvisamente como para el campesino que, arando, encuentra el tesoro inesperado; o después de una larga búsqueda, como para el mercante de perlas que, finalmente, encuentra la perla preciosísima soñada desde hacía tanto tiempo. Pero en ambos casos, permanece el dato primario que el tesoro y la perla valen más que todos los otros bienes y, por tanto, el campesino y el mercante, cuando los encuentran, renuncian a todo lo demás para poder comprarlos. No tienen necesidad de hacer razonamientos, o de pensar, o de reflexionar: se dan cuenta inmediatamente del valor incomparable de lo que han encontrado, y están dispuestos a perder todo con tal de tenerlo.
Las breves semejanzas propuestas por la liturgia del día son la conclusión del capítulo del Evangelio de Mateo dedicado a las parábolas del Reino de Dios (13, 44-52). Entre éstas hay dos pequeñas obras de arte: las parábolas del tesoro escondido en el campo y la de la perla de gran valor. Ellas nos dicen que el descubrimiento del Reino de Dios puede producirse improvisamente como para el campesino que, arando, encuentra el tesoro inesperado; o después de una larga búsqueda, como para el mercante de perlas que, finalmente, encuentra la perla preciosísima soñada desde hacía tanto tiempo. Pero en ambos casos, permanece el dato primario que el tesoro y la perla valen más que todos los otros bienes y, por tanto, el campesino y el mercante, cuando los encuentran, renuncian a todo lo demás para poder comprarlos. No tienen necesidad de hacer razonamientos, o de pensar, o de reflexionar: se dan cuenta inmediatamente del valor incomparable de lo que han encontrado, y están dispuestos a perder todo con tal de tenerlo.
Así es para el Reino de Dios: quien lo encuentra no tiene dudas, siente
que es lo que buscaba, lo que esperaba y que responde a sus aspiraciones más
auténticas. Y es verdaderamente así: quien conoce a Jesús, quien lo encuentra
personalmente, permanece fascinado, atraído por tanta bondad, tanta verdad,
tanta belleza, y todo en una gran humildad y sencillez.
Buscar a Jesús, encontrar a Jesús, éste es el gran tesoro. Cuántas
personas, cuántos santos y santas, leyendo con corazón abierto el Evangelio, se
han sentido tan conmovidos por Jesús, que se han convertido a Él. Pensemos en
san Francisco de Asís: él ya era cristiano, pero un cristiano “al agua de
rosas”. Cuando leyó el Evangelio, en un momento decisivo de su juventud,
encontró a Jesús y descubrió el Reino de Dios, y entonces todos sus sueños de
gloria terrena se desvanecieron. El Evangelio te hace conocer a Jesús
verdadero, te hace conocer a Jesús vivo; te habla al corazón y te cambia la
vida. Y entonces sí, dejas todo. Puedes cambiar efectivamente el tipo de vida,
o seguir haciendo lo que hacías antes, pero tú eres otro, has renacido: has
encontrado lo que da sentido, lo que sabor, que da luz a todo, también a las
fatigas, también a los sufrimientos y también a la muerte. Leer el Evangelio,
leer el Evangelio. Hemos hablado de esto. ¿Se acuerdan? Cada día leer un pasaje
del Evangelio, y también llevar un pequeño Evangelio con nosotros, en el
bolsillo, en la cartera. En cualquier caso tenerlo a mano. Y allí, leyendo un
pasaje encontraremos a Jesús.
Todo adquiere sentido cuando allí, en el
Evangelio, encuentras este tesoro, que Jesús llama “el Reino de Dios”, es decir
Dios, que reina en tu vida, en nuestra vida; Dios que es amor, paz y alegría en
cada hombre y en todos los hombres. Esto es lo que Dios quiere, es aquello por
lo cual Jesús se ha dado a sí mismo hasta morir en una cruz, para liberarnos
del poder de las tinieblas y trasladarnos al reino de la vida, de la belleza,
de la bondad, de la alegría. Leer el Evangelio es encontrar a Jesús, es tener
esta alegría cristiana, que es un don del Espíritu Santo.
Queridos hermanos y hermanas, la alegría de haber encontrado el tesoro del Reino de Dios se transparenta, se ve. El cristiano no puede tener escondida su fe, porque transluce en cada palabra, en cada gesto, incluso en los más simples y cotidianos: transluce el amor.
Queridos hermanos y hermanas, la alegría de haber encontrado el tesoro del Reino de Dios se transparenta, se ve. El cristiano no puede tener escondida su fe, porque transluce en cada palabra, en cada gesto, incluso en los más simples y cotidianos: transluce el amor.