¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
En el centro del Evangelio de este cuarto domingo de Cuaresma se encuentran Jesús y un hombre ciego de nacimiento (cfr Jn 9,1-41). en los que Cristo le restituye la vista y obra este milagro con un tipo de rito simbólico: primero mezcló la tierra con la saliva y la untó ojos al ciego; luego le ordena ir a lavarse a la piscina de Siloé. Aquel hombre va, se lava, y readquiere la vista. Era un ciego de nacimiento. Con este milagro Jesús se manifiesta y se manifiesta a nosotros como luz del mundo; y el ciego de nacimiento representa a cada uno de nosotros, que hemos sido creados para conocer a Dios, pero que por causa del pecado somos como ciegos, tenemos necesidad de una luz nueva; todos tenemos necesidad de una luz nueva: aquella de la fe, que Jesús nos ha donado. De hecho aquel ciego del Evangelio adquiriendo la vista se abre al misterio de Cristo. Jesús le pregunta «¿Crees tú en el Hijo del hombre?». «Y quien es, Señor, para que crea en él?», respondió el ciego sanado (v. 36). «Lo estás viendo: el que te está hablando» (v. 37). «¡Creo, Señor!» y se prostró ante él.
Este episodio nos induce a reflexionar sobre nuestra fe, nuestra fe en Cristo, el Hijo de Dios, y al mismo tiempo se refiere también al Bautismo, que es el primer Sacramento de la fe: el Sacramento que nos hace “venir hacia la luz”, mediante el renacer del agua y del Espíritu Santo; así como sucede al ciego de nacimiento, al cual se abrieron los ojos después de haberse lavado en el agua de la piscina de Siloé. El ciego de nacimiento sanado nos representa cuando no nos damos cuenta que Jesús es la luz, es «la luz del mundo», cuando miramos hacia otra parte, cuando preferimos fiarnos de pequeñas luces, cuando tambaleamos en la oscuridad. El hecho de que aquel ciego no tenga un nombre nos ayuda a reflejarnos con nuestro rostro y nuestro nombre en su historia. También nosotros hemos sido “iluminados” por Cristo en el Bautismo, y por lo tanto estamos llamados a comportarnos como hijos de la luz. Y comportarnos como hijos de la luz exige un cambio radical de mentalidad, una capacidad de juzgar hombres y cosas según otra escala de valores, que viene de Dios. El sacramento del Bautismo, de hecho, exige una elección de vivir como hijos de la luz y caminar en la luz. Si ahora les preguntase: “¿Creen que Jesús es el Hijo de Dios? ¿Creen que les puede cambiar el corazón? ¿Creen que puede hacer ver la realidad como la ve Él, y no como la vemos nosotros? ¿Creen que Él es luz, que nos da la verdadera luz?” ¿Qué cosa responderían? Cada uno responda en su corazón.
¿Qué cosa significa tener la verdadera luz? ¿Qué cosa significa caminar en la luz? Significa ante todo abandonar las luces falsas: la luz fría y fatua del prejuicio contra los otros, porque el prejuicio distorsiona la realidad y nos carga de animadversión contra aquellos que juzgamos sin misericordia y condenamos sin apelación. Eh… esto es pan de todos los días ¿eh? Cuando se habla mal de los otros, se camina no en la luz: se camina en las sombras. Otra luz falsa, porque es seductora y ambigua, es aquella del interés personal: si evaluamos a hombres y cosas en base al criterio de nuestra conveniencia, de nuestra satisfacción, de nuestro prestigio, no actuamos con la verdad en las relaciones y en las situaciones. Si andamos por este camino del buscar sólo el interés personal, caminamos en las sombras.
Que la Virgen Santa, que fue la primera en acoger a Jesús, luz del mundo, nos obtenga la gracia de acoger de nuevo en esta Cuaresma la luz de la fe, redescubriendo el don inestimable del Bautismo, que todos hemos recibido. Y que esta nueva iluminación se transforme, nos transforme en las actitudes y en las acciones, para ser también nosotros, a partir de nuestra pobreza, de nuestras pequeñeces, portadores de un rayo de la luz de Cristo.
(Traducción del italiano: Raúl Cabrera, Radio Vaticano)