lunes, 2 de noviembre de 2015

Vida para los muertos

Días de los Santos y Difuntos. Recuerdo y amor para nuestros muertos. Oración en la esperanza de quienes nos sabemos mortales

MI ADIÓS A LO QUE MUERE
Escribo para dar
mi adiós a lo que muere.
Pero Tú eres eterno. Agárrame mi nada.
Toma mis manos
y tomarás mi muerte entre las tuyas.
Morir
será abrir más los ojos
y negarme a la nada por el Todo.
Colgado del vacío de los años
estoy cayendo ya sobre tus hombros
casi apoyando en ti mi propia muerte.
Lo dejo todo. Tú eres
mi Dios, mi misteriosa herencia,
mi suelo, Vida mía, Vida
eterna.
Jesús Mauleón

CONMEMORACIÓN DE LOS FIELES DIFUNTOS. PAPA FRANCISCO 2014

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Ayer celebramos la solemnidad de Todos los santos, y hoy la liturgia nos invita a conmemorar a los fieles difuntos. Estas dos celebraciones están íntimamente unidas entre sí, como la alegría y las lágrimas encuentran en Jesucristo una síntesis que es fundamento de nuestra fe y de nuestra esperanza.

En efecto, por una parte la Iglesia, peregrina en la historia, se alegra por la intercesión de los santos y los beatos que la sostienen en la misión de anunciar el Evangelio; por otra, ella, como Jesús, comparte el llanto de quien sufre la separación de sus seres queridos, y como Él y gracias a Él, hace resonar su acción de gracias al Padre que nos ha liberado del dominio del pecado y de la muerte.

Entre ayer y hoy muchos visitan el cementerio, que, como dice esta misma palabra, es el «lugar del descanso» en espera del despertar final. Es hermoso pensar que será Jesús mismo quien nos despierte. Jesús mismo reveló que la muerte del cuerpo es como un sueño del cual Él nos despierta. Con esta fe nos detenemos —también espiritualmente— ante las tumbas de nuestros seres queridos, de cuantos nos quisieron y nos hicieron bien. Pero hoy estamos llamados a recordar a todos, incluso a aquellos a quien nadie recuerda. Recordamos a las víctimas de las guerras y de la violencia; a tantos «pequeños» del mundo abrumados por el hambre y la miseria; recordamos a los anónimos, que descansan en el osario común. Recordamos a los hermanos y a las hermanas asesinados por ser cristianos; y a cuantos sacrificaron su vida para servir a los demás. Encomendamos especialmente al Señor a cuantos nos dejaron durante este último año.

La tradición de la Iglesia siempre ha exhortado a rezar por los difuntos, en particular ofreciendo por ellos la celebración eucarística: es la mejor ayuda espiritual que podemos dar a sus almas, especialmente a las más abandonadas. El fundamento de la oración de sufragio se encuentra en la comunión del Cuerpo místico. Como afirma el Concilio Vaticano ii, «la Iglesia de los viadores, teniendo perfecta conciencia de la comunión que reina en todo el Cuerpo místico de Jesucristo, ya desde los primeros tiempos de la religión cristiana guardó con gran piedad la memoria de los difuntos» (Lumen gentium, 50).

El recuerdo de los difuntos, el cuidado de los sepulcros y los sufragios son testimonios de confiada esperanza, arraigada en la certeza de que la muerte no es la última palabra sobre la suerte humana, puesto que el hombre está destinado a una vida sin límites, cuya raíz y realización están en Dios. A Dios le dirigimos esta oración: 

«Dios de infinita misericordia, encomendamos a tu inmensa bondad a cuantos dejaron este mundo por la eternidad, en la que tú esperas a toda la humanidad redimida por la sangre preciosa de Cristo, tu Hijo, muerto en rescate por nuestros pecados. No tengas en cuenta, Señor, las numerosas pobrezas, miserias y debilidades humanas cuando nos presentemos ante tu tribunal a fin de ser juzgados para la felicidad o para la condena. Dirige a nosotros tu mirada piadosa, que nace de la ternura de tu corazón, y ayúdanos a caminar por la senda de una completa purificación. Que no se pierda ninguno de tus hijos en el fuego eterno del infierno, en donde no puede haber arrepentimiento. Te encomendamos, Señor, las almas de nuestros seres queridos, de las personas que murieron sin el consuelo sacramental o no tuvieron ocasión de arrepentirse ni siquiera al final de su vida. Que nadie tema encontrarse contigo después de la peregrinación terrena, con la esperanza de ser acogido en los brazos de tu infinita misericordia. Que la hermana muerte corporal nos encuentre vigilantes en la oración y cargados con todo el bien que hicimos durante nuestra breve o larga existencia. Señor, que nada nos aleje de ti en esta tierra, sino que todo y todos nos sostengan en el ardiente deseo de descansar serena y eternamente en ti. Amén» (Padre Antonio Rungi, pasionista, Oración por los difuntos).


Con esta fe en el destino supremo del hombre, nos dirigimos ahora a la Virgen, que padeció al pie de la cruz el drama de la muerte de Cristo y después participó en la alegría de su resurrección. Que ella, Puerta del cielo, nos ayude a comprender cada vez más el valor de la oración de sufragio por los difuntos. Ellos están cerca de nosotros. Que nos sostenga en la peregrinación diaria en la tierra y nos ayude a no perder jamás de vista la meta última de la vida, que es el paraíso. Y nosotros, con esta esperanza que nunca defrauda, sigamos adelante.

En la casa de mi Padre hay muchas estancias


Lectura del santo evangelio según san Juan 14, 1-6
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
-«Que no tiemble vuestro corazón; creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas estancias; si no fuera así; ¿os habría dicho que voy a prepararos sitio? Cuando vaya y os prepare sitio, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo, estéis también vosotros. Y adonde yo voy, ya sabéis el camino. »
Tomás le dice:
-«Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo podemos saber el camino?»
Jesús le responde:
-«Yo soy el camino, y la verdad, y la vida. Nadie va al Padre, sino por mí.»
Palabra del Señor.

Su modo de vivir y de morir es ejemplo contagioso de fidelidad al Evangelio de Jesús, dijo el Papa en Angelus de Todos los Santos

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días y buena fiesta!
En la celebración de hoy, fiesta de Todos los Santos, sentimos particularmente viva la realidad de la comunión de los santos, nuestra gran familia, formada por todos los miembros de la Iglesia, ya sea los que somos todavía peregrinos en la tierra, como aquellos inmensamente más, que ya la han dejado y se han ido al Cielo. Estamos todos unidos, todos, y esto se llama la comunión de los santos, es decir, la comunidad de todos los bautizados.
En la liturgia, el Libro del Apocalipsis se refiere una característica esencial de los santos, y dice así: ellos son personas que pertenecen totalmente a Dios. Los presenta como una multitud inmensa de “elegidos”, vestidos de blanco y marcados por el “sello de Dios” (cfr 7,2-4.9-14). Mediante este último particular, con lenguaje alegórico se subraya que los santos pertenecen a Dios en modo pleno y exclusivo, son su propiedad. Y ¿qué significa llevar el sello de Dios en la propia vida y en la propia persona? Nos lo dice también el apóstol Juan: significa que en Jesucristo nos hemos transformado verdaderamente en los hijos de Dios (cfr 1 Jn 3,1-3).
¿Somos conscientes de este gran don? ¡Todos nosotros, hijos de Dios! ¿Recordamos que en el Bautismo hemos recibido el “sello” de nuestro Padre celeste y nos hemos transformado en sus hijos? Para decirlo en modo simple: ¡llevamos el apellido de Dios! Nuestro apellido es Dios, porque somos hijos de Dios. ¡Aquí está la raíz de la vocación a la santidad!  Y los santos que hoy recordamos son precisamente aquellos que han vivido en la gracia de su Bautismo, han conservado íntegro el “sello” comportándose como hijos de Dios, tratando de imitar a Jesús; y ahora han alcanzado la meta, porque finalmente “ven a Dios así como Él es”.
Una segunda característica propia de los santos es que son ejemplos para imitar.  Pero prestemos atención, no solamente aquellos canonizados, sino  también los santos, por así decir, “de la puerta al lado” que con la gracia de Dios, se han esforzado por practicar el Evangelio en su vida ordinaria. No están canonizados. De estos santos hemos encontrado tantos también nosotros; quizás hemos tenido alguno en familia, o bien entre los amigos y los conocidos. Debemos estarles agradecidos, y sobre todo debemos estar agradecidos a Dios que nos los ha dado, que nos los puso cerca, como ejemplos vivos y contagiosos del modo de vivir y de morir en la fidelidad al Señor Jesús y a su Evangelio. Pero, ¡cuánta gente buena hemos conocido en la vida! Y conocemos. Y nosotros decimos: “esta persona es un santo”. Lo decimos, nos viene espontáneamente. Estos son los santos de “la puerta al lado”, aquellos no canonizados pero que viven con nosotros.
Imitar sus gestos de amor y de misericordia es un poco como perpetuar su presencia en este mundo. Y, en efecto, aquellos gestos evangélicos son los únicos que resisten a la destrucción de la muerte: un acto de ternura, una ayuda generosa, un tiempo dedicado a escuchar, una visita, una palabra buena, una sonrisa… Ante nuestros ojos estos gestos pueden parecer insignificantes, pero a los ojos de Dios son eternos, porque el amor y la compasión son más fuertes que la muerte.
La Virgen María, Reina de Todos los Santos, nos ayude a confiarnos más de la gracia de Dios, para caminar con impulso en el camino de la santidad. A nuestra Madre confiamos nuestro compromiso cotidiano, y le rogamos también por nuestros queridos difuntos, en la íntima esperanza de reencontrarnos un día, todos juntos, en la comunión gloriosa del Cielo.
Llamamiento por la dolorosa situación de República Centroafricana: Abrirá la Puerta Santa de la catedral de Bangui
Los dolorosos episodios que en estos últimos días han intensificado la delicada situación de la República Centroafricana, suscitan en mi ánimo viva preocupación. Hago un llamado a las partes involucradas para que se ponga fin a este ciclo de violencias. Estoy espiritualmente cercano a los Padres Combonianos de la parroquia Nuestra Señora de Fátima en Bangui, que acogen numerosos refugiados. Expreso mi solidaridad a la Iglesia, a las otras confesiones religiosas y a la entera nación Centroafricana, tan duramente extenuada mientras realizan todo tipo de esfuerzo para superar las divisiones y retomar el camino de la paz. Para manifestar la cercanía orante de toda la Iglesia a esta nación tan afligida y atormentada y exhortar a todos los centroafricanos a ser siempre más testigos de misericordia y de reconciliación, el domingo 29 de noviembre tengo intención de abrir la puerta santa de la catedral de Bangui, durante el Viaje Apostólico que espero poder realizar a aquella nación.
Palabras del Papa después de la oración del Ángelus

“Pidamos la gracia de la santidad para ser instrumentos de la misericordia de Dios”, el Papa en la Misa de Todos los Santos




En el Evangelio hemos escuchado a Jesús que enseñaba a sus discípulos y a la gente reunida sobre la colina del lago de Galilea (Cfr. Mt 5,1-12). La palabra del Señor resucitado y vivo indica también a nosotros, hoy, el camino para alcanzar la verdadera felicidad, el camino que conduce al Cielo. Es un camino difícil de comprender por qué va contra corriente, pero el Señor nos dice que quien va por este camino es feliz, tarde o temprano alcanza la felicidad.
“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos”. Podemos preguntarnos, ¿cómo puede ser feliz una persona pobre de corazón, cuyo único tesoro es el Reino de los cielos? Pero la razón esta propio aquí: que teniendo el corazón vacío y libre de tantas cosas mundanas, esta persona está en “espera” del Reino de los Cielos.
“Bienaventurados los que ahora lloran, porque serán consolados”. ¿Cómo pueden ser felices aquellos que lloran? Es más, quién en la vida nunca ha experimentado la tristeza, la angustia, el dolor, no conocerá jamás la fuerza de la consolación. En cambio, pueden ser felices cuantos tienen la capacidad de conmoverse, la capacidad de sentir en el corazón el dolor que hay en sus vidas y en la vida de los demás. ¡Ellos serán felices! Porque la compasiva mano de Dios Padre los consolará y los acariciará.
“Bienaventurados los mansos”. Y nosotros al contrario, ¡cuántas veces somos impacientes, nerviosos, siempre listos a lamentarnos! Hacia los demás tenemos tantas pretensiones, pero cuando nos tocan, reaccionamos alzando la voz, como si fuéramos dueños del mundo, mientras que en realidad todos somos hijos de Dios. En cambio, pensemos en aquellas mamas y en aquellos papas que son tan pacientes con sus hijos, que “los hacen enloquecer”. Este es el camino del Señor: el camino de la humidad y de la paciencia. Jesús ha recorrido este camino: desde pequeño ha soportado la persecución y el exilio; y después, de adulto, las calumnias, los engaños, las falsas acusaciones en los tribunales; y todo lo ha soportado con humildad. Ha soportado por amor a nosotros incluso la cruz.

“Bienaventurados los que tiene hambre y sed de justicia, porque serán saciados”. Si, aquellos que tienen un fuerte sentido de la justicia, y no solo hacia los demás, sino sobre todo hacia ellos mismos, estos serán saciados, porque están listos para recibir la justicia más grande, aquella que solo Dios puede dar.
Y luego, “bienaventurados los misericordiosos, porque encontraran misericordia”. Felices los que saben perdonar, que tiene misericordia por los demás, que no juzgan todo ni a todos, sino que buscan ponerse en el lugar de los otros. El perdón es la cosa de lo cual todos tenemos necesidad, nadie está excluido. Por eso al inicio de la Misa nos reconocemos por aquello que somos, es decir pecadores. Y no es un modo de decir, una formalidad: es un acto de verdad. “Señor, aquí estoy, ten piedad de mi”. Y si sabemos dar a los demás el perdón que pedimos para nosotros, somos bienaventurados. Como decimos en el “Padre Nuestro”: Perdona nuestras ofensas, como nosotros perdonamos a los que nos ofenden.
“Bienaventurados los constructores de paz, porque serán llamados hijos de Dios”. Miremos el rostro de aquellos que van por ahí sembrando cizaña: ¿son felices? Aquellos que buscan siempre la ocasión para engañar, para aprovecharse de los demás, ¿son felices? No, no pueden ser felices. En cambio, aquellos que cada día, con paciencia, buscan sembrar la paz, son artesanos de paz, de reconciliación, ellos son bienaventurados, porque son verdaderos hijos de nuestro Padre del Cielo, que siembra siempre y solo paz, al punto que ha enviado al mundo su Hijo como semilla de paz para la humanidad.
Queridos hermanos y hermanas, este es el camino de la santidad, y es el mismo camino de la felicidad. Es el camino que ha recorrido Jesús, es más, es Él mismo este camino: quien camina con Él y pasa a través de Él entra en la vida, en la vida eterna. Pidamos al Señor la gracia de ser personas sencillas y humildes, la gracia de saber llorar, la gracia de ser humildes, la gracia de trabajar por la justicia y la paz, y sobre todo la gracia de dejarnos perdonar por Dios para convertirnos en instrumentos de su misericordia.
Así han hecho los Santos, que nos han precedido en la patria celestial. Ellos nos acompañan en nuestra peregrinación terrena, nos animan a ir adelante. Su intercesión nos ayude a caminar en la vía de Jesús, y obtenga la felicidad eterna para nuestros hermanos y hermanas difuntos, para los que ofrecemos esta Misa. Así sea.
(Traducción del italiano, Renato Martinez - Radio Vaticana)