viernes, 6 de enero de 2017

Los cristianos coptos egipcios celebran su Navidad bajo extrema vigilancia



Los cristianos coptos egipcios celebran su Navidad bajo fuertes medidas de seguridad alrededor de los lugares sagrados, con el recuerdo del ataque perpetrado el pasado 11 de diciembre durante una misa en la iglesia de San Pedro, en el centro de El Cairo, que causó 28 muertos.
El periódico independiente egipcio "Al Masry al Youm" indicó hoy que la Catedral copta de San Marcos, complejo del que forma parte la iglesia donde se perpetró el ataque en el barrio de Al Abasiya, está sometida desde ayer a fuertes medidas de seguridad por la misa de Navidad, prevista para esta noche.
El acto religioso estará presidido por el Papa Teodoro II y al mismo asistirán tanto responsables gubernamentales como personalidades públicas, anunció el rotativo.
Además, la policía intensificó su presencia alrededor de las templos sagrados ubicados en la provincia de Suez (este), indicó la agencia de noticias MENA.
El jefe de seguridad de la provincia de Kafr el Sheij, Sameh Muslim, declaró a MENA que han utilizado las tecnologías más avanzadas para garantizar que todo transcurra en calma.

El gran jeque de Al Azhar, la institución más prestigiosa del islam suní, Ahmed al Tayeb, y otros grandes ulemas asistirán a la misa para felicitar al Papa Teodoro II y a todos los cristianos coptos por la festividad.
El periódico oficial "Al Ahram" explicó que la visita a la catedral por las figuras musulmanas en Egipto se producirá después de que "en las redes difundieran rumores de que el islam prohíbe la participación de los musulmanes en las celebraciones de la Navidad cristiana".
Los ulemas de Al Azhar condenaron esa afirmación y aseguraron lo contrario: "Compartir la felicidad con los cristianos es un deber religioso de todas las religiones monoteístas".
(RD/Agencias)

EVANGELIO DE HOY: LOS REYES MAGOS ADORAN AL NIÑO JESÚS










Evangelio según San Mateo 2,1-12. 

Cuando nació Jesús, en Belén de Judea, bajo el reinado de Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén y preguntaron: "¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo". 

Al enterarse, el rey Herodes quedó desconcertado y con él toda Jerusalén. 

Entonces reunió a todos los sumos sacerdotes y a los escribas del pueblo, para preguntarles en qué lugar debía nacer el Mesías. 

"En Belén de Judea, le respondieron, porque así está escrito por el Profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, ciertamente no eres la menor entre las principales ciudades de Judá, porque de ti surgirá un jefe que será el Pastor de mi pueblo, Israel". 

Herodes mandó llamar secretamente a los magos y después de averiguar con precisión la fecha en que había aparecido la estrella, los envió a Belén, diciéndoles: 

"Vayan e infórmense cuidadosamente acerca del niño, y cuando lo hayan encontrado, avísenme para que yo también vaya a rendirle homenaje". 

Después de oír al rey, ellos partieron. La estrella que habían visto en Oriente los precedía, hasta que se detuvo en el lugar donde estaba el niño. 

Cuando vieron la estrella se llenaron de alegría, 
y al entrar en la casa, encontraron al niño con María, su madre, y postrándose, le rindieron homenaje. Luego, abriendo sus cofres, le ofrecieron dones: oro, incienso y mirra. 

Y como recibieron en sueños la advertencia de no regresar al palacio de Herodes, volvieron a su tierra por otro camino. 

Lograron ver lo que el cielo les mostraba porque estaban abiertos a la novedad, dijo el Papa de los magos de Oriente el 6 de enero

«¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su estrella y hemos venido a adorarlo» (Mt 2,2).
Con estas palabras, los magos, venidos de tierras lejanas, nos dan a conocer el motivo de su larga travesía: adorar al rey recién nacido. Ver y adorar, dos acciones que se destacan en el relato evangélico: vimos una estrella y queremos adorar.
Estos hombres vieron una estrella que los puso en movimiento. El descubrimiento de algo inusual que sucedió en el cielo logró desencadenar un sinfín de acontecimientos. No era una estrella que brilló de manera exclusiva para ellos, ni tampoco tenían un ADN especial para descubrirla. Como bien supo decir un padre de la Iglesia, «los magos no se pusieron en camino porque hubieran visto la estrella, sino que vieron la estrella porque se habían puesto en camino» (cf. San Juan Crisóstomo). Tenían el corazón abierto al horizonte y lograron ver lo que el cielo les mostraba porque había en ellos una inquietud que los empujaba: estaban abiertos a una novedad.
Los magos, de este modo, expresan el retrato del hombre creyente, del hombre que tiene nostalgia de Dios; del que añora su casa, la patria celeste. Reflejan la imagen de todos los hombres que en su vida no han dejado que se les anestesie el corazón.
La santa nostalgia de Dios brota en el corazón creyente pues sabe que el Evangelio no es un acontecimiento del pasado sino del presente. La santa nostalgia de Dios nos permite tener los ojos abiertos frente a todos los intentos reductivos y empobrecedores de la vida. La santa nostalgia de Dios es la memoria creyente que se rebela frente a tantos profetas de desventura. Esa nostalgia es la que mantiene viva la esperanza de la comunidad creyente la cual, semana a semana, implora diciendo: «Ven, Señor Jesús».
Precisamente esta nostalgia fue la que empujó al anciano Simeón a ir todos los días al templo, con la certeza de saber que su vida no terminaría sin poder acunar al Salvador. Fue esta nostalgia la que empujó al hijo pródigo a salir de una actitud de derrota y buscar los brazos de su padre. Fue esta nostalgia la que el pastor sintió en su corazón cuando dejó a las noventa y nueve ovejas en busca de la que estaba perdida, y fue también la que experimentó María Magdalena la mañana del domingo para salir corriendo al sepulcro y encontrar a su Maestro resucitado. La nostalgia de Dios nos saca de nuestros encierros deterministas, esos que nos llevan a pensar que nada puede cambiar. La nostalgia de Dios es la actitud que rompe aburridos conformismos e impulsa a comprometernos por ese cambio que anhelamos y necesitamos. La nostalgia de Dios tiene su raíz en el pasado pero no se queda allí: va en busca del futuro. Al igual que los magos, el creyente «nostalgioso» busca a Dios, empujado por su fe, en los lugares más recónditos de la historia, porque sabe en su corazón que allí lo espera su Señor. Va a la periferia, a la frontera, a los sitios no evangelizados para poder encontrarse con su Señor; y lejos de hacerlo con una postura de superioridad lo hace como un mendicante que no puede ignorar los ojos de aquel para el cual la Buena Nueva es todavía un terreno a explorar.
Como actitud contrapuesta, en el palacio de Herodes ―que distaba muy pocos kilómetros de Belén―, no se habían percatado de lo que estaba sucediendo. Mientras los magos caminaban, Jerusalén dormía. Dormía de la mano de un Herodes quien lejos de estar en búsqueda también dormía. Dormía bajo la anestesia de una conciencia cauterizada. Y quedó desconcertado. Tuvo miedo. Es el desconcierto que, frente a la novedad que revoluciona la historia, se encierra en sí mismo, en sus logros, en sus saberes, en sus éxitos. El desconcierto de quien está sentado sobre su riqueza sin lograr ver más allá. Un desconcierto que brota del corazón de quién quiere controlar todo y a todos. Es el desconcierto del que está inmerso en la cultura del ganar cueste lo que cueste; en esa cultura que sólo tiene espacio para los «vencedores» y al precio que sea. Un desconcierto que nace del miedo y del temor ante lo que nos cuestiona y pone en riesgo nuestras seguridades y verdades, nuestras formas de aferrarnos al mundo y a la vida. Y Herodes tuvo miedo, y ese miedo lo condujo a buscar seguridad en el crimen: «Necas parvulos corpore, quia te necat timor in corde» (San Quodvultdeus, Sermo 2 sobre el símboloPL, 40, 655).
Queremos adorar. Los hombres de Oriente fueron a adorar, y fueron a hacerlo al lugar propio de un rey: el Palacio. Allí llegaron ellos con su búsqueda, era el lugar indicado: pues es propio de un rey nacer en un palacio, y tener su corte y súbditos. Es signo de poder, de éxito, de vida lograda. Y es de esperar que el rey sea venerado, temido y adulado, sí; pero no necesariamente amado. Esos son los esquemas mundanos, los pequeños ídolos a los que le rendimos culto: el culto al poder, a la apariencia y a la superioridad. Ídolos que solo prometen tristeza y esclavitud.
Y fue precisamente ahí donde comenzó el camino más largo que tuvieron que andar esos hombres venidos de lejos. Ahí comenzó la osadía más difícil y complicada. Descubrir que lo que ellos buscaban no estaba en el palacio sino que se encontraba en otro lugar, no sólo geográfico sino existencial. Allí no veían la estrella que los conducía a descubrir un Dios que quiere ser amado, y eso sólo es posible bajo el signo de la libertad y no de la tiranía; descubrir que la mirada de este Rey desconocido ―pero deseado― no humilla, no esclaviza, no encierra. Descubrir que la mirada de Dios levanta, perdona, sana. Descubrir que Dios ha querido nacer allí donde no lo esperamos, donde quizá no lo queremos. O donde tantas veces lo negamos. Descubrir que en la mirada de Dios hay espacio para los heridos, los cansados, los maltratados y abandonados: que su fuerza y su poder se llama misericordia. Qué lejos se encuentra, para algunos, Jerusalén de Belén.
Herodes no puede adorar porque no quiso y no pudo cambiar su mirada. No quiso dejar de rendirse culto a sí mismo creyendo que todo comenzaba y terminaba con él. No pudo adorar porque buscaba que lo adorasen. Los sacerdotes tampoco pudieron adorar porque sabían mucho, conocían las profecías, pero no estaban dispuestos ni a caminar ni a cambiar.
Los magos sintieron nostalgia, no querían más de lo mismo. Estaban acostumbrados, habituados y cansados de los Herodes de su tiempo. Pero allí, en Belén, había promesa de novedad, había promesa de gratuidad. Allí estaba sucediendo algo nuevo. Los magos pudieron adorar porque se animaron a caminar y postrándose ante el pequeño, postrándose ante el pobre, postrándose ante el indefenso, postrándose ante el extraño y desconocido Niño de Belén descubrieron la Gloria de Dios.
(from Vatican Radio)

El Papa en el Ángelus: “Sigamos la verdadera estrella que es Jesús”

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, celebramos la Epifanía del Señor, es decir, la manifestación de Jesús que resplandece como luz para todas las gentes. Símbolo de esta luz que brilla en el mundo y quiere iluminar la vida de cada uno es la estrella, que guio a los Magos a Belén. Ellos, dice el Evangelio, vieron  «su estrella en Oriente» (Mt 2,2) y decidieron seguirla: decidieron dejarse guiar por la estrella de Jesús.
También en nuestra vida existen diversas estrellas, luces que brillan y orientan. Depende de nosotros elegir a cuál de ellas seguir. Por ejemplo, hay luces intermitentes, que van y vienen, como las pequeñas satisfacciones de la vida: a pesar de ser buenas, no son suficientes, porque duran poco y no dejan la paz que buscamos. Luego, están las luces enceguecedoras, del dinero y del suceso, que prometen todo y enseguida: son seductoras, pero con su fuerza enceguecen y hacen pasar de los sueños de gloria a la oscuridad más densa. Los Magos, en cambio, invitan a seguir una luz estable, una luz gentil, que no se apaga, porque no es de este mundo: viene del cielo y resplandece. ¿Dónde? En el corazón.
Esta luz verdadera es la luz del Señor, o mejor dicho, es el Señor mismo. Él es nuestra luz: una luz que no enceguece, pero acompaña y dona una alegría única. Esta luz es para todos y llama a cada uno: podemos escuchar así la hodierna invitación dirigida a nosotros por el profeta Isaías:  ¡Levántate, resplandece, porque llega tu luz» (60,1). Así decía Isaías, profetizando esta alegría de hoy en Jerusalén: “Levántate, revístete de luz”. Al inicio de cada día podemos acoger esta invitación: ¡levántate, vístete de luz, sigue hoy, entre tantas estrellas fugaces del mundo, la estrella luminosa de Jesús! Siguiéndola, tendremos alegría, como sucedió a los Magos, que «cuando vieron la estrella se llenaron de alegría» (Mt 2,10); porque donde esta Dios hay alegría. Quien ha encontrado a Jesús ha experimentado el milagro de la luz que rompe las tiniebla y conoce esta luz que ilumina y resplandece. Quisiera, con mucho respeto, invitar a no tener miedo de esta luz y a abrirse al Señor. Sobre todo quisiera decir a quien ha perdido la fuerza de buscar, y está cansado, a quien, afanado por la oscuridad de la vida, ha apagado el deseo: “¡Levántate, ánimo, la luz de Jesús sabe vencer las tinieblas más oscuras; levántate, ánimo!”.
Y ¿cómo encontrar esta luz divina? Sigamos el ejemplo de los Magos, que el Evangelio describe siempre en movimiento. Quien desea la luz, de hecho, sale de sí y busca: no se queda cerrado, firme a ver qué cosa sucede al su alrededor, sino pone en juego su propia vida; sale de sí. La vida cristiana es un camino continuo, hecho de esperanza, hecho de búsqueda; un camino que, como aquel de los Magos, prosigue incluso cuando la estrella desaparece momentáneamente de la vista. En este camino hay también engaños que se deben evitar: las habladurías superficiales y mundanas, que frenan el paso; los caprichos paralizantes del egoísmo; los agujeros del pesimismo, que envuelven a la esperanza. Estos obstáculos bloquearon a los escribas, del cual habla el Evangelio de hoy. Ellos sabían dónde estaba la luz, pero no se movieron. Cuando Herodes les pregunto: ¿Dónde nacerá el Mesías? En Belén. Sabían dónde, pero no se movieron. Su conocimiento ha sido en vano: sabían tantas cosas, pero para nada, todo en vano. No basta saber que Dios ha nacido, si no se hace con Él Navidad en el corazón. Dios ha nacido, sí, pero ¿Ha nacido en tú corazón? ¿Ha nacido en mí corazón? ¿Ha nacido en nuestro corazón? Y así lo encontraremos, como los magos, con María y José en la gruta.
Los Magos lo han hecho: encontraron al Niño, «se arrodillaron y adoraron» (v. 11). No lo vieron solamente, no dijeron solo una oración circunstancial y se fueron, no, sino lo adoraron: entraron en una comunión personal de amor con Jesús. Luego le donaron oro, incienso y mirra, es decir, sus bienes más preciosos. Aprendamos de los Magos a no dedicar a Jesús solo los restos de tiempo y algún pensamiento de vez en cuando, de lo contrario no tendremos su luz. Como los Magos, pongámonos en camino, revistámonos de luz siguiendo la estrella de Jesús, y adoremos al Señor con todo nuestro ser.
(Traducción del italiano, Renato Martinez – Radio Vaticano)
(from Vatican Radio)