Qué grande
debe ser nuestra alegría sabiendo que en el altar,(...) cada día se ofrecerá el
sacrificio de Cristo; sobre este altar Él seguirá inmolándose, en el sacramento
de la Eucaristía, para nuestra salvación y la del mundo entero. En el Misterio
eucarístico, que se renueva en cada altar, Jesús se hace realmente presente. La
suya es una presencia dinámica, que nos aferra para hacernos suyos, para
asimilarnos a él; nos atrae con la fuerza de su amor haciéndonos salir de
nosotros mismos para unirnos a Él, haciendo de nosotros una sola cosa con Él.
La presencia real de Cristo hace de cada uno de nosotros su "casa", y
todos juntos formamos su Iglesia, el edificio espiritual del que habla también
san Pedro. "Acercándoos a él, piedra viva, desechada por los hombres, pero
elegida, preciosa ante Dios -escribe el apóstol-, también vosotros, cual
piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un
sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por
medio de Jesucristo" (1 Pe 2, 4-5).
Casi desarrollando esta bella metáfora, san Agustín observa que mediante la fe
los hombres son como maderos y piedras cogidos de los bosques y de los montes
para la construcción; mediante el bautismo, la catequesis y la predicación se
van desbastando, escuadrando y puliendo; pero se convierten en casa del Señor
sólo cuando se acompañan por la caridad. Cuando los creyentes se ponen en
contacto en un orden determinado, se yuxtaponen y cohesionan mutua y
estrechamente, cuando todos están unidos con la caridad se convierten verdaderamente
en casa de Dios que no teme derrumbarse (cfr Serm., 336).
Es por tanto el amor de Cristo, la caridad que "no tendrá fin" (1 Cor
13,8), la energía espiritual que une a cuantos participan del mismo sacrificio
y se nutren del único Pan partido para la salvación del mundo. De hecho
¿es posible estar en comunión con el Señor si no estamos en comunión entre
nosotros? ¿Cómo podemos presentarnos ante el altar de Dios divididos, lejanos
unos de otros? Este altar, sobre el cual dentro de poco se renueva el
sacrificio del Señor, sea para vosotros, queridos hermanos y hermanas, una
constante invitación al amor; a él os debéis acercar siempre con el corazón
dispuesto a acoger el amor de Cristo y a difundirlo, a recibir y a conceder el
perdón.
(...) Cada vez que os acerquéis al altar para la celebración
eucarística, vuestra alma debe abrirse al perdón y a la reconciliación
fraterna, dispuestos a aceptar las excusas de cuantos os hayan herido y
dispuestos, por vuestra parte, a perdonar.
En la liturgia romana el sacerdote, tras presentar la ofrenda del pan y del
vino, inclinado hacia el altar, reza en sumisamente:
"Humildes y arrepentidos acógenos, Señor: acepta nuestro sacrificio que
hoy te presentamos".
Se prepara así a entrar, con toda la asamblea de los fieles, en el corazón del
misterio eucarístico, en el corazón de esa liturgia celeste a la que se refiere
la segunda lectura, tomada del Apocalipsis. San Juan presenta a un ángel que
ofrece "muchos perfumes para que, con las oraciones de los santos, los
ofreciera sobre el altar de oro colocado delante del trono" (cfr Ap 8, 3).
El altar del sacrificio se convierte, de cierta forma, en punto de encuentro
entre el Cielo y la tierra; el centro, podríamos decir, de la única Iglesia que
es celeste y al mismo tiempo peregrina en la tierra, donde, entre las
persecuciones del mundo y las consolaciones de Dios, los discípulos del Señor
anuncian su pasión y muerte hasta que vuelva en la gloria (cfr Lumen gentium,
8). Es más, cada celebración eucarística anticipa el triunfo de Cristo sobre el
pecado y sobre el mundo, y muestra en el misterio el fulgor de la Iglesia,
"esposa inmaculada del Cordero sin mancha, Esposa que Cristo a amado y por
la que se ha entregado, a fin de hacerla santa" (ibid., 6).
Es necesario que toda la comunidad crezca en la caridad y en la dedicación
apostólica y misionera. Concretamente se trata de dar testimonio con la vida de
vuestra fe en Cristo y la confianza total que ponéis en él. Se trata también de
cultivar la comunión eclesial que es ante todo un don, fruto del amor libre y
gratuito de Dios, y que por tanto es divinamente eficaz, y está siempre
presente y operante en la historia, más allá de cualquier apariencia contraria.
La comunión eclesial es también una tarea confiada a la responsabilidad de cada
uno. Que el Señor os conceda una comunión cada vez más convencida y operante,
en la colaboración y en la corresponsabilidad en todos los niveles: entre
presbíteros, consagrados y laicos, entre las distintas comunidades cristianas de
vuestro territorio, entre las distintas agrupaciones de laicos. (...)
Homilía del Papa en la dedicación del altar de la catedral de Albano, el
lunes 22 de septiembre de 2008.