Aquellos que entraron y vieron el sepulcro tuvieron un antes y un después en su vida. La medicina más necesaria para todos, y también para el derroche misionero de la Iglesia en medio de los hombres, es entregar la noticia de que Cristo ha resucitado
¡Cuántas veces he dado vueltas a esa página del Evangelio en la que Jesús se aparece a María Magdalena! Comprobar que Cristo había resucitado, la experiencia del sepulcro vacío, tiene tal fuerza, tal hondura, que no es fácil explicarlo con palabras. Lo que sí se puede decir es que, aquellos que entraron y vieron el sepulcro, tuvieron un antes y un después en su vida. Eran diferentes; la ternura de Dios, la revolución de la ternura de Dios se había manifestado y ellos habían tenido experiencia de la misma. Hubo un antes y un después en sus vidas con el triunfo de Cristo, con su Resurrección. Pasaron de la muerte a la vida, del fracaso al triunfo, de la mentira a la verdad. La medicina más necesaria para todos, y también para el derroche misionero de la Iglesia en medio de los hombres, es entregar la noticia de que Cristo ha resucitado. Esto es lo que el Papa Francisco no se cansa de decirnos. Lo hace con estas palabras tan suyas como propuesta a toda la Iglesia: «La alegría de evangelizar». Hay que llevar a los hombres la alegría de la Resurrección. San Agustín decía que «la fe de los cristianos es la resurrección de Cristo». «Y Dios dio a todos los hombres una prueba segura sobre Jesús al resucitarlo de entre los muertos» (Hch 17, 31).
¿Cómo sucedió aquella mañana? La explicación es sencilla, pero tiene tal actualidad para los hombres y mujeres de este tiempo que es necesario acercarse a lo que allí ocurrió. Desde el momento de la Resurrección de Cristo, el primer día de la semana es el domingo. Por eso sitúa a María Magdalena diciendo que era un domingo, el primer día de la semana, cuando ella se dirige al sepulcro. Es María Magdalena, a la que el Señor había mostrado tanta misericordia, compasión y perdón. Era en el amanecer, aun estaba oscuro, cuando fue al sepulcro y observó que la losa que lo tapaba estaba corrida. El sepulcro estaba abierto. Se imaginó lo peor: que alguien hubiese entrado para ensuciar la memoria de Cristo. Por eso, al verlo, se asustó y marchó corriendo a dar la noticia a Pedro y a Juan de que se habían llevado al Señor. ¡Qué tragedia! Sin embargo, era todo lo contrario: era la invasión de la alegría por un Dios que se hizo hombre para regalarnos la dulce y confortadora alegría de su triunfo en Cristo.
El debilitamiento de nuestra fe en la Resurrección de Jesús nos debilita y no nos hace ser testigos de lo más grande que ha sucedido para el ser humano: su triunfo verdadero, que no está en los descubrimientos maravillosos que hace y hará, sino en el triunfo de Cristo que es el nuestro; «hemos resucitado con Cristo». María Magdalena pensaba que allí había sucedido lo que solemos hacer los hombres, una actuación de gestos sin afectos, de gestos rígidos, hacia quien murió perdonando, y entre cuyas últimas palabras estaban: «Perdónalos porque no saben lo que hacen», «hoy estarás conmigo en el paraíso», o «a tus manos encomiendo mi espíritu». María Magdalena pensó como los hombres, por eso rápidamente fue a avisar a Pedro y a Juan. Pero algo diferente había sucedido allí. Pedro y Juan fueron a comprobar lo que había pasado. Por juventud llegó antes Juan y vio desde fuera los lienzos tendidos, pero esperó la llegada de Pedro, pues era el que había puesto el Señor al frente de todos. Este fue el primero que entró y comprobó algo inaudito: los lienzos estaban tendidos y el sudario con el que se le había envuelto la cabeza estaba enrollado en un sitio aparte. Vieron y creyeron y recordaron lo que había dicho el Señor: «que Él había de resucitar de entre los muertos». Esto es lo que dio, a los apóstoles y a los primeros discípulos de Jesús, valentía, audacia profética y perseverancia hasta dar la vida para afirmar que Cristo es el que la da y la tiene y la alcanzó para los hombres.
El sueño que el Papa Francisco nos muestra en la exhortación Evangelii gaudium nace de creer en Jesús, que nos dice: «Yo soy la Resurrección y la Vida». Pero es verdad que para hacer realidad este sueño, hay que beber de la fuente de la vida que supone entrar en comunión con el amor infinito en el encuentro con Cristo, como les pasó a María Magdalena, Pedro y Juan. En Cristo Resucitado pudieron experimentar lo mismo que el Papa Francisco nos señala: «Sueño con una opción misionera capaz de transformarlo todo, para que las costumbres, los estilos, los horarios, el lenguaje y toda estructura eclesial se convierta en cauce adecuado para la evangelización del mundo actual más que para la autopreservación» (EG 27). El anuncio se tiene que concentrar en lo esencial que es lo más bello, lo más grande y lo más atractivo, lo más necesario: que Cristo ha resucitado. «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado y se ha aparecido a Simón!» (Lc 24, 34).
La revolución de la ternura
En esta Pascua, miremos a cinco personajes que nos invitan a ser testigos de la Resurrección, que en definitiva es mostrar la revolución de la ternura y de la misericordia de un Dios con un inmenso amor para el ser humano:
1. Santa Teresa de Lisieux (1873-1897). Viviendo junto al Resucitado como «florecilla deshojada, el grano de arena […] el juguete y la pelotita de Jesús», es donde encuentra el auténtico sentido de su vocación: el Amor, capaz de aunar y colmar todos sus deseos, antes torturadores por contradictorios e imposibles.
2. El beato Carlos de Foucauld (1858-1916). Con una experiencia fuerte de la Resurrección, del triunfo de Cristo y, por ello, del hombre, se olvidó de sí mismo y pudo escribir lo que vivía desde una comunión viva con Cristo: «Padre mío, me abandono a Ti. / Haz de mí lo que quieras. / Lo que hagas de mí te lo agradezco, / estoy dispuesto a todo, / lo acepto todo. / Con tal que Tu voluntad se haga en mí / y en todas las criaturas, / no deseo nada más, Dios mío. / Pongo mi vida en tus manos. / Te la doy, Dios mío, / con todo el amor de mi corazón, / porque te amo, / y porque para mí amarte es darme, / entregarme en Tus manos sin medida, / con infinita confianza, / porque Tú eres mi Padre».
3. San Juan XXIII (1881-1963) habla de un director espiritual que nunca olvidará y habla de Dios, que se revela y muestra en Jesucristo muerto y resucitado: «Me dio un lema de vida como conclusión de nuestro primer encuentro. Me lo repito muchas veces, sereno, pero con insistencia. Dios es todo, yo no soy nada. Esto fue como una piedra de toque, se abrió para mí un horizonte insospechado, lleno de misterio y fascinación espiritual».
4. Santa Teresa Benedicta de la Cruz, Edith Stein (1891-1942). La cuestión de la Resurrección tiene una importancia capital en ella: «Cuando tratamos del ser personal del hombre, rozamos de muchas maneras otro problema que ya hemos encontrado en otros contextos y que debemos aclarar ahora si queremos entender la esencia del hombre, su lugar en el orden del mundo creado y su relación con el ser divino […]» (Ser finito y ser eterno). ¡Qué bien lo explica con su vida acogiendo a quien es la Resurrección y la Vida!
5. San Pedro Poveda (1874-1936) incide en que creer en la Resurrección nos lleva a confesar la fe que se profesa y a manifestar la coherencia de la propia vida con esa misma fe hasta derramar la sangre. Esto hace él: «Creí por eso hablé. Es decir, mi creencia, mi fe no es vacilante, es firme, inquebrantable, y por eso hablo» y asumo todas las consecuencias.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos Card. Osoro Sierra, arzobispo de Madrid