miércoles, 14 de septiembre de 2016

“Aprendamos de Jesús que cosa significa vivir de misericordia”, el Papa en la catequesis


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Durante este Jubileo hemos reflexionado muchas veces sobre el hecho que Jesús se expresa con una ternura única, signo de la presencia y de la bondad de Dios. Hoy, nos detenemos en un pasaje conmovedor del Evangelio (Cfr. Mt 11,28-30), en el cual Jesús dice – lo hemos escuchado –: «Vengan a mí todos los que están afligidos y agobiados, y yo los aliviaré. […] Aprendan de mí, porque soy paciente y humilde de corazón, y así encontrarán alivio» (vv. 28-29). La invitación del Señor es sorprendente: llama a seguirlo a personas sencillas y oprimidas por una vida difícil, llama a seguirlo a personas que tienen muchas necesidades y les promete que en Él encontraran descanso y alivio. La invitación es dirigida en forma imperativa: «vengan a mí», «tomen mi yugo», y «aprendan de mí». ¡Tal vez los líderes del mundo pudieran decir esto! Tratemos de coger el significado de estas expresiones.
El primer imperativo es «Vengan a mí». Dirigiéndose a aquellos que están cansados y oprimidos, Jesús se presenta como el Siervo del Señor descrito en el libro del profeta Isaías. Y así dice, el pasaje de Isaías: «El mismo Señor me ha dado una lengua de discípulo, para que yo sepa reconfortar al fatigado con una palabra de aliento» (50,4). A estos desconsolados de la vida, el Evangelio muchas veces une también a los pobres (Cfr. Mt 11,5) y los pequeños (Cfr. Mt 18,6). Se trata de cuantos no pueden contar sobre sus propios medios, ni sobre amistades importantes. Ellos sólo pueden confiar en Dios. Conscientes de la propia humilde y mísera condición, saben que dependen de la misericordia del Señor, esperan de Él la única ayuda posible. En la invitación de Jesús encuentran finalmente respuesta a sus expectativas: convirtiéndose en sus discípulos reciben la promesa de encontrar consolación para toda la vida. Una promesa que al final del Evangelio es extendida a todas las naciones: «Vayan – dice Jesús a los Apóstoles – y hagan que todos los pueblos sean mis discípulos» (Mt 28,19). Acogiendo la invitación a celebrar este año de gracia del Jubileo, en todo el mundo los peregrinos atraviesan la Puerta de la Misericordia abierta en las catedrales y en los santuarios y en tantas iglesias del mundo; en los hospitales, en las cárceles… ¿Para   qué atravesar esta Puerta de la Misericordia? Para encontrar a Jesús, para encontrar la amistad de Jesús, para encontrar el alivio que solo da Jesús. Este camino expresa la conversión de todo discípulo que se pone en el seguimiento de Jesús. Y la conversión consiste siempre en descubrir la misericordia del Señor. Y esta misericordia es infinita e inagotable: es grande la misericordia del Señor. Atravesando la Puerta Santa, pues, profesamos «que el amor está presente en el mundo y que este amor es más fuerte que toda clase de mal, en que el hombre, la humanidad, el mundo están metidos». (Juan Pablo II, Enc. Dives in misericordia, 7).
El segundo imperativo dice: «Tomen mi yugo». En el contexto de la Alianza, la tradición bíblica utiliza la imagen del yugo para indicar el estrecho vínculo que une el pueblo a Dios y, de consecuencia, la obediencia a su voluntad expresada en la Ley. En polémica con los escribas y doctores de la Ley, Jesús pone sobre sus discípulos su yugo, en el cual la Ley encuentra su pleno cumplimiento. Les quiere enseñar a ellos que descubrimos la voluntad de Dios mediante su persona: mediante Jesús, no mediante leyes y prescripciones frías que el mismo Jesús condena. Podemos leer el capítulo 23 de Mateo, ¿no?. Él está al centro de su relación con Dios, está en el corazón de las relaciones entre los discípulos y se pone como fulcro de la vida de cada uno. Recibiendo el “yugo de Jesús” todo discípulo entra así en comunión con Él y es hecho participe del misterio de su cruz y de su destino de salvación.
Sigue el tercer imperativo: «Aprendan de mí». A sus discípulos Jesús presenta un camino de conocimiento y de imitación. Jesús no es un maestro que con severidad impone a otros cargas que Él no lleva: esta era la acusa que Él hacía a los doctores de la ley. Él se dirige a los humildes, a los pequeños, a los pobres, a los necesitados porque Él mismo se ha hecho pequeño y humilde. Comprende a los pobres y a los sufrientes porque Él mismo es pobre y experimentó los dolores. Para salvar a la humanidad Jesús no ha recorrido un camino fácil; al contrario, su camino ha sido doloroso y difícil. Como lo recuerda la Carta a los Filipenses: «Se humilló hasta aceptar por obediencia la muerte y muerte de cruz» (2,8). El yugo que los pobres y los oprimidos llevan es el mismo yugo que Él ha llevado antes que ellos: por esto es un yugo ligero. Él se ha cargado sobre sus espaldas los dolores y los pecados de la entera humanidad. Para el discípulo, por lo tanto, recibir el yugo de Jesús significa recibir su revelación y acogerla: en Él la misericordia de Dios se ha hecho cargo de la pobreza de los hombres, donando así a todos la posibilidad de la salvación. Pero, ¿por qué Jesús es capaz de decir estas cosas? Porque Él se ha hecho todo en todos, cercano a todos, a los pobres. Era un pastor que estaba entre la gente, entre los pobres. Trabajaba todo el día con ellos. Jesús no era un príncipe. Es feo para la Iglesia cuando los pastores se convierten en príncipes, alejados de la gente, alejados de los más pobres: este no es el espíritu de Jesús. A estos pastores Jesús los amonestaba, y sobre estos pastores Jesús decía a la gente: “pero, hagan aquello que ellos dicen, pero no lo que ellos hacen”.
Queridos hermanos y hermanas, también para nosotros existen momentos de cansancio y de desilusión. Entonces recordémonos  estas palabras del Señor, que nos dan mucha consolación y nos hacen entender si estamos poniendo nuestras fuerzas al servicio del bien. De hecho, a veces nuestro cansancio es causado por haber puesto la confianza en cosas que no son esenciales, porque nos hemos alejado de lo que vale realmente en la vida. El Señor nos enseña a no tener miedo de seguirlo, porque la esperanza que ponemos en Él no será defraudada. Estamos llamados a aprender de Él que cosa significa vivir de misericordia para ser instrumentos de misericordia. Vivir de misericordia para ser instrumentos de misericordia: vivir de misericordia, es sentirse necesitados de la misericordia de Jesús, aprendamos a ser misericordiosos con los demás. Tener fija la mirada en el Hijo de Dios nos hace entender cuanto camino todavía debemos recorrer; pero al mismo tiempo nos infunde la alegría de saber que estamos caminando con Él y no estamos jamás solos. ¡Entonces, animo! No dejémonos quitar la alegría de ser discípulos del Señor. “Pero, padre, yo soy pecador, soy pecadora, ¿Cómo puedo hacer? Déjate mirar por el Señor, abre tu corazón, siente sobre ti su mirada, su misericordia, y tu corazón estará lleno de alegría, de la alegría del perdón, si tú te acercas a pedir el perdón”. No dejémonos robar la esperanza de vivir esta vida junto a Él y con la fuerza de su consolación. Gracias.
(Traducción del italiano, Renato Martinez – Radio Vaticano)
(from Vatican Radio)

Papa Francisco: “Matar en nombre de Dios es satánico”

 En la Cruz de Jesucristo –hoy la Iglesia celebra la fiesta de la Cruz de Jesucristo- entendemos plenamente el misterio de Cristo. Este misterio de anonadamiento, de cercanía a nosotros. Él estando en la condición de Dios -dice Pablo- no considera un privilegio de ser como Dios, sino que se vacío a sí mismo, asumiendo una condición de siervo, siendo similar a los hombres. Del aspecto reconocido como hombre, “se humilló así mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de Cruz”. Este es el misterio de Cristo. Este es un misterio que se hace martirio para la salvación de los hombres. Jesucristo, el primer mártir, el primero que da la vida por nosotros, y de este misterio de Cristo comienza toda, toda la historia del martirio cristiano, desde los primeros siglos hasta hoy.
  Los primeros cristianos han hecho la confesión de Jesucristo pagando con su vida; a los primeros cristianos era propuesta la apostasía, es decir, “digan que nuestro dios es el verdadero, no el tuyo. Hagan un sacrificio a nuestro dios o a nuestros dioses” y cuando no hacían esto, cuando rechazaban la apostasía eran asesinados. Esta historia se repite hasta hoy y hoy en la Iglesia hay más mártires cristianos que en los primeros tiempos. Hoy hay cristianos asesinados, torturados, encarcelados, degollados porque no reniegan a Jesucristo.
En esta historia, llegamos a nuestro padre Jacques: él forma parte de esta cadena de mártires.Los cristianos que hoy sufren -en la cárcel o con la muerte o con las torturas- por no renegar a Jesucristo, hacen ver la crueldad de esta persecución. Y esta crueldad que pide la apostasía, digamos la palabra, es satánica. Y cuánto gustaría que todas las confesiones religiosas dijeran: “Matar en nombre de Dios es satánico”.
Padre Jacques Hamel ha sido degollado en la Cruz, justo mientras celebraba el sacrificio de la Cruz de Cristo. Hombre bueno, manso, de fraternidad, que siempre buscaba hacer la paz ha sido asesinado como si fuera un criminal. Este es el hilo satánico de la persecución. Pero hay una cosa, en este hombre, que ha aceptado su martirio allí, con el martirio de Cristo, en el altar, una cosa que me hace pensar tanto: en medio al momento difícil que vivía, en medio también a esta tragedia que él veía venir, un hombre manso, un hombre bueno, un hombre que hacia fraternidad, no ha perdido la lucidez de acusar y decir claramente el nombre del asesino.
Y ha dicho claramente: “Vete, Satanás”. Ha dado la vida por nosotros, ha dado la vida por  no renegar a Jesús. Ha dado la vida en el mismo sacrificio de Jesús sobre el altar y desde allí ha acusado al autor de la persecución: “Vete, Satanás”. Y este ejemplo de valentía, pero también el martirio de la propia vida, de vaciarse así mismo para ayudar a los otros, de hacer fraternidad entre los hombres, nos ayude, a todos nosotros, a ir hacia adelante sin miedo.
Que nosotros –que él desde el Cielo, porque debemos rezarle ¿eh?: ¡es un mártir! Y los mártires son beatos –debemos rezarle, para que nos dé mansedumbre, fraternidad, paz, también la valentía de decir la verdad: matar en nombre de Dios es satánico.
(Traducción del italiano por Mercedes De La Torre – RV).
(from Vatican Radio)

El amor que mueve a todo el universo



La historia recoge un sinfín de acciones. Se escribe cada día. Se labra como algo imborrable. Se decide desde corazones libres, desde momentos de pasión y momentos de lucidez.

La historia deja de lado palabras o promesas no cumplidas. Lo que se hace es lo que cuenta. Lo que uno pone en práctica, ese propósito realizado, ese gesto de cariño en la familia, ese sí a un nuevo hijo que inicia el camino del embarazo.

¿Cuál es el motor secreto de la vida? ¿Qué es lo que permite que existamos? ¿Por qué los ríos, los volcanes y los jilgueros? ¿Por qué un hombre y una mujer deciden casarse y abrirse con amor a la vida de los hijos que Dios pueda concederles?

El motor es siempre el mismo: el amor. Por amor Dios quiso un mundo, una tierra entre soles, lunas y estrellas. Por amor contuvo el ímpetu del mar, envió suaves vientos y frescas lluvias. Por amor hizo crecer hierba y árboles, dio vida a petirrojos y caimanes, a coyotes y corderos.

Por amor un día Dios creó a alguien a su imagen en la tierra, a un hombre y una mujer. Los amó como a hijos, los cuidó con ternura, habló con ellos mientras soplaba la brisa de la tarde.

Por amor, tras el pecado, vino la promesa y el pueblo elegido. Israel ha sido señal de ese amor que “mueve el universo”. El amor llegó a la plenitud en la Encarnación y en el Calvario, cuando el Hijo, hecho hombre, dio su sangre y su espíritu por salvar a quien era tan amado por el Padre, al hombre débil, frágil y errabundo...

Por amor hoy vivimos, tú y yo. Si es amor verdadero, si es amor cristiano, el mundo brillará con un poco de esperanza. Habrá más paz y armonía, habrá más justicia y entusiasmo. Habrá un poco de fe en un universo que gira y gira, como hace millones de años, movido por una sola fuerza: el amor...
P. Fernando Pascual

14 de septiembre: Exaltación de la Santa Cruz

Aquel era uno de los peores suplicios de los muchos que ha ideado la humanidad en su historia. Estaba previsto para el caso de los malvados que no debían vivir; para aquellos que quitarles la vida de un momento hubiera sido considerado como poco castigo. Tardaron tiempo los cristianos en representar a Cristo clavado en la cruz, era tan horroroso aquello… Fue en la puerta de Santa Sabina, en Roma, la primera vez que la piedad y el arte se juntaron y plasmaron el más horripilante de los martirios y el que tuvo mayor eficacia redentora.

El reo, en este caso Jesús, había de terminar en lenta y desgarradora agonía. Bien conocían los «ocupantes romanos» todos los extremos; tanto que recurrieron a los azotes para ver si podían cerrar el expediente de aquel caso nada claro, ante la insistencia feroz del odio de sus paisanos judíos. Algunos lo habían considerado como un chiflado anarquista que les arruinaba la idea de la liberación política que anhelaban, sofocando sin remedio su propio afán de mando con la nube que consideraron pasajera de una redención etérea por los caminos del espíritu. Otros solo lo hicieron por celos de perder su hegemonía en lo religioso; vieron muy, pero que muy en peligro su monopolio espiritual al contemplar la altura de la doctrina y lo portentoso de sus milagros.
Allá lo sacaron a las afueras de la ciudad. Impotente ante la fuerza y callado ante el odio que leía en los ojos turbios y el sarcasmo sonriente de los que se salían con la suya. Clavado, estaba para «ejemplo» de los que sintieran en sus carnes la tentación del mal, porque el miedo ha conseguido muchas veces lo que la buena educación no consiguió, aunque ese no era el caso. Y nadie tuvo una nube de insultos, de mofas y de befa tan densa sobre sí. Lo colocaron en medio del ladrón empedernido y del criminal que admitió su inocencia en diálogo que prometía vida eterna. El papel decía que era el Rey del país; pero Él tenía solo una fea corona de espinas y su rostro estaba maquillado por hilillos de sangre fresca y seca; su cuerpo desvestido estaba plagado de señales de azotes entre negrales cárdenos y heridas sin limpiar, con la carne abierta.
Esa piltrafa humana crucificada, aparente subproducto de la sociedad, es Jesús. El que mandó al mar y al viento que obedecieron en la noche de tormenta, haciéndose mansos. Él quiso hacerse «obediente hasta la muerte y muerte de cruz» para ayudar al hombre, con su ejemplo, en la fidelidad a Dios. Y le rescataba. Y pagaba la deuda. Y restablecía el honor de Dios. Y amaba infinito sin pérdida de dolor.
Ahora es consuelo y lección para el cristiano cuando llega el dolor, ese testigo habitual en el caminar ordinario de todo hombre, ese que puede hacerse más grande en momentos especiales, ese que resulta insufrible o intolerable si fortuitamente se mezcla con abandonos, soledades, traiciones, mentiras, envidias e injusticias. ¡Claro! Siempre queda el recurso bienhechor de saber que no fue en vano el inefable sufrir de Jesús el Nazareno y la verdad sincera de afirmar que «yo mucho malo hice, mientras que Él solo amó».
Enseñó con la entrega de su voluntad propia para que en adelante uno aprenda a no querer algo distinto de lo que quiere Dios, porque el querer divino, se entienda o no se entienda, por ser divino, siempre es lo mejor.
Desprendido de todo, por bueno que sea. ¿No dijo Él aquello –tan difícil y hasta contradictorio– del grano de trigo y lo otro de morir para vivir, o algo así? En la cruz, montado en su íntima desazón total, está tirando para arriba del sano y del enfermo, del culto y del ignorante, del bueno y del malo, del político, del médico, del economista, del tendero, de la madre, del jubilado, del militar, del niño y del viejo; arrastra hacia Sí al tabernero, a la novia, al rey, a la modista y al pedigüeño; da pistas de eternidad al que hace el pan, al de los libros, al deportista, al olímpico y al banquero; transmite esperanza al drogata, a la prostituta, al sidoso, al cura, al del circo y al del convento. Todos ¡y el cosmos universo! Son atraídos con fuerza irresistible incorporados a la cruz que lleva al Cielo: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí».


Árbol de la cruz, árbol de la cruz…
Archimadrid.org

TANTO AMÓ DIOS AL MUNDO QUE ENTREGÓ A SU HIJO ÚNICO.



Lectura del santo evangelio según san Juan (3,13-17):

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: «Nadie ha subido al cielo, sino el que bajó del cielo, el Hijo del hombre. Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en Él tenga vida eterna. 

Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por Él.»

Homilía del Papa: vencer la indiferencia, construir la cultura del encuentro

Trabajemos para construir una verdadera cultura del encuentro que venza la cultura de la indiferencia, fue la exhortación del Papa Francisco,  en su homilía de la Misa matutina, en la capilla de la Casa de Santa Marta. Invitó a reflexionar sobre el encuentro de Dios con su pueblo y puso en guardia contra las malas costumbres que nos distraen de escuchar a los demás, incluso en familia.
«Hoy la Palabra de Dios nos hace reflexionar sobre un encuentro», señaló el Santo Padre, con el Evangelio del martes de la XXIV semana del Tiempo Ordinario.  Para luego hacer hincapié en la diferencia que hay entre un encuentro y un mero cruzarse con otro, sin que haya un verdadero encuentro. Cada uno piensa en sus cosas, ve y no mira, oye y no escucha:
«El encuentro es otra cosa. Es lo que el Evangelio nos anuncia hoy: un encuentro. Un encuentro entre un hombre y una mujer, entre un hijo único vivo y un hijo único muerto. Entre una multitud feliz, porque había encontrado a Jesús y lo seguía, y un grupo de gente llorando, que acompañaba a aquella mujer, que salía por un puerta de la ciudad. Encuentro entre aquella puerta de salida y la puerta de entrada. El redil. Un encuentro que nos hace reflexionar sobre cómo encontrarnos entre nosotros».
En el Evangelio leemos que el Señor sintió una gran compasión. Jesús no hace como hacemos nosotros cuando vamos por la calle y vemos algo triste. Y pensamos ‘qué pena’ y seguimos nuestro caminar. Jesús no pasa de largo, se deja llevar por la compasión. Se acerca a la mujer, la encuentra de verdad y luego hace el milagro. Vemos no sólo la ternura de Jesús, sino también la fecundidad de un encuentro, reiteró el Papa, haciendo hincapié en que «todo encuentro es fecundo»:
«Estamos acostumbrados a una cultura de la indiferencia y tenemos que trabajar y pedir la gracia de realizar una cultura del encuentro. De este encuentro fecundo, este encuentro que restituya a cada persona su propia dignidad de hijo de Dios, la dignidad del viviente. Estamos acostumbrados a esta indiferencia, cuando vemos las calamidades de este mundo o las cosas pequeñas: ‘qué pena, pobre gente, cuánto sufre’… y seguimos de largo. El encuentro. Si no miro – no basta ver, no, hay que mirar – si no me detengo, si no miro, si no toco, si no hablo, no puedo hacer un encuentro y no puedo ayudar a hacer una cultura del encuentro».
Tras recordar que todos quedaron sobrecogidos de temor y alababan a Dios, porque Dios había visitado y encontrado a su pueblo, el Santo Padre dijo que le gusta ver en ello «el encuentro de cada día entre Jesús y su esposa», la Iglesia, que espera su regreso.
También en familia vivamos el verdadero encuentro, escuchémonos los unos a los otros
«Éste es el mensaje de hoy: el encuentro de Jesús con su pueblo», «todos tenemos necesidad de la Palabra de Jesús», tenemos necesidad del encuentro con Él, destacó el Papa, con su aliento a impulsar la cultura del encuentro también en los hogares:
«En la mesa, en familia, cuántas veces se come y se mira la televisión o se escriben mensajes con el teléfono. Cada uno es indiferente a ese encuentro. Tampoco en el núcleo de la sociedad, como es la familia, hay encuentro. Que esto nos ayude a trabajar por esta cultura del encuentro, como hizo simplemente Jesús. No sólo ver: mirar. No sólo oír: escuchar. No sólo cruzarse: detenerse. No sólo decir ‘qué pena, pobre gente’, sino dejarse llevar por la compasión. Y acercarse, tocar y decir en la lengua en que cada uno sienta en ese momento - la lengua del corazón -  ‘no llores’ y dar al menos una gota de vida».
(CdM – RV)
(from Vatican Radio)