martes, 7 de julio de 2015

San Fermin

Según la leyenda, nació en Pompaelo (la actual Pamplona), hijo de un senador pagano de nombre Firmo, un alto funcionario de la administración romana que gobernó Pamplona en el siglo III. La predicación de Honesto, quien había marchado a la península tras ser milagrosamente liberado de su prisión en Carcasona, conmovió a sus padres, quienes sin embargo no se convirtieron hasta oír a san Saturnino de Tolosa. El santo habría bautizado a Fermín y a sus padres en el lugar que hoy se llama popularmente pocico de San Cernín.

Bajo la tutela de Honesto el joven Fermín aprendió la religión y el arte de la prédica. A los 18 años fue enviado a Tolosa, donde sería ordenado. Tras predicar en Navarra, marchó a Francia, donde se asentó en Amiens. Habiendo organizado la construcción de la iglesia local, fue nombrado obispo a los 24 años. La oposición oficial a la doctrina cristiana le granjeó la cárcel, donde, tras negarse a cesar su prédica, fue decapitado.
En 1186 el obispo Pedro de París llevó de Amiens a Pamplona una reliquia de la cabeza de Fermín.
Actualmente su santoral se celebra el 7 de julio. En Pamplona se conmemora con unas fiestas de fama internacional, los Sanfermines, en las que destacan los encierros.

Es además patrono de las cofradías de boteros, vinateros y panaderos.

Las mies es abundante, pero los trabajadores son pocos

Lectura del santo evangelio según san Mateo 9, 32-38
En aquel tiempo, presentaron a Jesús un endemoniado mudo. Echó al demonio, y el mudo habló.
La gente decía admirada:
-«Nunca se ha visto en Israel cosa igual.»
En cambio, los fariseos decían:
-«Éste echa los demonios con el poder del jefe de los demonios. »
Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias.
Al ver a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor.
Entonces dijo a sus discípulos:
-«Las mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies.»
Palabra del Señor


Y yo ¿de qué me tengo que confesar?

Mucha gente se plantea esta pregunta.
Hay quien la dice como dando a entender que no tiene pecados, así que ¿de qué se tiene que confesar?, y hay quien la dice porque quiere confesarse pero no sabe de qué.

Para ambos hay semejante respuesta, pero antes de darla cabe aclarar que quien cree que no tiene pecados, suele considerar que ser católico consiste simplemente en ir a Misa dominical y si ha cumplido con eso, tiene ‘palomita’ de asistencia y está en orden. Se equivoca. Si la Iglesia nos pide ir a Misa no es para que pasemos ‘lista’, sino para que recibamos toda la ayuda celestial que necesitamos para poder cumplir el único mandamiento que nos dejó Jesús: que nos amemos unos a otros como Él nos ama (ver Jn 15,12).

Los católicos vamos a Misa no como un fin en sí mismo, sino porque allí nos encontramos con Jesús que nos abraza, nos perdona, nos habla, nos comunica Su paz y se nos da en alimento que nos fortalece y capacita para poder amar con el amor con que nos ama (de ahí que la Iglesia considere pecado grave faltar a Misa sin razón, dejarlo plantado, despreciar Su ayuda, y nos pide que la siguiente vez que asistamos a Misa no comulguemos si antes no le hemos pedido perdón en la Confesión).

Así pues, quien se pregunta de qué se tiene que confesar (sea porque cree que no tiene pecados o porque sabe que tiene pero no cuáles son) debe examinarse en el amor.

Hay que hacer un examen de conciencia y preguntarse si desde su última Confesión todo lo que ha pensado, dicho, hecho y dejado de hacer, ha sido sólo por amor, y si no es así, si a veces estuvo motivado por algo (o mucho) de egoísmo, soberbia, envidia, ira, rencor, pereza, gula, deseos de desquitarse, indiferencia hacia los sufrimientos ajenos, apego desordenado al placer, al dinero, al poder, , ... entonces debe pedirle perdón a Dios, confesarse.



Jesús instituyó la Confesión cuando les dio a Sus apóstoles el poder de perdonar los pecados (ver Jn 20,22-23; Mt 16,19 y 2Cor 5,18).Es un Sacramento, es decir, un signo sensible del amor de Dios, por medio del cual recibimos la gracia divina que necesitamos para santificarnos. Nos ayuda a reconocer nuestras miserias, desahogarnos confesándoselas al sacerdote de quien sabemos que nos comprende, porque él también comete faltas, nos aconseja, porque ha oído de todo y tiene más experiencia que nosotros, no se las puede contar a nadie porque está impedido por el secreto de Confesión, y tiene la autoridad para perdonarnos en nombre de Dios. ¡Es algo maravilloso, verdaderamente sanador, restaurador!

Hay quien dice que prefiere ‘confesarse directo con Dios’, pero desperdicia la ayuda que le ofrece el Señor y además queda siempre con la duda de si recibió Su perdón. ¡Nada se compara con escuchar las palabras de la absolución mientras el sacerdote traza sobre ti la señal de la cruz. Sales sintiéndote realmente perdonado, liberado!

Hay quien dice: ‘¿y por qué tengo que confesarme con uno que tal vez es igual o peor pecador que yo?’. A lo que cabe responder que no es a título personal que te perdona, sino en nombre de Dios; y el hecho de que sea pecador le permite comprenderte mejor. San Pedro, el primer Papa de la historia, cometió pecados, negó a su Señor, y sin duda sus caídas le permitieron ser más compasivo con otros que también cayeron.

La Iglesia nos invita a confesarnos cuando menos una vez al año, de preferencia durante la Cuaresma. Ojalá no nos atengamos a ese mínimo, sino acudamos con mayor frecuencia a recibir el abrazo del Señor que viene siempre a nuestro encuentro para perdonarnos y arroparnos en Su amor.

Artículo originalmente publicado por Desde la fe
  

Papa Francisco tampoco es un profeta bien visto en su tierra


El Papa es más profeta fuera de su tierra (fuera de la Iglesia) que en su propia casa. ¿Por qué?

¿Por qué Ezequiel es un profeta? ¿Por qué san Pablo es un profeta? ¿Por qué Jesús es “el profeta” por antonomasia? ¿Por qué los profetas incomodan? ¿Dónde esta su fuerza? ¿Por qué tu también eres profeta?

La misión del profeta esta clara en Ezequiel, y se repite a lo largo de toda la historia de la Salvación: “te hagan o no te hagan caso, sabrán que hubo un profeta en medio de ellos”. 

El profeta no es un vendedor ni un conseguidor, ni un embaucador, sino un testigo. En esta sociedad del éxito el profeta por tanto es un loco, un fracasado. Desde la fe el profeta además de auténtico y valiente, es un servidor fiel, que podrá decir a su Dios: “siervo inútil soy, he hecho lo que tenía que hacer”.

El profeta sólo pone su confianza en Dios. Todo lo demás, y todos los demás, le pueden fallar, pero Dios no falla nunca. El profeta, como reza el salmo 122, tiene sus ojos puestos en su Señor, y por eso puede soportar “el sarcasmo de los satisfechos y el desprecio de los orgullosos”.

Por eso el profeta sabe como san Pablo, que le basta la gracia de Dios. ¡Cuantos profetas cristianos a lo largo de los siglos habrán podido exclamar con las palabras de Pablo: “Vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades por Cristo, porque cuando soy débil, entonces soy fuerte!” (2 Cor. 12, 10).

Por eso, como nos relata el evangelio de Marcos (6, 1-6), los paisanos de Jesús no dan crédito. Se hicieron con el Hijo de Dios lo mismo que con todos los profetas antes de Jesús y después de Jesús, las preguntas de rigor de quienes no quieren oír la verdad, y que se resumen a la postre en una: ¿Y éste quién se ha creído que es?

Seguramente por eso no nos atrevemos a responder a nuestra llamada de “ser profetas” que recibimos en el bautismo, cuando fuimos constituidos en Cristo sacerdotes, profetas y reyes: 

Sacerdotes porque todos somos “puente” entre Dios y los hombres a través de la oración por los demás y del amor al prójimo; 

Profetas porque todos estamos llamados a dar testimonio de Cristo de palabra y de obra, así como a transformar y mejorar este mundo en camino hacia el Reino de Dios, Reino de justicia, de amor y de paz. 

Y Reyes, porque el único título de un cristiano es el de hijo de Dios, que nos hace libres de todo vasallaje ante cualquier rey terrenal, y por tanto “reyes” por fraternidad con el “único Rey”, Cristo Jesús.

Y hablando de profetas, confieso que a muchos nos preocupa la ola de desafección interna con la que se le critica al Papa Francisco. Al igual que el Señor, el Papa es más profeta fuera de su tierra (fuera de la Iglesia) que en su propia casa. ¿Por qué?

En primer lugar porque cuando guiada por el Espíritu Santo la Iglesia eligió a un Papa iberoamericano, nos dejó bien claro que ella se toma muy en serio la igualdad de sus hijos. 

Y por eso muchos –y no sólo los que compaginan su pertenencia a la Iglesia con el llamar sudacas a los emigrantes latinos-, no han asimilado aún la procedencia y el estilo personal del Papa. Ninguno de los últimos papas ha sido un papa elitista, pero a este es imposible disfrazarlo.

En segundo lugar el Papa Francisco no tiene pelos en la lengua: pone en cuestión todos los dogmas de la mentalidad individualista reinante, como la idolatría de la economía de mercado. Y da testimonio de una tal sencillez, que pone en jaque tanto a honorables eclesiásticos que creen que seguimos en el Renacimiento, como a respetables cristianos acomodados que creen que solo pecan contra el sexto mandamiento. 

Y en tercer lugar, el Papa “profeta” Francisco es rechazado por el síndrome del hermano mayor de la Parábola del hijo prodigo, es decir, por el empeño del Papa en tender su mano a todos los alejados de la Iglesia y mostrarles el rostro de su misericordia que quiere curar sus heridas y no hurgar en ellas.

Porque, como reza el inicio de la constitución Gaudium et spes  del Concilio Vaticano II, “los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón”.
 
Autor: Manuel Bru Fuente: Aleteia

Francisco: "La familia constituye la gran riqueza social, que debe ser ayudada y potenciada"

Misa de multitudes del Papa en Guayaquil, la "perla del Pacífico", en la inmensidad del Parque Samanes, que acoge a unas 600.000 personas. El Papa Francisco, ante esta marea humana, ensalza a María, intercesora ante el Hijo en las bodas de Caná. Y lanza un canto a la familia, que es "una gran riqueza social", la primera escuela, el primer hospital y la primera iglesia, donde "la fe se mezcla con la leche materna".
"Arriba corazon
es, ya viene el papamóvil", dicen los speakers. Y llega el Papa en su pequeño automóvil a una inmensidad de parque. "Francisco en Guayaquil, quedáte siempre aquí", gritan los animadores. "Francisco, amigo, estoy haciendo lío", añaden. Y "arriba las banderas".
Y el coro canta: "Bienvenido, Santo Padre, mensajero del Señor". Antes de la llegada del Papa, la animadora, entre canto y canto, señala que, para comulgar, hay que guardar al menos una hora de ayuno y que se comulgue con el debido respeto, a la hora de hacerlo.
El altar, coronado por una cruz con los colores blanco y amadillo del Vaticano. Elegante, pero recargado, al estilo ecuatoriano y al estilo litúrgico del arzobispo de lugar, monseñor Arregui, del Opus Dei. Incluso la casulla papal bordada en oro. Y la sede, un tanto fastuosa, con partes dorados.
En el centro del altar una curz con un Cristo realista. A la derecha, un gran cuadro de la Virgen con el niño en brazos.
Libro del Eclesiástico: "Hijo, cuida de tu padre en su vejez, aunque chochee...El bien hecho al padre no quedará en el olvido"
Lectura de San Pablo: "Mujeres respeten la autoridad de sus maridos...padres no exijan demasiado a sus hijos, para que no se depriman".

Se canta el pasaje evangélico de las bodas de Caná.
Homilía del Papa: 
El pasaje del Evangelio que acabamos de escuchar es el primer signo portentoso que se realiza en la narración del Evangelio de Juan. La preocupación de María, convertida en súplica a Jesús: «No tienen vino» y la referencia a «la hora» se comprenderá, en los relatos de la Pasión.
Está bien que sea así, porque eso nos permite ver el afán de Jesús por enseñar, acompañar, sanar y alegrar desde ese clamor de su madre: «No tienen vino».
Las bodas de Caná se repiten con cada generación, con cada familia, con cada uno de nosotros y nuestros intentos por hacer que nuestro corazón logre asentarse en amores duraderos, fecundos y alegres. Demos un lugar a María, «la madre» como lo dice el evangelista. Hagamos con ella el itinerario de Caná.
María está atenta en esas bodas ya comenzadas, es solícita a las necesidades de los novios. No se ensimisma, no se enfrasca en su mundo, su amor la hace «ser hacia» los otros. Y por eso se da cuenta de la falta de vino. El vino es signo de alegría, de amor, de abundancia. Cuántos de nuestros adolescentes y jóvenes perciben que en sus casas hace rato que ya no lo hay. Cuánta mujer sola y entristecida se pregunta cuándo el amor se fue, se escurrió de su vida. Cuántos ancianos se sienten dejados fuera de la fiesta de sus familias, arrinconados y ya sin beber del amor cotidiano. También la carencia de vino puede ser el efecto de la falta de trabajo, enfermedades, situaciones problemáticas que nuestras familias atraviesan. María no es una madre «reclamadora», no es una suegra que vigila para solazarse de nuestras impericias, errores o desatenciones. ¡María es madre!: Ahí está, atenta y solícita.
Pero María acude con confianza a Jesús, María reza. No va al mayordomo; directamente le presenta la dificultad de los esposos a su Hijo. La respuesta que recibe parece desalentadora: «¿Qué podemos hacer tú y yo? Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2,4). Pero, entre tanto, ya ha dejado el problema en las manos de Dios. Su premura por las necesidades de los demás apresura la «hora» de Jesús. María es parte de esa hora, desde el pesebre a la cruz. Ella que supo «transformar una cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura» (Evangelii gaudium, 286) y nos recibió como hijos cuando una espada le atravesaba el corazón, nos enseña a dejar nuestras familias en manos de Dios; rezar, encendiendo la esperanza que nos indica que nuestras preocupaciones son también preocupaciones de Dios.