Misa
de multitudes del Papa en Guayaquil, la "perla del Pacífico", en la
inmensidad del Parque Samanes, que acoge a unas 600.000 personas. El Papa Francisco, ante esta marea humana, ensalza a
María, intercesora ante el Hijo en las bodas de Caná. Y lanza un canto a la
familia, que es "una gran riqueza social", la primera escuela, el
primer hospital y la primera iglesia, donde "la fe se mezcla con la leche
materna".
"Arriba
corazon
Y el
coro canta: "Bienvenido, Santo Padre, mensajero del Señor".
Antes de la llegada del Papa, la animadora, entre canto y canto, señala que,
para comulgar, hay que guardar al menos una hora de ayuno y que se comulgue con
el debido respeto, a la hora de hacerlo.
El
altar, coronado por una cruz con los colores blanco y amadillo del Vaticano.
Elegante, pero recargado, al estilo ecuatoriano y al estilo litúrgico del arzobispo de lugar, monseñor Arregui, del
Opus Dei. Incluso la casulla papal bordada en oro. Y la sede, un
tanto fastuosa, con partes dorados.
En el
centro del altar una curz con un Cristo realista. A la derecha, un gran cuadro
de la Virgen con el niño en brazos.
Libro
del Eclesiástico: "Hijo, cuida de tu padre en su
vejez, aunque chochee...El bien hecho al padre no quedará en el olvido"
Lectura
de San Pablo: "Mujeres respeten la autoridad de sus maridos...padres no
exijan demasiado a sus hijos, para que no se depriman".
Se
canta el pasaje evangélico de las bodas de Caná.
Homilía del Papa:
El pasaje del Evangelio que acabamos de
escuchar es el primer signo portentoso que se realiza en la narración del
Evangelio de Juan. La preocupación de María, convertida en súplica a Jesús: «No
tienen vino» y la referencia a «la hora» se comprenderá, en los relatos de la
Pasión.
Está bien que sea así, porque eso nos
permite ver el afán de Jesús por enseñar, acompañar, sanar y alegrar desde ese
clamor de su madre: «No tienen vino».
Las bodas de Caná se repiten con cada generación, con cada familia, con cada uno de nosotros y nuestros intentos por hacer que nuestro corazón logre asentarse en amores duraderos, fecundos y alegres. Demos un lugar a María, «la madre» como lo dice el evangelista. Hagamos con ella el itinerario de Caná.
Las bodas de Caná se repiten con cada generación, con cada familia, con cada uno de nosotros y nuestros intentos por hacer que nuestro corazón logre asentarse en amores duraderos, fecundos y alegres. Demos un lugar a María, «la madre» como lo dice el evangelista. Hagamos con ella el itinerario de Caná.
María está atenta en esas bodas ya
comenzadas, es solícita a las necesidades de los novios. No se ensimisma, no se
enfrasca en su mundo, su amor la hace «ser hacia» los otros. Y por eso se da
cuenta de la falta de vino. El vino es signo de alegría, de amor, de
abundancia. Cuántos de nuestros adolescentes y jóvenes perciben que en sus
casas hace rato que ya no lo hay. Cuánta mujer sola y entristecida se pregunta
cuándo el amor se fue, se escurrió de su vida. Cuántos ancianos se sienten
dejados fuera de la fiesta de sus familias, arrinconados y ya sin beber del
amor cotidiano. También la carencia de vino puede ser el efecto de la falta de
trabajo, enfermedades, situaciones problemáticas que nuestras familias atraviesan.
María no es una madre «reclamadora», no es una suegra que vigila para solazarse
de nuestras impericias, errores o desatenciones. ¡María es madre!: Ahí está,
atenta y solícita.
Pero María acude con confianza a Jesús,
María reza. No va al mayordomo; directamente le presenta la dificultad de los
esposos a su Hijo. La respuesta que recibe parece desalentadora: «¿Qué podemos
hacer tú y yo? Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2,4). Pero, entre tanto, ya
ha dejado el problema en las manos de Dios. Su premura por las necesidades de
los demás apresura la «hora» de Jesús. María es parte de esa hora, desde el
pesebre a la cruz. Ella que supo «transformar una cueva de animales en la casa
de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de ternura» (Evangelii gaudium,
286) y nos recibió como hijos cuando una espada le atravesaba el corazón, nos
enseña a dejar nuestras familias en manos de Dios; rezar, encendiendo la
esperanza que nos indica que nuestras preocupaciones son también preocupaciones
de Dios.
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