El anhelo de felicidad, profundamente radicado en el corazón humano, ha sido acompañado desde siempre por el deseo de obtener la liberación de la enfermedad y de entender su sentido cuando se experimenta. Se trata de un fenómeno humano que, interesando de una manera u otra a toda persona, encuentra en la Iglesia una resonancia particular. En efecto, la enfermedad se entiende como medio de unión con Cristo y de purificación espiritual y, por parte de aquellos que se encuentran ante la persona enferma, como una ocasión para el ejercicio de la caridad. Pero no sólo eso, puesto que la enfermedad, como los demás sufrimientos humanos, constituye un momento privilegiado para la oración: sea para pedir la gracia de acoger la enfermedad con fe y aceptación de la voluntad divina, sea para suplicar la curación.
La victoria mesiánica sobre la enfermedad, así como sobre otros sufrimientos humanos, no se da solamente a través de su eliminación por medio de curaciones portentosas, sino también por medio del sufrimiento voluntario e inocente de Cristo en su pasión y dando a cada hombre la posibilidad de asociarse a ella. En efecto, "el mismo Cristo, que no cometió ningún pecado, sufrió en su pasión penas y tormentos de todo tipo, e hizo suyos los dolores de todos los hombres: cumpliendo así lo que de Él había escrito el profeta Isaías (cf. Is 53, 4-5)".(4) Pero hay más: "En la cruz de Cristo no sólo se ha cumplido la redención mediante el sufrimiento, sino que el mismo sufrimiento humano ha quedado redimido. (…) Llevando a efecto la redención mediante el sufrimiento, Cristo ha elevado juntamente el sufrimiento humano a nivel de redención. Consiguientemente, todo hombre, en su sufrimiento, puede hacerse también partícipe del sufrimiento redentor de Cristo". (5)
Sin embargo, es en el Nuevo Testamento donde encontramos una respuesta plena a la pregunta de por qué la enfermedad hiere también al justo. En su actividad pública, la relación de Jesús con los enfermos no es esporádica, sino constante. Él cura a muchos de manera admirable, hasta el punto de que las curaciones milagrosas caracterizan su actividad: "Jesús recorría todas las ciudades y aldeas; enseñando en sus sinagogas, proclamando la Buena Nueva del Reino y sanado toda enfermedad y toda dolencia" (Mt 9, 35; cf. 4, 23). Las curaciones son signo de su misión mesiánica (cf. Lc 7, 20-23). Ellas manifiestan la victoria del Reino de Dios sobre todo tipo de mal y se convierten en símbolo de la curación del hombre entero, cuerpo y alma. En efecto, sirven para demostrar que Jesús tiene el poder de perdonar los pecados (cf. Mc 2, 1-12), y son signo de los bienes salvíficos, como la curación del paralítico de Bethesda (cf. Jn 5, 2-9.19.21) y del ciego de nacimiento (cf. Jn 9).
La Iglesia acoge a los enfermos no solamente como objeto de su cuidado amoroso, sino también porque reconoce en ellos la llamada "a vivir su vocación humana y cristiana y a participar en el crecimiento del Reino de Dios con nuevas modalidades, incluso más valiosas. Las palabras del apóstol Pablo han de convertirse en su programa de vida y, antes todavía, son luz que hace resplandecer a sus ojos el significado de gracia de su misma situación: "Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia" (Col 1, 24). (6) Precisamente haciendo este descubrimiento, el apóstol alcanzó la alegría: "Ahora me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros" (Col 1, 24)". Se trata del gozo pascual, fruto del Espíritu Santo. Y, como San Pablo, también "muchos enfermos pueden convertirse en portadores del "gozo del Espíritu Santo en medio de muchas tribulaciones" (1 Ts 1, 6) y ser testigos de la Resurrección de Jesús".(7)