Durante el mes de noviembre la Iglesia se detiene de forma especial en recordar a quienes nos precedieron. Al mismo tiempo, la liturgia se acerca al final del año y nos acerca a la reflexión de las realidades últimas de nuestra vida y del mundo, y a la venida gloriosa de Jesucristo resucitado. San Pablo nos llama insistentemente a la esperanza ante la suerte de los difuntos. Mientras que el mundo pagano griego vivía bastante preocupado de lo inmediato, el apóstol quiere proponer a los habitantes de Tesalónica el consuelo de la certeza de que un día estaremos para siempre con el Señor, gracias a que Jesús murió y resucitó verdaderamente. Los primeros cristianos esperaban como inminente el retorno del Señor. Pero Pablo pretende que no centren su atención en tratar de adivinar cuándo exactamente vendrá de nuevo Jesucristo, sino en vivir llenos de esperanza. La certeza de estar para siempre con el Señor y de que Dios nos llevará con Él debe ser fuente de consuelo y de esperanza, al mismo tiempo que una llamada a vivir el día a día con serenidad en la espera del futuro. En definitiva, creer no significa únicamente afirmar un conjunto de verdades, sino también esperar en ellas. Implica hacer nuestras estas verdades, asimilando que nos afectan directamente y no solo como mera teoría.
Velad
En Mateo hay cinco grandes discursos, en los que el evangelista reúne las enseñanzas más importantes del Maestro. El último se ocupa de las realidades últimas o escatología, y en él se integra la parábola de las vírgenes prudentes. Este relato aparece con la noche como escenario. Y ello responde a algo no accesorio, que encuentra su reflejo en nuestras celebraciones, puesto que si existe un tipo de acción litúrgica de especial relevancia desde los primeros siglos del cristianismo es la vigilia. No es casualidad que actualmente las celebraciones más importantes del año conserven este modo de realización, como es el caso de la Epifanía o de Pentecostés. Pero, sin duda, las más importantes son la vigilia pascual, que constituye el centro del año litúrgico, así como la Misa de medianoche o Misa del Gallo, en Navidad. Desde los inicios del cristianismo y en continuidad con la tradición judía anterior, la noche aparece como el tiempo privilegiado de la salvación. El motivo es que, frente a la oscuridad, las tinieblas y la muerte, el Señor irrumpe como la luz y la vida otorgando un valor nuevo a nuestra existencia. Si olvidamos a Dios y a Cristo, el mundo vuelve a caer en el vacío y en el sinsentido. La vigilancia de la noche está unida a otro factor: la sorpresa y lo inesperado. Estamos en vela porque, como dice el Evangelio de este domingo, «no sabéis el día ni la hora».
El aceite de las lámparas
En la parábola que escuchamos se presentan dos tipos de vírgenes. Las diez tienen lámparas, las diez se quedan dormidas. Cuando de repente se presenta el esposo, solo hay una diferencia entre las prudentes y las necias: las primeras tenían aceite y las segundas no. San Agustín y otros autores ven en el aceite de la lámpara un elemento indispensable para ser admitido al banquete nupcial, un símbolo del amor que no se puede comprar. Se recibe como un don, se conserva en lo más íntimo y se practica en las obras. Precisamente a esto nos anima el pasaje evangélico de este domingo. No nos ha de preocupar conocer cuándo será el fin del mundo o el momento en el que volverá el Señor en poder y gloria. Ni siquiera es particularmente importante prever el fin de nuestros días en la tierra. Lo verdaderamente relevante es estar siempre con las lámparas encendidas, alimentadas por el amor que se nos ha dado como un don del Espíritu Santo. En realidad, se nos está diciendo también que no debemos esperar ningún momento culminante, ya que el esposo, Cristo, se presenta cada día ante nosotros en las diversas posibilidades que tenemos de responder al amor mayor que él ha tenido con nosotros.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid
Evangelio
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus
discípulos esta parábola: «Se parecerá el reino de los cielos a diez vírgenes
que tomaron sus lámparas y salieron al encuentro del esposo. Cinco de ellas
eran necias y cinco eran prudentes. Las necias, al tomar las lámparas, no se
proveyeron de aceite; en cambio, las prudentes se llevaron alcuzas de aceite
con las lámparas. El esposo tardaba, les entró sueño a todas y se durmieron. A
medianoche se oyó una voz: “¡Que llega el esposo, salid a su encuentro!”.
Entonces se despertaron todas aquellas vírgenes y se pusieron a preparar sus
lámparas. Y las necias dijeron a las prudentes: “Dadnos de vuestro aceite, que
se nos apagan las lámparas”. Pero las prudentes contestaron: “Por si acaso no
hay bastante para vosotras y nosotras, mejor es que vayáis a la tienda y os lo
compréis”. Mientras iban a comprarlo, llegó el esposo, y las que estaban
preparadas entraron con él al banquete de bodas, y se cerró la puerta. Más
tarde llegaron también las otras vírgenes, diciendo: “Señor, señor, ábrenos”.
Pero él respondió: “En verdad os digo que no os conozco”. Por tanto, velad,
porque no sabéis el día ni la hora».
Mateo 25, 1-13
Alfa y Omega