sábado, 22 de marzo de 2014

La enfermedad y la muerte no son tabú. Son realidades que debemos afrontar en presencia de Jesús.


Nuestra meta es Dios

En el libro primero de las Confesiones de San Agustín, encontramos la famosísima exclamación: “[Señor Dios], nos creaste para ti y nuestro corazón andará siempre inquieto mientras no descanse en ti”.
Nuestro inicio radica en Dios y nuestra meta definitiva es Él.
Nuestra existencia es un proyecto que se inicia gracias a Dios y en Dios y que un día terminará en Él.
Entender esto significa dar un sentido profundo a nuestro ser y actuar.
Sin Dios, somos como seres perdidos en el universo, que desconocen su inicio, ignoran su camino y carecen de meta.
Sin Dios, el ser humano no es nada y anda errante por la vida sin rumbo ni destino y privado de auténtica felicidad.
Dios es el principio y el fin de nuestro existir. Y nuestra vida no es más que el trecho entre estos dos puntos básicos que debemos aprovechar al máximo para alabarle, darle gracias y servirle en los hermanos más necesitados. 


Dios, el consuelo de los que han perdido un ser querido


San Agustín, refiriéndose a él mismo, que ha perdido a un amigo íntimo con una muerte inesperada, exclama: “El único que no pierde a sus seres queridos es el que los quiere y los tiene en Aquel que no se pierde. ¿Y quién es este sino tú, nuestro Dios, el que hizo el cielo y la tierra y los llena, pues llenándolos los hizo?”

En Dios descansan los difuntos y Él es el consuelo de aquéllos que lloran su muerte.

Los que hemos perdido a un ser querido, ponemos nuestra esperanza en el Dios de la vida, en el Dios que no se pierde, que permanece firme en su designio de amor.  
Dios es el principio y el fin de nuestra existencia. En Él radica el sentido de nuestro vivir y de nuestro morir.