martes, 14 de febrero de 2012

Curación del leproso

“Vino hacia Él un leproso que, suplicando de rodillas, le decía: ‘Si quieres, puedes limpiarme'”. 
 
La lepra fue siempre una enfermedad dramática, de indescriptible sufrimiento físico y graves secuelas sociales. Además, en esos tiempos era incurable la mayoría de las veces.
La lepra era la enfermedad más temida por los judíos, y muchas veces la creían un castigo de Dios;cuando se indignaban contra alguien, sólo le deseaban esta plaga en casos extremos .
Al ser declarado impuro por el sacerdote, el leproso era inmediatamente excluido de las relaciones sociales.
El leproso del Evangelio de hoy debía tener un tanto de vida interior, hallándose habituado de cierto modo a la oración. Por eso, al arrodillarse manifiesta en el fondo la misma fe y humildad del centurión cuando dijo a Jesús: “Señor, no soy digno” (Mt 8,8).

 Enternecido, Jesús extendió su mano, le tocó y dijo: ‘Quiero, queda limpio'. Al instante desapareció la lepra y quedó limpio”.
La reacción de Jesús no fue de extrañeza, mucho menos de desprecio ni de horror, sino de compasión
Al tocar al leproso, hace aún más evidente su ternura hacia él. “¿Por qué ‘le tocó' el Señor, cuando la ley prohibía tocar a los leprosos?” —pregunta Orígenes, y responde— “Le tocó para mostrar que ‘todas las cosas son limpias para el limpio' (Tt 1, 15), ya que la suciedad de unos no se adhiere a otros, ni la inmundicia ajena mancha a los inmaculados. Además le tocó para demostrar humildad, para enseñarnos a no despreciar a nadie, para no odiar a nadie, para no despreciar a nadie en razón de las heridas o manchas del cuerpo, que son una imitación del Señor y fue por lo que Él mismo lo hizo… Al extender la mano para tocarle, la lepra desapareció; la mano del Señor no encontró la lepra, sino que tocó un cuerpo ya curado.
Consideremos ahora nosotros, queridísimos hermanos, que no haya en nuestra alma la lepra de ningún pecado; que no retengamos en nuestro corazón ninguna contaminación de culpa, y si la tuviéramos, al instante adoremos al Señor y digámosle: ‘Señor, si quieres, puedes limpiarme' (Mc 1, 40)”.
Jamás debemos desesperar de la cura para nuestras miserias espirituales. Por peores que éstas puedan ser, nunca podrán superar el infinito poder de Dios, a quien le bastará siempre un mero acto de voluntad.