jueves, 2 de febrero de 2017

La Iglesia siente «vergüenza» ante el invisible Aylan de Barbate


«La muerte de Aylan, el niño sirio, conmovió al mundo. El viernes aparece el cadáver de un niño migrante en una playa gaditana y nadie dice nada». Es el tuit que Gabriel Delgado, responsable de Migraciones del Obispado de Cádiz, lanzaba en la noche el sábado al domingo. Fuentes muy fiables le acababan de contar que el viernes 27 de enero la Guardia Civil había recogido el cuerpo sin vida de un menor subsahariano en una playa de Barbate. Nadie sabía nada. La Subdelegación del Gobierno no emitió ningún comunicado de prensa, aunque el subdelegado explicó que lo había comentado en un encuentro con periodistas locales el mismo viernes. Si Gabriel Delgado no hubiese escrito ese tuit y, por consiguiente, provocado la reacción de los medios de comunicación, probablemente el caso de este niño, bautizado por algunos periodistas, como el «Aylan de Barbate», no hubiese llegado nunca a la opinión pública.
El fallecimiento del menor, del que, al cierre de esta edición, se desconocía su identidad –aunque alguna ONG ha afirmado que se llama Samuel y procede del Congo–, ha provocado una oleada de reacciones políticas, además de civiles y religiosas. La comunidad cristiana de Tarifa, con sus sacerdotes al frente y la colaboración del Secretariado Diocesano de Migraciones, celebraron ayer una oración en las inmediaciones de la playa de la Mangueta en Zahora (Barbate) para pedir por el menor encontrado muerto, así como por todos los que pierden su vida en el Estrecho.
En el acto, se hizo presente el obispo de Cádiz, Rafael Zornoza, a través de un mensaje en el que pidió a la sociedad que despierte «de la anestesia egoísta de la comodidad y del individualismo que caracteriza hoy a las relaciones humanas para unir nuestras fuerzas en la oración y en la acción». «Digamos bien fuerte la palabra que expresa lo que vemos y sentimos: ¡Vergüenza!», añadió.
Zornoza recalcó que la presencia cristiana en esta realidad tan dura que viven los migrantes quiere ser «testimonio de nuestra fe y, por ello, de nuestra preocupación y solidaridad con ellos», pues «Dios nos enseña a abrazar y consolar a los afligidos y, en consecuencia, a desvivirnos por ellos y a buscar con esfuerzo el derecho y la justicia en la sociedad, siguiendo los criterios del evangelio».
F. Otero @franoterof
Alfa y Omega

El monasterio masculino donde crecen las vocaciones


Burgos es la diócesis española con más monasterios contemplativos masculinos. Uno de ellos, el de Nuestra Señora de Herrera, es quizás uno de los más desconocidos. Conocemos a los Montes Obarenes para conocer la vida de los monjes camaldulenses, que han aumentado en el último año
Viven en un paraje solitario, rodeados de montes y bosques, sin ninguna población alrededor. Por algo recibe este lugar el nombre de «yermo». Y sin embargo, no les falta nada, tienen todo lo que necesitan: a Dios y su trabajo diario, que a Él se lo dedican. Ellos son los monjes eremitas Camaldulenses que habitan en el monasterio de Nuestra Señora de Herrera, los únicos de esta congregación que se encuentran en España y cuyo emplazamiento se sitúa en los Montes Obarenses, en el municipio de Herrera, que pertenece a Miranda de Ebro.
Allí consagran su vida a Dios doce monjes, lo que supone un repunte respecto al año pasado, cuando eran diez. El padre Pablo, quien atiende a todo aquel que quiera ponerse en contacto con la comunidad, explica que son las doce pequeñas ermitas o celdas que habitan y que tienen apariencia de casitas, las que condicionan el número de hermanos que se acogen en este lugar. Actualmente están todas ocupadas y ya no hay más plazas.
Preguntado sobre el porqué de este aumento de vocaciones, el padre Pablo y sus compañeros no ven una explicación: «No lo sabemos, pensamos que es la Providencia de Dios, ya que no hacemos ningún tipo de propaganda vocacional. Pienso que es también por la inquietud y la necesidad en algunas personas que manifiestan un deseo de buscar a Dios, que les lleve a una vida más sencilla y también más definida, y aquí encuentran lo que buscan».
La mayoría de los hermanos son españoles, y proceden de lugares como Andalucía, Valencia, Murcia o Madrid, aunque también hay monjes de Corea, Portugal e Italia. Siguen la regla benedictina, de manera que la estructura de su jornada diaria es afín a la de otros monasterios benedictinos o cistercienses. Es el oficio divino –la oración litúrgica– el que determina la división del día, porque se entiende que esta debe sostener la vida de oración del monje. «Para nosotros la primacía fundamental es la idea de oración y materialmente se apoya en la oración litúrgica», explica el padre Pablo. La jornada comienza a las cuatro de la madrugada y la ocupan una serie de oraciones (Maitines, Tercia, la hora Nona, Vísperas, etc.), la santa misa… y también hay ocasión para el tiempo libre.
La distribución de este queda en manos de cada monje, pero sigue siendo tiempo dedicado a la búsqueda de Dios y se ofrece a la lectura, a la oración o a algún trabajo físico que suponga un descanso, como pueden ser trabajos manuales, de huerta (tratan de producir sus propios alimentos para subsistir, sin fines comerciales), en el jardín… «Pero siempre se da primacía a la oración, porque tampoco nos sobra mucho tiempo, aunque pueda parecer que sí. El fundador de la congregación dice que el monje debe tener siempre más cosas para hacer que tiempo disponible, ya que entiende que la ociosidad es algo muy negativo en la vida contemplativa. Así que aunque tenemos momentos libres, uno no se plantea qué hacer durante ese tiempo, que se suele dedicar a la búsqueda espiritual mediante la lectura y la oración».
Retiros espirituales
El monasterio cuenta con hospedería y en ocasiones hay laicos que se acercan a vivir unos días de retiro y oración (la congregación pide a los huéspedes que su estancia sea con un objetivo claramente espiritual). «La hospitalidad es otra característica de la Regla de san Benito, pero en nuestro caso hay dos obstáculos: la primera, es que por las normas de clausura de nuestra congregación, en el interior del monasterio pasan solamente los hombres, y eso ya es un límite grande. Y pasa también que el monasterio es frío y nos calentamos con estufas de leña, y a esto no está todo el mundo acostumbrado. Así que cuando recibimos peticiones para venir en los meses de invierno, el mismo superior advierte de estas circunstancias para que se sepa que no va resultar muy cómoda la estancia».
Una vida en plenitud
Desde luego no es una vida cómoda y la exigencia espiritual y física es alta, pero esto se sostiene gracias a la vocación, que aunque no evita momentos duros, sí aporta la luz que hace falta para vivir de esta manera. Así lo explica el padre Pablo: «Está claro que físicamente, si lo comparamos con otras formas de vivir, es una vida dura porque se pasa mucho tiempo a la intemperie, ya que estamos en lo alto del monte, a 500 metros, y con unos meses de invierno rigurosos, pero para nosotros es una cuestión vocacional. Cuando se encuentra el sitio donde se entiende que Dios lo quiere y cuando se vive la vida en plenitud, uno lo hace con gusto. Se asume porque cualquier forma de vida tiene humanamente su parte exigente». Pero no es la parte física la más severa: «Lo más difícil para nosotros es quizás lo que es prioritario, porque el objetivo de nuestra vida es la unión con Dios a través de la oración continua, y llevarla a cabo es lo más bonito y deseable, pero también lo más difícil, porque hay distracciones, hace falta esfuerzo, humildad, continuidad… pero es por lo que se trabaja con más motivación también. A nivel físico hay muchas incomodidades, pero todo eso se queda claramente en un segunda plano».
Archidiócesis de Burgos
Alfa y Omega

Mis ojos han visto a tu Salvador


Lectura del santo Evangelio según san Lucas 2, 22-32
Cuando llegó el tiempo de la purificación, según la ley de Moisés, los padres de Jesús lo llevaron a Jerusalén, para presentarlo al Señor, de acuerdo con lo escrito en la ley del Señor: «Todo primogénito varón será consagrado al Señor», y para entregar la oblación, como dice la ley del Señor: «un par de tórtolas o dos pichones».
Vivía entonces en Jerusalén un hombre llamado Simeón, hombre justo y piadoso, que aguardaba el consuelo de Israel; y el Espíritu Santo moraba en él. Había recibido un oráculo del Espíritu Santo: que no vería la muerte antes de ver al Mesías del Señor. Impulsado por el Espíritu, fue al templo.
Cuando entraban con el niño Jesús sus padres para cumplir con él lo previsto por la ley, Simeón lo tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo:
-«Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz.
Porque mis ojos han visto a tu Salvador, a quien has presentado ante todos los pueblos:
luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel».
Palabra del Señor.

El Papa en la catequesis: “Mantengamos la esperanza de que resucitaremos con Cristo”

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En las anteriores catequesis hemos iniciado nuestro recorrido sobre el tema de la esperanza releyendo en esta perspectiva algunas páginas del Antiguo Testamento. Ahora queremos pasar a poner en evidencia la extraordinaria importancia que esta virtud asume en el Nuevo Testamento, cuando encuentra la novedad representada por Jesús y por el evento pascual: la esperanza cristiana. Nosotros cristianos, somos mujeres y hombres de esperanza.
Es esto lo que emerge de modo claro desde el primer texto que ha sido escrito, es decir, desde la Primera Carta de San Pablo a los Tesalonicenses. En el pasaje que hemos escuchado, se puede percibir toda la frescura y la belleza del primer anuncio cristiano. La comunidad de Tesalónica era una comunidad joven, fundada de hace poco; no obstante las dificultades y las diversas pruebas, está enraizada en la fe y celebra con entusiasmo y con alegría la resurrección del Señor Jesús. El Apóstol entonces se alegra de corazón con todos, porque cuantos renacen en la Pascua se convierten de verdad en «hijos de la luz, hijos del día» – así los llama él – (5,5), en virtud de la plena comunión con Cristo.
Cuando Pablo les escribe, la comunidad de Tesalónica ha sido apenas fundada, y sólo pocos años la separan de la Pascua de Cristo; pocos años después, ¡eh! Por esto, el Apóstol trata de hacer comprender todos los efectos y las consecuencias que éste evento único y decisivo, es decir, la resurrección del Señor, comporta para la historia y para la vida de cada uno. En particular, la dificultad de la comunidad no era tanto reconocer la resurrección de Jesús, todos lo creían, sino de creer en la resurrección de los muertos. Si, Jesús ha resucitado, pero los muertos tenían un poco de dificultad.
En este sentido, esta carta se presenta más actual que nunca. Cada vez que nos encontramos ante nuestra muerte, o a aquella de una persona querida, sentimos que nuestra fe es puesta a la prueba. Surgen todas nuestras dudas, toda nuestra fragilidad, y nos preguntamos: “¿De verdad existirá la vida después de la muerte? ¿Podré todavía ver y abrazar a las personas que he amado?”. Esta pregunta me la ha hecho una señora hace pocos días en una audiencia. Me dijo: ¿Encontraré a mis seres queridos? Una incógnita… También nosotros, en el contexto actual, tenemos necesidad de regresar a las raíces y a los fundamentos de nuestra fe, para que así tomemos conciencia de lo que Dios ha obrado por nosotros en Cristo Jesús y que cosa significa nuestra muerte. Todos tenemos un poco de miedo; la muerte, por esta incertidumbre, ¿no? Aquí viene la palabra de Pablo. Me viene a la memoria un viejito, un anciano, bueno, que decía: “Yo no tengo miedo a la muerte. Tengo un poco de miedo verla venir”. Y tenía miedo de esto.
Pablo, ante los temores y las perplejidades de la comunidad, invita a tener firme sobre la cabeza como un yelmo, sobre todo en las pruebas y en los momentos más difíciles de nuestra vida, “la esperanza de la salvación”. Es un yelmo. Es esta la esperanza cristiana. Cuando se habla de esperanza, podemos ser llevados a comprenderla según el significado común del término, es decir, en relación a algo bello que deseamos, pero que puede realizarse o tal vez no. Esperemos que suceda, pero… esperemos, como un deseo, ¿no? Se dice por ejemplo: “¡Espero que mañana haga buen clima!”; pero sabemos que al día siguiente en cambio puede hacer un mal clima… La esperanza cristiana no es así. La esperanza cristiana es la espera de algo que ya ha sido realizada; está la puerta ahí, y yo espero llegar a la puerta. ¿Qué cosa debo hacer? ¡Caminar hacia la puerta! Estoy seguro que llegaré a la puerta. Así es la esperanza cristiana: tener la certeza que yo estoy en camino hacia algo que es y no lo que yo quiero que sea. Esta es la esperanza cristiana. La esperanza cristiana es espera de una cosa que ya ha sido realizada y que ciertamente se realizará para cada uno de nosotros. También nuestra resurrección y aquella de nuestros queridos difuntos, pues, no es una cosa que puede suceder o tal vez no, sino es una realidad cierta, en cuanto está fundada en el evento de la resurrección de Cristo. Esperar pues significa aprender vivir en la espera. Aprender a vivir en la espera y encontrar la vida. Cuando una mujer se da cuenta de estar embarazada, cada día aprende a vivir en la espera de ver la mirada de ese niño que llegará… También nosotros debemos vivir y aprender de estas actitudes humanas y vivir en la espera de mirar al Señor, de encontrar al Señor. Esto no es fácil, pero se aprende: a vivir en la espera. Esperar significa e implica un corazón humilde, pobre. Solo un pobre sabe esperar. Quien está lleno de sí y de sus bienes, no sabe poner la confianza en ningún otro sino en sí mismo.
Escribe aún Pablo: «Él que murió por nosotros, a fin de que, velando o durmiendo, vivamos unidos a Él» (1 Tes 5,10). Estas palabras son siempre motivo de grande consolación y de paz. Asimismo por las personas amadas que nos han dejado estamos pues llamados a orar para que vivan en Cristo y estén en plena comunión con nosotros. Una cosa que a mí me toca el corazón es una expresión de San Pablo, siempre dirigida a los Tesalonicenses. A mí me llena de seguridad en la esperanza. Dice así: «Y así permaneceremos con el Señor para siempre» (1 Tes 4,17). ¡Qué bello! Todo pasa. Pero, después de la muerte, por siempre estaremos con el Señor. Es la certeza total de la esperanza, la misma que, mucho tiempo antes, hacia exclamar a Job: «Yo sé que mi Redentor vive […]. Yo mismo lo veré, lo contemplarán mis ojos» (Job 19,25.27). Y así por siempre estaremos con el Señor. ¿Ustedes creen esto? Les pregunto: ¿Creen esto? Más o menos, ¡eh! Pero para tener un poco de fuerza los invito a decirlo tres veces conmigo: “Y así por siempre estaremos con el Señor”. Todos juntos: “Y así por siempre estaremos con el Señor”, “Y así por siempre estaremos con el Señor”, “Y así por siempre estaremos con el Señor”. Y allá, con el Señor, nos encontraremos. Gracias.
(Traducción del italiano, Renato Martinez – Radio Vaticano)
(from Vatican Radio)