Me gusta mirar a María en estos días en los que el nuevo curso comienza. Mirarla a Ella y pensar en su nacimiento, en su dulce nombre, en su dolor al pie de la cruz abrazando a su hijo muerto con el corazón traspasado.
Me conmueven su sufrimiento, su fidelidad, su fortaleza, su alegría. Me gusta pensar que Ella siempre me espera para pronunciar mi nombre, para darme un hogar y una misión.
Y al llegar y sentirme en casa yo pronuncio también su nombre: María. Su nombre, que se puede traducir por amada, o elegida. Porque fue especialmente querida por Dios. Ella es excelsa, la preferida. Dios la creó y la soñó. Dios la quiso por encima de toda creatura. La amó en su belleza, en su verdad.
Su nombre que también puede significar luz sobre el mar, Stella Maris. Pienso en María, en su luz por encima del mar. Ella es la estrella que me guía en medio de las tormentas, en medio de la oscuridad. Como ese faro que marca las rocas que tengo que evitar, o la ruta que debo seguir para llegar a puerto seguro.
Ella tiene la hondura del mar y el horizonte ancho. Tiene la profundidad que yo anhelo y esa mirada que vislumbra el infinito. Tiene la inmensidad dibujada en sus ojos. Ella sostiene mi barca pequeña en medio de la vida. Y me guía por los mares hondos, por encima de las olas.
Hoy pronuncio su nombre: María. Y Ella pronuncia el mío al verme llegar. Sí, me llama por mi nombre. Mi nombre auténtico. No ese nombre por el que me conocen muchos. Más bien ese otro nombre que sólo yo conozco. Lo pronuncia con voz clara en mi oído.
Y me hace saber que siempre me espera, cada día, cada hora. Me espera y se alegra al verme llegar. Llegue como llegue. Sucio, cansado, herido. Sabe quién soy, conoce mi nombre. Ese nombre oculto bajo apariencias. Ese nombre desgastado por el cansancio y las heridas.
Ella lo sabe, lo pronuncia. Y siempre está allí dispuesta a sostener mi paso, mi cruz, mi mirada. Dispuesta a darme ánimos para una nueva lucha. No me quita mi cruz. No me libera. No es posible.
Ella no pudo quitarle tampoco el peso del madero a su propio Hijo. Sólo pudo sostenerlo con la mirada, alentarlo con sus lágrimas, darle esperanza con sus ojos. Hoy no puede cambiar mi suerte, alterar los planes, inventar un camino diferente. Por eso no lo hace. Y yo no lo espero. No le pido un milagro que me libere de cualquier cruz. No lo hago.
Pero sí le pido otro milagro. Le pido ese milagro que logre transformar mi alma egoísta en un alma honda y profunda, generosa, sin límites. Le pido el milagro de comprender aunque sea mínimamente cuánto me ama Dios. De saberlo de verdad, con el corazón. El milagro de ahondar en mi vida y sumergirme en su profundidad. Aceptándome como soy.
Le pido el milagro de poder llevar la cruz en el camino. Soportar con paciencia y alegría el dolor. Y seguir luchando una nueva batalla un nuevo día.
Le pido el milagro de percibir aunque sea torpemente el significado verdadero de ese nombre de Dios que es misericordia. Y entender que en mi propio nombre hay oculta otra misión de misericordia para los hombres.
No logro entender cómo Dios puede amarme sin condiciones, a cambio de nada. María con su amor me permite atisbar algo de ese misterio. Estoy llamado a perdonar y a perdonarme con el amor misericordioso de Dios. ¡Si lograra entenderlo!
Quiero aprender a perdonar siempre desde mi incapacidad. Es posible porque Dios lo hace posible en mí. Y si yo, que soy torpe, logro amar así, ¿cómo será entonces ese amor que Dios me tiene?: “Comprendí entonces que así es como Dios nos ama y recibe a todos. Porque, si un ser humano deshecho y limitado es capaz de experimentar semejante episodio de total perdón y aceptación de sí mismo, pensemos la enormidad de cosas que Dios, en su eterna compasión, perdona y acepta”[1].
Mi amor es el pálido reflejo del amor de Dios. Hoy miro a María. Y veo cómo María me mira y me acepta. Noto su misericordia abrazando mis heridas. Es un milagro sentir que mi pecado no es nada importante cuando se sumerge en la hondura de su mar. En ese abrazo suyo en el que casi desaparezco.
En Ella mis límites y agobios, mis caídas y torpezas, poco importan. El milagro de su amor me hace ser más consciente de la gratuidad del amor. Quisiera amar como María me ama.
Llegamos a Ella con nuestras heridas y sabemos que es difícil llegar a perdonarnos a nosotros mismos. Sólo puede ser obra de la gracia. Por eso me gusta mirar a María. Me conmueve. Me gusta saber que Ella obra milagros. Milagros de transformación. Logra cambiar mi mirada. Transformar mi vida. No lo dudo. Ya lo ha hecho. Ella obra grandes milagros.
Decía el papa Francisco: “Que nuestra Madre de misericordia nos enseñe a curar concretamente las llagas de Jesús en nuestros hermanos y hermanas. Al Señor no le gustan las puertas medio abiertas ni los caminos que se quedan a medias. No cerrar las puertas. Cada uno de nosotros guarda en el corazón una página personalísima del libro de la misericordia de Dios. Salir de nosotros mismos es un viaje sin billete de vuelta. Jesús busca corazones abiertos y tiernos con los débiles, nunca duros”.
María es Madre de misericordia. Y quiere educar hijos de misericordia. Lo puede hacer en mí si abro la puerta. Un milagro de misericordia en sus manos, abierto para otros. Pero para eso tengo que volver a agradecerle por las obras de misericordia que hace conmigo.
A veces me amargo por lo que no sucede como yo deseo. Me pesan las cruces. Y no logro ver la luz en la noche, o el agua en el oasis del desierto. María me ayuda a mirar mi vida con esperanza. Y me hace ver lo misericordioso que es Dios conmigo.
Sólo así podré yo salir, abrir mi puerta y dejar que otros lleguen a mi corazón y experimenten la misericordia de Dios.
[1] Elizabeth Gilbert, Come, reza y ama