Para cada persona humana, al ser libre, hay un momento decisivo: el de rendir cuentas. La razón pide un cumplimiento de la justicia postulado por las diversas opciones que cada persona va tomando a lo largo, ancho y alto de su existencia; a veces son acertadas porque coinciden con las exigencias del propio modo de ser; otras elecciones son aberrantes y malintencionadas, trastornan el orden de las personas, destrozan la convivencia y causan el mal. Por eso, la recta razón pide premio para los que usan bien la libertad y castigo para quien obra el mal. La enseñanza de Jesucristo confirma esta intuición del hombre al hablar de aquel rey que ajustará las contabilidades de sus vasallos.
Y es que no se puede servir a dos señores. Aterra pensar que no tener el traje de fiesta para el banquete de bodas, ir medio vestido con una indumentaria impropia del momento, presentarse con los capisayos hechos jirones o con la ropa destrozada supone ser arrojado fuera donde rechinan los dientes.
Hay que remontarse a las catacumbas para entender el sentido cristiano de la fiesta de Todos los Santos; es preciso ir a los inicios. Originariamente existió entre los cristianos un culto a los mártires; muchos de los primeros murieron así –Inés, Cecilia, Lucía, Sebastián, Lorenzo– y tuvieron una celebración anual determinada. La firme convicción de su poder celeste cuando interceden, la necesidad de su ejemplaridad como estímulo para vivir en cristiano y de su tercería en el tremendo juicio, lleva a desear poner los enterramientos cerca de sus sepulcros.
En el siglo IV aparece la liturgia colectiva a «todos los mártires» en Oriente; pasa a Occidente y cobra auge en Roma por el apoyo de los papas, de modo especial con Bonifacio IV que trasladó veinticuatro carretas de huesos de mártires al Panteón del paganismo –construido en honor de Júpiter, y donde entronizaron a Marte y a Venus–, dando a aquella edificación un sentido nuevo.
Y alrededor del culto martirial va abriéndose camino el anhelo de festejar a «todos los santos»: anacoretas, viudas, vírgenes, confesores y doctores. Con la herejía iconoclasta se produce la ocasión al condenar Gregorio III, en el 731, a «todos los que, despreciando el uso fiel de la Iglesia, retiren, destruyan o profanen las imágenes de Nuestro Señor Jesucristo, de su gloriosa Madre María, siempre Virgen inmaculada, de los apóstoles y de los santos»; luego, el papa Gregorio IV fijó la fiesta para el 1 de noviembre a instancias de Leudovico Pío y de los obispos de las Galias. Apoyan el culto las visiones del Apocalipsis con la descripción de muchedumbres vestidas de blanco y con palmas en las manos adorantes, dando bendición y gloria, en continua alabanza a Dios y al Cordero, a una con los ángeles.
Allí, en el Cielo, están los catalogados en los martirologios y todos los que mueren en paz; también los anónimos sin aureola en un número desconocido; todos los que vivieron como justos mientras estuvieron aquí, participando de los mismos gozos y alegrías de sus contemporáneos; son los que el mismo Pablo llama ya aquí santos; compartieron las mismas penas y tristezas, mezclando los sinsabores con los fogonazos de esperanza, en tono cristiano aprendido del Evangelio.
Unos vivieron virtudes heroicas dando testimonio ejemplar de fidelidad a Jesucristo y otros le fueron fieles en la vida ordinaria y normal con no menos heroicidad; porque a unos y a otros les movió el mismo denominador: el amor a Dios. Lo mismo imitó a Jesucristo el que dio su vida en el martirio cruel –arrebato de amor– que la madre santa que diariamente repite la sublimación de su vida por amor a Dios, dándose en entrega a los suyos, sin salir de los afanes domésticos. De ese modo se testimonia que es posible la santidad en la sencilla santidad asequible desde la casa y la calle, que es lo mismo que decir desde cualquier ámbito profesional y ciudadano.
Descubre y celebra la fiesta de hoy que todas las situaciones humanas honestas o dignas pueden ser iluminadas por el Evangelio y llevar al cristiano a la santidad; teniendo en circunstancias distintas la misma fortaleza de los mártires, el mismo afán misionero de Javier, la pasión por la Cruz de Pedro de Alcántara y la mismísima paciencia del santo Job. Se enlazan con la santidad todas las variantes y nimiedades de la vida sumergiéndolas en Dios: la casa, el campo, el taller, el laboratorio, la fábrica y los libros; también la deben conseguir los profesionales de la policía o de la docencia.
Son tantos los santos que faltan días del calendario para mostrarlos: «una gran muchedumbre que nadie podía contar, de todas las naciones, tribus y lenguas». Unos fueron –Pedro, Pablo, Agustín, Jerónimo, Francisco, Domingo, Tomás, Ignacio, Teresa, Catalina– humanamente ilustres y, por ello, conocidos en su entorno humano y recordados en la posteridad; otros son anónimos como aquel niño enfermo, esa madre entregada, el empleado paciente y el empresario honrado; también consiguieron el Cielo el novio limpio y la enfermera valiente que perdió su trabajo por no querer someterse a la imposición del hospital que le mandaba colaborar en el aborto criminal. Estos solo llevaron aquella existencia gris que a nadie llamó la atención, nada esplendorosa; fueron unos más de esa multitud de gente buena de todos los tiempos que es vulgar.
No lo creímos demasiado cuando nos dijeron en su entierro que «murió como un santo», pero, ya ves, era verdad. Allí está. Supo ser fiel y, a escala humana, había decidido ser otro Cristo.