Extremadura hierve en deseos de conquista y evangelización del Nuevo Mundo. Es en toda España un tiempo de lumbreras, de santos, todo son grandezas y aires de contrarreforma. Pedro de Alcántara es un religioso franciscano, que introdujo en su orden reformas importantes organizando definitivamente a los franciscanos en España.
Nació en la Extremadura alta (España), en Alcántara, de familia noble, en 1494. Sus padres son don Pedro Garabito –un conocido jurisconsulto– y Doña María Villela de Sanabria.
Estudió gramática en su ciudad natal y a los 14 años fue a Salamanca para iniciar los estudios de filosofía. De descanso en Alcántara vio a dos franciscanos que caminaban descalzos y se fue tras ellos. Solo tenía 16 años. Tomó el hábito, en 1515, en el convento de Majarretes que pertenecía a la austerísima provincia franciscana de san Gabriel, junto a Valencia de Alcántara, cercano a la frontera portuguesa. Fue enviado a fundar un convento en Badajoz del que fue superior poco después.
Se ordenó sacerdote en 1524. Nombrado provincial en 1538 impulsó la renovación de su orden.
Tan aferrado está a vivir según los criterios de Dios que no se para a pensar si su proceder agrada al mundo, ni si se adapta a sus criterios; tampoco se queda en lo meramente prudente cuando se trata de asuntos del alma propia o ajena. Una de las facetas de su singular camino hacia Dios está basada en el total y absoluto sometimiento del «hermano» cuerpo.
Avasallador en la acción. Desde los 25 años que le hicieron superior por obediencia, no para. Es predicador, misionero, consejero, confesor, director de almas ignorantes y de sabios predicadores, atiende a nobles y a reyes, le consultan obispo y muestra preocupación por los niños.
El Papa Julio III le autorizó a fundar conventos reformados que se conocen como alcantarinos. En 1556 dio comienzo a su fundación propia en el convento de El Pedroso, extendiéndose por Galicia, Castilla, Valencia y más tarde China, Filipinas y América.
Se distinguió por la penitencia y austeridad consigo mismo, hasta extremos que hoy parecen increíbles. Fiel al espíritu de san Francisco que pone toda su afición en identificarse con Cristo crucificado, saca de la penitencia las fuerzas espirituales que necesita: Nunca miró a nadie a la cara. Durante cuarenta años dispuso tener hora y media al día de sueño, y eso, o sentado en el suelo, o en hueco donde no cabía ni estirado ni de pie, y con un leño como cabecera. Comía de tres en tres días legumbres o verduras con pan seco y negro; alguna etapa la pasó alimentándose solo después de ocho días. Penitencia corporal hasta la sangre, para domar al «hermano asno», como gustaba llamar a su cuerpo. Así no extraña que, por flaco, pareciera un muerto salido del sepulcro, ni que Teresa dijera que parecía estar hecho de raíces de árboles.
A pesar de esto, se distingue por la extremada cortesía, modales finos y dulzura con los demás. Muestra una extremada delicadeza y sensibilidad con los sufrimientos de los otros, en especial con sus frailes, a los que alguna vez alimentó de modo milagroso.
Desde el inicio de la conversación, los que trataron con él se sentían atraídos por su afabilidad. Su extrema pobreza no estaba reñida con la limpieza de ropa que él mismo lava, cose o remienda. Sabe cultivar la amistad y ser amable en el trato. Personajes contemporáneos suyos de primera línea gozaron de su compañía y recurrieron a él en sus problemas: Francisco de Borja, que llamaba su «paraíso» al convento de El Pedroso, Juan de Ribera, Carlos V y su hija Juana, que quisieron tomarlo por confesor, Teresa de Jesús, a quien aconseja y alienta en su reforma del carmelo y que le admiraba por su buen juicio y por su ascetismo; también los reyes de Portugal le veneraban y le ayudaron en sus empresas.
Estuvo dotado de una inteligencia fuera de lo común con memoria privilegiada que le facilitó dominar la Sagrada Escritura.
Como místico no le faltaron arrobos y ensimismamientos en la oración que llamaron éxtasis. Sus biógrafos no ocultan que más de una vez cruzó ríos andando sobre el agua, que curó enfermos de modo milagroso y que profetizó. Pero no fue fácil la fidelidad. Tentaciones fuertes carnales tuvo que resolver de modo expedito –muy adecuado a su concepción de la ascética– revolcándose desnudo en nieve o hielo y arrojándose sin ropa a zarzas y espinos.
Murió en el convento de Arenas el 18 de octubre de 1562. A partir de entonces, el pueblo se llamó Arenas de San Pedro.
En 1669 fue canonizado.
Su vida santa, plena de mortificación y penitencia, señala dónde está la fuerza para la santidad propia y para la de los demás. Por más que en la época actual sea considerada la mortificación y la penitencia como un tabú, como algo detestable de lo que hay que huir, o como práctica perteneciente a épocas pasadas, el estilo propio del Evangelio es para siempre camino imperecedero.
Cuando falta, solo queda la oscuridad por más que relumbren los artificios obsoletos de siempre con formas nuevas.
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