«Después del bautismo,
nos convertimos en templos de Cristo. Y, si pensamos con atención en lo que
atañe a la salvación de nuestras almas, tomamos conciencia de nuestra condición
de templos verdaderos y vivos de Dios. Dios habita no sólo en templos
construidos por hombres ni en casas hechas de piedra y de madera, sino principalmente en el alma hecha a imagen
de Dios y construida por él mismo, que es su arquitecto. Por esto, dice el
apóstol Pablo: El templo de Dios es santo: ese templo sois vosotros. [...]
No debemos destruir en nosotros, con nuestras malas
obras, el templo vivo de Dios. Lo diré de una manera inteligible para todos:
debemos disponer nuestras almas del mismo modo como deseamos encontrar
dispuesta la iglesia cuando venimos a ella.
¿Deseas encontrar limpia la basílica? Pues no
ensucies tu alma con el pecado. Si deseas que la basílica esté bien iluminada,
Dios desea también que tu alma no esté en tinieblas, sino que sea verdad lo que
dice el Señor: que brille en nosotros la luz de las buenas obras y sea
glorificado aquel que está en los cielos. Del mismo modo que tú entras en esta
iglesia, así quiere Dios entrar en tu alma como tiene prometido: Habitaré y
caminaré con ellos.»
(Sermón 229,1-3: CCL 104, 905-908)