El hombre de la memoria de
hierro. Capaz de recordar que los fundamentos de la aventura cristiana en el
mundo nacen en los brazos ardientes de un encuentro, ese con el Resucitado
en
la mañana de la primera Pascua cristiana: sin esos brazos, el fuego de la Gracia
cede el puesto a las cenizas de la desgracia, quizás disfrazada de Evangelio.
La de Cristo, por tanto, es la única amistad que los hombres de todo tiempo
pueden vanagloriarse de poseer. Todas las demás – decantadas en las formas más
extravagantes, el célebre “amigo del amigo” – son malas imitaciones de esa
única amistad reconocida por los Evangelios. Una amistad que trae sorpresa,
quizás incluso cierta vergüenza. La sorpresa de algo inesperado, de un cambio
de trayectoria, de un cambio que tenga como objetivo el único fin por el que
vale la pena cambiar: hacer de manera que el pasado pueda ser contado un día a
los que vengan detrás. Lo sabe bien el papa Francisco: definirlo como
el hombre de las sorpresas es banalizar su persona, caracterizarlo como un
conquistador de masas es quizás reírnos de su intento incansable de enganchar
el mundo a Cristo, exaltarlo demasiado es no conocer que su grandeza tiene
lugar en la impopularidad evangélica.
Y sin embargo, a él le gusta a menudo hablar de sorpresa: “Dios es siempre una
sorpresa, y por tanto nunca sabes dónde y cómo lo encuentras, no eres tu el que
fija los tiempos ni los lugares del encuentro”. Una sorpresa leída también en
su doble vertiente: “me has dado una sorpresa”, porque cuando Cristo se acerca
es siempre en vista de confiarse al hombre. Y en su otro significado: “me has
sorprendido”, porque si bien es verdad que el cristianismo nace de un
encuentro, también es verdad que de ese encuentro nosotros no decidimos los
tiempos ni tampoco podemos tomar la iniciativa. Y si el Dios de las
sorpresas no está en el centro, la Iglesia se desorienta. Podrá también
organizar sorpresas, pero le faltará el ingrediente necesario para no leerlas
como farsas: la imposibilidad de prever. Y, en consecuencia, la grandeza de
quien acepta dejarse sorprender. De dejarse amar, más que de amar.
Le llaman el “Papa de las sorpresas”, y sin embargo es tan previsible en sus
decisiones que dan ganas de decir a algunos: “¿pero habéis leído alguna vez el
Evangelio?” Se sorprenden – hasta conmoverse – cuando habla de periferia:¿no
es quizás cierto que desde las primeras palabras de la Escritura, cuando Dios
decide cambiar el mundo, parte siempre de la periferia? Llama a pescadores y
cobradores de impuestos, mujeres de mala vida y usureros, endereza a los cojos
y a los paralíticos. Da la vuelta a la historia con un puñado de pescadores y
un contable traidor: por no hablar de su entrada en el Paraíso llevando del
brazo a un delincuente. Otros se sorprenden porque los cardenales se eligen
en base a la proximidad a los pobres más que a las sedes cardenalicias y a las
amistades interesadas: ¿no es cierto acaso que Dios elige lo débil del mundo
para confundir a los fuertes? A las ambiciones de los hijos de Zebedeo –
esponsorizadas por la inquietud de su madre – declaró abiertamente que prefería
la otra cara de la historia: la que no es considerada, la olvidada, la
despreciada. Las historias de periferia.
Le llaman el “Papa de las sorpresas". Pero después se enfadan si las
sorpresas que da al mundo no se corresponden con su voluntad. Desde que el
mundo existe, sin embargo, la sorpresa es bonita si es inesperada,
impredecible, inimaginable. Las demás se parecen a los regalos de cumpleaños
“pilotados”: “por favor, por lo menos finge sorprenderte cuando lo abres”. Ha
existido también ese tiempo en la Iglesia: ciertas sorpresas tenían poco de
sorprendente, aunque iban a la moda. Se hacían sorpresas unos a otros: es
decir, se compartía la apatía del descontento. Esta vez parece la vez buena: la
única sorpresa es Cristo. Y los primeros birretes cardenalicios han ido
derechos a la periferia, allí donde late fuerte el corazón de Cristo.
Artículo tomado del blog Sulla Strada di Emmaus