"Yo he sido llamado por Dios y solo en Él quiero
descansar; este es mi deseo más profundo"
Todo comenzó cuando sentí que mi
vida quedaba en suspenso y que, de dar un paso, me precipitaría en el abismo.
Pero di ese paso adelante convencido de que aquel abismo, aunque oscuro y
peligroso, era Dios. Y caí en él sintiendo, mientras me desplomaba,
una felicidad inaudita, casi insoportable.
- Sí, sí, sí
-alcancé a decir mientras era absorbido por aquel abismo, hasta que de pronto,
sin saber cómo ni por qué, volví a encontrarme arriba, como si nunca hubiera
empezado a caer en sus manos divinas y como si todo aquello fuera un sueño del
que ahora me despertaba para volver a la normalidad.
La opción por Dios pasa necesariamente por
la perdición humana: no podemos
llegar a Él sin vaciarnos o renunciar a lo que somos. Ese momento de renuncia,
olvido o vaciamiento es muy raro en la vida de los hombres, pero cuando se
produce, aunque sea por pocos segundos, se experimenta algo que a falta de otro
nombre habrá que llamar milagro.
Mi acceso a Dios no fue un ascenso, como
otros lo describen, sino más bien una caída en el abismo de sus
manos. Él puso ese abismo ante mí y yo, evitando el pensamiento, di
en un segundo el paso decisivo: "Sí, sí, sí". Aún resuenan en mí
aquellas tres palabras que dije; y dije "sí", porque aquello que me
estaba sucediendo lo deseaba ardientemente.
Desde entonces, aunque luego volviera a la
superficie, entre Dios y yo quedó sellada una unión aún superior. Y supe entonces que ningún otro ideal del mundo, por sublime que
fuera, satisfaría mi corazón.
Yo he sido llamado por Dios y solo en Él
quiero descansar; este es mi
deseo más profundo. Me pregunto cómo llegar a esta meta lo mejor y lo antes
posible y, mientras tanto, visito a los enfermos y escribo mis libros, predico
sobre el silencio y hago meditación. Mi corazón está en ese abismo por el que
un día empecé a caer y por el que, según presumo, caeré también en el instante
de mi muerte. Meditar es acercarse a ese abismo, convocarlo. Pero el abismo
aparece cuando quiere y a nosotros compete tan solo, llegado el momento, dar un solo paso. Uno solo. Es así de sencillo. Toda la
vida caminando para poder dar, en el instante cumbre, un solo paso.
Hoy puedo decir que tengo un corazón sacerdotal, pues
percibo cómo me preocupa el destino de mis semejantes y cómo les miro y hablo
como si fueran hijos que necesitan del cariño, protección y consejo de un
padre. Nunca me he sentido padre hasta ahora; me entristece y
enfada ver cómo se pierde la gente tomando derroteros equivocados e insensatos.
"No lo hagas, por favor", les digo.
Me alegro cuando les va bien y me sonrío
con indulgencia cuando veo cómo ponen su esperanza en cosas hermosas, sí, pero
que pronto les decepcionarán. Lloro cuando lloran porque se
han perdido y no les puedo ayudar. Tengo, por primera vez en casi 25
años de sacerdocio, un corazón auténticamente paternal. Será que me he hecho
viejo, me digo, burlándome de mí. Pero no es eso. Es solo que hacen falta
décadas para empezar a ser aquello a lo que habíamos sido llamados.
Hoy veo a mis semejantes sentados en los
bancos de la Iglesia, o en los asientos del metro, o incluso en la calle,
corriendo quién sabe adónde, y tengo ganas de decirles: "Venid a mí los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré".
Así lo pienso, tal cual, como si yo fuera Cristo, sin ningún pudor. ¿Y qué
haría si vinieran? ¿Qué hago, de hecho, cuando vienen? Les doy el único nombre que nos puede salvar, el de Cristo.
Les digo que repitan esa palabra, solo "Jesucristo", y que esa
palabra, sin nada más, les purificará.
Hoy soy un apóstol de la oración del
corazón, en eso me he convertido. Y reparto estampas de la Virgen a los enfermos. ¡Yo, que nunca imaginé
que repartiría estampas! Y rezo el rosario por las noches, caminando de un lado
al otro en la iglesia de la que soy capellán. Me he convertido en un cura de
los de antes, pienso. Y sonrío al comprender que hay que vivir tanto
para volver al punto en el que fuimos engendrados en el Espíritu.
Un corazón
sacerdotal. Solo con escribirlo me emociono como si fuera un niño. Ese corazón
mío ha dejado por fin de ser duro y frío y es ahora, por fin, ¡qué tarde, Dios
mío!, sencillamente el corazón de un hombre sencillo.