domingo, 28 de mayo de 2017

Dios, puerta abierta a la vida eterna


Ocupados solo en el logro inmediato de un mayor bienestar y atraídos por pequeñas aspiraciones y esperanzas, corremos el riesgo de empobrecer el horizonte de nuestra existencia perdiendo el anhelo de eternidad. ¿Es un progreso? ¿Es un error?
Hay dos hechos que no es difícil comprobar en este nuevo milenio en el que vivimos desde hace unos años. Por una parte está creciendo en la comunidad humana la expectativa y el deseo de un mundo mejor. No nos contentamos con cualquier cosa: necesitamos progresar hacia un mundo más digno, más humano y dichoso.
Por otra está creciendo al mismo tiempo el desencanto, el escepticismo y la incertidumbre ante el futuro. Hay tanto sufrimiento absurdo en la vida de las personas y de los pueblos, tantos conflictos envenenados, tales abusos contra el planeta, que no es fácil mantener la fe en el ser humano.
Es cierto que el desarrollo de la ciencia y la tecnología están logrando resolver muchos males y sufrimientos. En el futuro se lograrán, sin duda, éxitos todavía más espectaculares. Aún no somos capaces de intuir la capacidad que se encierra en el ser humano para desarrollar un bienestar físico, psíquico y social.
Pero no sería honesto olvidar que este desarrollo prodigioso nos va "salvando" solo de algunos males y solo de manera limitada. Ahora precisamente que disfrutamos cada vez más del progreso humano empezamos a percibir mejor que el ser humano no puede darse a sí mismo todo lo que anhela y busca.
¿Quién nos salvará del envejecimiento, de la muerte inevitable o del poder extraño del mal? No nos ha de sorprender que muchos comiencen a sentir la necesidad de algo que no es ni técnica ni ciencia, tampoco ideología o doctrina religiosa. El ser humano se resiste a vivir encerrado para siempre en esta condición caduca y mortal. Busca un horizonte, necesita una esperanza más definitiva.
No pocos cristianos viven hoy mirando exclusivamente a la tierra. Al parecer no nos atrevemos a levantar la mirada más allá de lo inmediato de cada día. En esta fiesta cristiana de la Ascensión del Señor quiero recordar unas palabras de aquel gran científico y místico que fue P. Teilhard de Chardin: "Cristianos a solo veinte siglos de la Ascensión. ¿Qué habéis hecho de la esperanza cristiana?".
En medio de interrogantes e incertidumbres, los seguidores de Jesús seguimos caminando por la vida trabajados por una confianza y una convicción. Cuando parece que la vida se cierra o se extingue, Dios permanece. El misterio último de la realidad es un misterio de amor salvador. Dios es una puerta abierta a la vida eterna. Nadie la puede cerrar.
José Antonio Pagola

«Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra»



La Ascensión del Señor guarda una estrecha relación con la Resurrección. Pascua, Ascensión y Pentecostés corresponden a la única obra de salvación que el Señor nos comunica. El subir no tiene la connotación local o geográfica, sino que se trata de un símbolo de la glorificación plena del Señor Resucitado. En los discursos de despedida, Jesús subraya la importancia de su regreso al Padre, como punto culminante de su misión. En la conclusión del Evangelio de Mateo se pone de manifiesto que la finalidad de toda la obra de Jesús es la salvación del hombre, es decir, llevar al hombre a Dios. Pero esa misión no se realiza únicamente mediante la transmisión de una doctrina excelente o de una sabiduría nunca antes vista. Ciertamente, el Señor es un maestro que enseña a sus discípulos, pero al mismo tiempo toca la realidad del hombre y actúa como un pastor que acerca a las ovejas al redil. Por eso, para acercarnos al Padre no nos indica simplemente cómo hacerlo, sino que su propia vida nos lo muestra, viviendo personalmente este camino por nosotros. Por nosotros descendió del cielo y por nosotros asciende ahora a él, tras haberse hecho semejante a los hombres y haber sido humillado hasta la muerte de cruz. El máximo abajamiento contrasta con la plenitud de gloria que el Señor recibirá tras la Resurrección. Pues bien, la contemplación del itinerario de abajamiento y exaltación de Jesús permite comprender que nuestra vida no se dirige inexorablemente hacia el dolor, el sufrimiento y la muerte como destino último. Y este es el fundamento de la esperanza cristiana. Hablamos de esperanza porque tenemos un modelo claro en Jesucristo. Tenemos la esperanza de llegar al lugar adonde el Señor ha subido. Así lo dice la oración primera de la Misa del día: «La Ascensión de Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria, y adonde ya se ha adelantado gloriosamente nuestra Cabeza, esperamos llegar también los miembros de su cuerpo». Esto implica que Cristo, como cabeza de la Iglesia, tiene autoridad sobre todo. De aquí nace la esperanza del cielo y también de la misión que realizamos en la tierra. El Evangelio lo afirma cuando el Señor dice: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra».
La misión apostólica
En virtud de su poder, Jesús envía a los apóstoles en misión por todo el mundo, asegurándoles su presencia todos los días, hasta el fin del mundo. El motivo que domina las lecturas de hoy es el anuncio que han de llevar a cabo los apóstoles hasta los confines de la tierra, contando con la asistencia del Espíritu Santo. Esto significa que la Ascensión del Señor no es únicamente un acontecimiento digno de ser contemplado con admiración. Las palabras del Evangelio incluyen un mandato, que comienza por «id y haced discípulos a todos los pueblos». La historia testimonia que los apóstoles y sus sucesores los obispos, apoyados en el poder de Jesús han proseguido por todo el orbe la tarea, iniciada por Jesucristo, de hacer discípulos a todos los pueblos «bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he enseñado».
Hasta el final de los tiempos
Resulta reconfortante oír del Señor «yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos». De este modo, la Ascensión ni aleja a Jesús de nosotros ni impide su presencia en su Iglesia, sino que lleva a sus últimas consecuencias cuanto significa el nombre de Emmanuel, Dios-con-nosotros. El Señor nos acompaña, pues, en todos los momentos de nuestra vida, y, especialmente cuando dirigimos nuestra oración litúrgica, Él intercede por nosotros ante el Padre, con la fuerza del Espíritu Santo. Esto significa concluir las oraciones «Por Jesucristo, Nuestro Señor»: orar al Padre por mediación de Jesucristo. Es especialmente alentador, asimismo, oír estas palabras de Jesús en los momentos y lugares en los que la Iglesia es perseguida. Durante los 2.000 años de cristianismo han sido muchos los cristianos que, llegado el momento de la persecución, de la prueba y del martirio, han podido rememorar esta promesa del Señor, que perdura a través de los siglos. Ciertamente, puede extrañarnos el modo en el que el Cristo ejerce el poder, puesto que no interviene para impedir la persecución a sus fieles. Sin embargo, a pesar de la prueba, podemos estar seguros de que tenemos siempre con nosotros a quien ha vencido al mal, al pecado y a la muerte.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid

Los 29 coptos fueron ejecutados tras negarse a renunciar a su fe



Daesh reivindica la matanza de peregrinos y obreros en el desierto egipcio
«Somos coptos, no tenemos miedo», fue el cántico de los cristianos egipcios que, entre llantos, despidieron ayer en pequeñas ceremonias en la provincia de Al Minya a las víctimas del último atentado contra esta minoría religiosa en Egipto, reivindicado por el grupo yihadista Daesh. Fueron coptos hasta el final, cuando los terroristas enmascarados –que la Fiscalía egipcia ha cifrado en un comando de seis hombres– hicieron detener los autobuses en los que viajaban al monasterio de San Samuel, en el desierto al sur del país, los encañonaron y les forzaron a renunciar a su fe, según han relatado los supervivientes.
«Me ha roto el corazón. Mi hermano George estaba preparando su boda el próximo mes, iba al monasterio a rezar y meditar», ha explicado la hermana de una de las víctimas a la cadena local CTV. Cirilo, de apenas 18 años y estudiante de instituto, quería unirse a la facultad de Medicina, pero la presión de los próximos exámenes le asustaba, así que decidió viajar al monasterio para pedir a los monjes de San Samuel que rezaran por él. Las víctimas más jóvenes tenían apenas 2 y 4 años, según una lista publicada por el obispado.
Los terroristas habrían filmado la masacre, que se ha cobrado las vidas de 29 personas según las últimas cifras del Ministerio de Salud egipcio, con la presunta intención de difundir más tarde el vídeo como parte de su propaganda, apuntando a la sangrienta firma de Daesh, que la mañana del sábado confirmó su autoría. Según el comunicado oficial de los yihadistas, difundido a través de redes sociales del grupo, varios «soldados del Califato» acabaron con más de «31 cruzados» en una «emboscada» mientras se dirigían al monasterio de San Samuel.


La reivindicación del autodenominado Estado Islámico se produjo horas después de que el presidente Abdelfatah Al Sisi culpara a este grupo terrorista del ataque en Al Minya, con el objetivo de «acabar con el Estado egipcio». Aunque todavía no se ha detenido a los autores de la masacre, el Ministerio de Interior ha asegurado que los terroristas habrían recibido entrenamiento en Libia.
En este sentido, Al Sisi aseveró que sus Fuerzas Armadas atacarían campos de entrenamiento yihadistas «tanto en Egipto como en el extranjero”. En una reacción similar a la ordenada tras la decapitación de una veintena de coptos egipcios por el Daesh en Libia en 2015, a última hora del viernes aviones de la Fuerza Aérea egipcia bombardearon posiciones yihadistas en Derna, al este del país norteafricano.
Alicia Alamillos. El Cairo (ABC)

Alfa y Omega

MENSAJE DEL SANTO PADRE FRANCISCO PARA LA 51 JORNADA MUNDIAL DE LAS COMUNICACIONES SOCIALES




Gracias al desarrollo tecnológico, el acceso a los medios de comunicación es tal que muchísimos individuos tienen la posibilidad de compartir inmediatamente noticias y de difundirlas de manera capilar. Estas noticias pueden ser bonitas o feas, verdaderas o falsas. Nuestros padres en la fe ya hablaban de la mente humana como de una piedra de molino que, movida por el agua, no se puede detener. Sin embargo, quien se encarga del molino tiene la posibilidad de decidir si moler trigo o cizaña. La mente del hombre está siempre en acción y no puede dejar de «moler» lo que recibe, pero está en nosotros decidir qué material le ofrecemos. (cf. Casiano el Romano, Carta a Leoncio Igumeno).

Me gustaría con este mensaje llegar y animar a todos los que, tanto en el ámbito profesional como en el de las relaciones personales, «muelen» cada día mucha información para ofrecer un pan tierno y bueno a todos los que se alimentan de los frutos de su comunicación. Quisiera exhortar a todos a una comunicación constructiva que, rechazando los prejuicios contra los demás, fomente una cultura del encuentro que ayude a mirar la realidad con auténtica confianza.

Creo que es necesario romper el círculo vicioso de la angustia y frenar la espiral del miedo, fruto de esa costumbre de centrarse en las «malas noticias» (guerras, terrorismo, escándalos y cualquier tipo de frustración en el acontecer humano). Ciertamente, no se trata de favorecer una desinformación en la que se ignore el drama del sufrimiento, ni de caer en un optimismo ingenuo que no se deja afectar por el escándalo del mal. Quisiera, por el contrario, que todos tratemos de superar ese sentimiento de disgusto y de resignación que con frecuencia se apodera de nosotros, arrojándonos en la apatía, generando miedos o dándonos la impresión de que no se puede frenar el mal. Además, en un sistema comunicativo donde reina la lógica según la cual para que una noticia sea buena ha de causar un impacto, y donde fácilmente se hace espectáculo del drama del dolor y del misterio del mal, se puede caer en la tentación de adormecer la propia conciencia o de caer en la desesperación.
Por lo tanto, quisiera contribuir a la búsqueda de un estilo comunicativo abierto y creativo, que no dé todo el protagonismo al mal, sino que trate de mostrar las posibles soluciones, favoreciendo una actitud activa y responsable en las personas a las cuales va dirigida la noticia. Invito a todos a ofrecer a los hombres y a las mujeres de nuestro tiempo narraciones marcadas por la lógica de la «buena noticia».

La buena noticia
La vida del hombre no es sólo una crónica aséptica de acontecimientos, sino que es historia, una historia que espera ser narrada mediante la elección de una clave interpretativa que sepa seleccionar y recoger los datos más importantes. La realidad, en sí misma, no tiene un significado unívoco. Todo depende de la mirada con la cual es percibida, del «cristal» con el que decidimos mirarla: cambiando las lentes, también la realidad se nos presenta distinta.  Entonces, ¿qué hacer para leer la realidad con «las lentes» adecuadas?
Para los cristianos, las lentes que nos permiten descifrar la realidad no pueden ser otras que las de la buena noticia, partiendo de la «Buena Nueva» por excelencia: el «Evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios» (Mc 1,1). Con estas palabras comienza el evangelista Marcos su narración, anunciando la «buena noticia» que se refiere a Jesús, pero más que una información sobre Jesús, se trata de la buena noticia que es Jesús mismo. En efecto, leyendo las páginas del Evangelio se descubre que el título de la obra corresponde a su contenido y, sobre todo, que ese contenido es la persona misma de Jesús.

Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.





Sal 46, 2-3. 6-7. 8-9  

Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.

Pueblos todos batid palmas, 
aclamad a Dios con gritos de júbilo; 
porque el Señor es sublime y terrible, 
emperador de toda la tierra.

Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.

Dios asciende entre aclamaciones; 
el Señor, al son de trompetas; 
tocad para Dios, tocad, 
tocad para nuestro Rey, tocad.

Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.

Porque Dios es el rey del mundo; 
tocad con maestría. 
Dios reina sobre las naciones, 
Dios se sienta en su trono sagrado.


Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas.

Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra




Conclusión del santo Evangelio según san Mateo 28, 16-20

En aquel tiempo, los once discípulos se fueron a Galilea, al monte que Jesús les había indicado.

Al verlo, ellos se postraron, pero algunos dudaron.

Acercándose a ellos, Jesús les dijo:

«Se me ha dado pleno poder en el cielo y en la tierra.
Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado.
Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin de los tiempos».

Palabra del Señor.

Con la oración de intercesión ejercitamos el poder de Dios, dijo el Papa en la misa en Génova

Hemos escuchado aquello que Jesús Resucitado dice a los discípulos antes de su ascensión: “se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra” (Mt.28,18). El poder de Jesús, la fuerza de Dios. Este tema atraviesa las lecturas de hoy: en la primera Jesús dice que no les corresponde a los discípulos conocer “tiempos o momentos que el Padre ha reservado a su poder”, pero les promete la “fuerza del Espíritu Santo” (Hechos 1,7-8); en la segunda san Pablo habla de la “extraordinaria grandeza de su potencia con nosotros” y “de la eficacia de su fuerza” (Ef.1,19). Pero ¿en qué cosa consiste esta fuerza, este poder de Dios?
Jesús afirma que es un poder “en el cielo y sobre la tierra”. Es sobre todo el poder de conectar el cielo con la tierra. Hoy celebramos este misterio, porque cuando Jesús ha subido al Padre nuestra carne humana ha atravesado el umbral del cielo: nuestra humanidad está ahí, en Dios, para siempre. Ahí está nuestra confianza, porque Dios no se separará más del hombre. Y nos consuela saber que en Dios, con Jesús, hay preparado para cada uno de nosotros un lugar: un destino de hijos resucitados nos espera y por esto vale la pena vivir aquí abajo buscando las cosas de allá arriba, donde se encuentra nuestro Señor (CFr.Col.3,1-2). Esto es lo que hizo Jesús, con su poder de unir la tierra con el cielo.
Pero este poder suyo no ha terminado una vez que subió al cielo, continúa también ahora y dura para siempre. De hecho, propiamente antes de subir al Padre Jesús ha dicho: “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo” (Mt.28,20). No es un modo de decir, una simple re aseguración, como cuando antes de partir para un largo viaje se dice a los amigos: “Los recordaré”. No, Jesús esta verdaderamente con nosotros y para nosotros: en el cielo muestra siempre al Padre su humanidad, nuestra humanidad, y así “está siempre vivo para interceder” (Heb.7,25) a nuestro favor. He aquí la palabra clave del poder de Jesús: intercesión. Jesús ante el Padre intercede cada día, cada momento por nosotros. En cada oración, en cada uno de nuestros pedidos de perdón, sobre todo en cada misa, Jesús interviene: muestra al Padre los signos de su vida ofrecida, sus llagas, e intercede, obteniendo misericordia para nosotros. El es nuestro “abogado” (Cfr.1Jn.2,1) y, cuando tenemos alguna “causa” importante hacemos bien a confiársela, a decirle: “Señor Jesús, intercede por mí, por nosotros, por aquella persona, por aquella situación”.
Esta capacidad de interceder Jesús la ha dado también nosotros, a su Iglesia, que tiene el poder y también el deber de interceder, de rezar por todos. Podemos preguntarnos: “¿Yo rezo?” nosotros como Iglesia, como cristianos ejercitamos este poder llevando a Dios las personas y las situaciones?”. El mundo tiene necesidad. Nosotros mismos tenemos necesidad. En nuestras jornadas corremos y trabajamos tanto, nos empeñamos en muchas cosas; pero corremos el riesgo de arribar a la tarde cansados y con el alma cargada, iguales a una nave cargada de mercadería que después de un viaje fatigoso entra en el puerto con el deseo solamente de atracar y apagar la luz. Viviendo siempre corriendo y tantas cosas por hacer, nos podemos perder cerrarnos en nosotros mismos y convertirnos en inquietos por algo sin sentido. Para no quedar sumergidos en este “malestar existencial”, recordemos cada día “tirar el ancla a Dios”: llevemos a él los pesos, las personas y las situaciones, confiémosle todo. Es esta la fuerza de la oración, que une el cielo con la tierra, que permite que Dios entre en nuestro tiempo.
La oración cristiana no es un modo para estar más en paz con sí mismos o encontrar alguna armonía interior; nosotros rezamos para llevar todo a Dios, para confiarle el mundo: la oración es intercesión. No es tranquilidad, es caridad. Es pedir, buscar, llamar (cfr. Mt 7,7). Es ponerse en juego para interceder, insistiendo asiduamente con Dios los unos por los otros (cfr. Hechos1,14). Interceder sin cansarse: es nuestra primera responsabilidad, porque la oración es la fuerza que hace ir adelante el mundo; es nuestra misión, una misión que al mismo tiempo cuesta fatiga y da paz. Este es nuestro poder: no prevalecer o gritar más fuerte, según la lógica de este mundo, pero ejercitar la fuerza humilde de la oración, con la cual se pueden también detener la guerras y obtener la paz. Como Jesús intercede siempre por nosotros ante el Padre, así nosotros sus discípulos, no nos cansemos jamás de rezar para acercar la tierra al cielo.
Después de la intercesión emerge, del Evangelio de hoy, una segunda palabra clave que revela el poder de Jesús: el anuncio. El señor envía a los suyos a anunciarlo con la sola fuerza del Espíritu Santo: “Vayan por todas partes y hagan discípulos míos en todos los pueblos” (Mt 28,19). Es un acto de extrema confianza en los suyos: Jesús confía en nosotros, ¡cree en nosotros más de cuanto nosotros creemos en nosotros mismos! Nos envía a pesar de nuestros límites; sabe que no somos perfectos y que, si esperamos convertirnos en mejores para evangelizar, no comenzaremos jamás.
Para Jesús es muy importante que pronto superemos una gran imperfección: la cerrazón. Porque el Evangelio no puede ser encerrado y sellado, porque el amor de Dios es dinámico y quiere alcanzar a todos y sobre todo allí que el Señor espera ser conocido hoy. Como en los orígenes desea que el anuncio sea llevado con su fuerza: no con la fuerza del mundo, sino con la fuerza límpida y suave del testimonio alegre. Esto es urgente. Pidamos al Señor la gracia de no fosilizarse sobre cuestiones no centrales, sino de dedicarse plenamente a la urgencia de la misión. Dejemos a otros las murmuraciones y las fingidas discusiones de quien se escucha solo a sí mismo y trabajemos concretamente por el bien común y la paz; pongamos en juego con coraje, convencidos que hay más alegría en el dar que en el recibir (cfr. Hechos 20,35). El Señor resucitado y vivo, que siempre intercede por nosotros sea la fuerza de nuestro andar, el coraje de nuestro caminar. (Traducción del italiano: jesuita Guillermo Ortiz)
(from Vatican Radio)