domingo, 28 de mayo de 2017

«Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra»



La Ascensión del Señor guarda una estrecha relación con la Resurrección. Pascua, Ascensión y Pentecostés corresponden a la única obra de salvación que el Señor nos comunica. El subir no tiene la connotación local o geográfica, sino que se trata de un símbolo de la glorificación plena del Señor Resucitado. En los discursos de despedida, Jesús subraya la importancia de su regreso al Padre, como punto culminante de su misión. En la conclusión del Evangelio de Mateo se pone de manifiesto que la finalidad de toda la obra de Jesús es la salvación del hombre, es decir, llevar al hombre a Dios. Pero esa misión no se realiza únicamente mediante la transmisión de una doctrina excelente o de una sabiduría nunca antes vista. Ciertamente, el Señor es un maestro que enseña a sus discípulos, pero al mismo tiempo toca la realidad del hombre y actúa como un pastor que acerca a las ovejas al redil. Por eso, para acercarnos al Padre no nos indica simplemente cómo hacerlo, sino que su propia vida nos lo muestra, viviendo personalmente este camino por nosotros. Por nosotros descendió del cielo y por nosotros asciende ahora a él, tras haberse hecho semejante a los hombres y haber sido humillado hasta la muerte de cruz. El máximo abajamiento contrasta con la plenitud de gloria que el Señor recibirá tras la Resurrección. Pues bien, la contemplación del itinerario de abajamiento y exaltación de Jesús permite comprender que nuestra vida no se dirige inexorablemente hacia el dolor, el sufrimiento y la muerte como destino último. Y este es el fundamento de la esperanza cristiana. Hablamos de esperanza porque tenemos un modelo claro en Jesucristo. Tenemos la esperanza de llegar al lugar adonde el Señor ha subido. Así lo dice la oración primera de la Misa del día: «La Ascensión de Jesucristo, tu Hijo, es ya nuestra victoria, y adonde ya se ha adelantado gloriosamente nuestra Cabeza, esperamos llegar también los miembros de su cuerpo». Esto implica que Cristo, como cabeza de la Iglesia, tiene autoridad sobre todo. De aquí nace la esperanza del cielo y también de la misión que realizamos en la tierra. El Evangelio lo afirma cuando el Señor dice: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra».
La misión apostólica
En virtud de su poder, Jesús envía a los apóstoles en misión por todo el mundo, asegurándoles su presencia todos los días, hasta el fin del mundo. El motivo que domina las lecturas de hoy es el anuncio que han de llevar a cabo los apóstoles hasta los confines de la tierra, contando con la asistencia del Espíritu Santo. Esto significa que la Ascensión del Señor no es únicamente un acontecimiento digno de ser contemplado con admiración. Las palabras del Evangelio incluyen un mandato, que comienza por «id y haced discípulos a todos los pueblos». La historia testimonia que los apóstoles y sus sucesores los obispos, apoyados en el poder de Jesús han proseguido por todo el orbe la tarea, iniciada por Jesucristo, de hacer discípulos a todos los pueblos «bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a guardar todo lo que os he enseñado».
Hasta el final de los tiempos
Resulta reconfortante oír del Señor «yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos». De este modo, la Ascensión ni aleja a Jesús de nosotros ni impide su presencia en su Iglesia, sino que lleva a sus últimas consecuencias cuanto significa el nombre de Emmanuel, Dios-con-nosotros. El Señor nos acompaña, pues, en todos los momentos de nuestra vida, y, especialmente cuando dirigimos nuestra oración litúrgica, Él intercede por nosotros ante el Padre, con la fuerza del Espíritu Santo. Esto significa concluir las oraciones «Por Jesucristo, Nuestro Señor»: orar al Padre por mediación de Jesucristo. Es especialmente alentador, asimismo, oír estas palabras de Jesús en los momentos y lugares en los que la Iglesia es perseguida. Durante los 2.000 años de cristianismo han sido muchos los cristianos que, llegado el momento de la persecución, de la prueba y del martirio, han podido rememorar esta promesa del Señor, que perdura a través de los siglos. Ciertamente, puede extrañarnos el modo en el que el Cristo ejerce el poder, puesto que no interviene para impedir la persecución a sus fieles. Sin embargo, a pesar de la prueba, podemos estar seguros de que tenemos siempre con nosotros a quien ha vencido al mal, al pecado y a la muerte.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid

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