En 1895,
Teresa de Lisieux tomó una decisión importante que iba a afectar a su propia
vida pero,
también, a su mundo más próximo, a sus hermanas de comunidad. Una decisión que,
finalmente y de modo insospechado para ella, iba a traspasar los muros
de su convento, las fronteras de la cristiandad de su Francia natal e incluso
los límites de la Iglesia Católica.
Parece
desproporcionado y, sin embargo, es real. No hay nada que tenga más
fuerza que una vida entregada, una vida hecha de tiempo y carne, de gestos
concretos y esfuerzo, de elecciones cotidianas y opciones trabajadas.
Teresa decidió ofrecer lo más valioso que tenía: a sí misma, su propia vida y
regalárselo a la misericordia o, como decía ella, al «amor misericordioso de
Dios», para que la repartiera.
No ocultó las
muchas batallas que libró consigo misma para que el sí que daba, fuera un sí
con toda su vida. Y, en cambio, intuyó que vivir de ese modo, cogida
por el amor y entregada a él, era formar parte de una onda expansiva que no
tenía límites.
Tenía
experiencia de la misericordia, de lo que es capaz de despertar la bondad divina
en los seres humanos. De cómo mueve y transforma, y de cómo cura, porque Teresa había permitido
que la misericordia labrase su interior y había aceptado la purificación
continua del amor, al elegir la gratuidad como su modo de ser
en el mundo.
Su propia
vida le decía que el amor es lo que hace dignos a los seres humanos y lo único
que los hace santos al modo del único santo: Jesús. Por eso, escribía: «Sé también
que el fuego del amor tiene mayor fuerza santificadora que el del purgatorio.
Sé que Jesús no puede desear para nosotros sufrimientos inútiles».
Así es como Teresa
tomó la decisión de ofrecer su vida: desde la experiencia del desproporcionado
amor de Dios. Hablando a Jesús, decía: «Déjame que te diga que tu amor
llega hasta la locura... ¿Cómo quieres que, ante esa locura, mi corazón no se
lance hacia ti? ¿Cómo va a conocer límites mi confianza...?».
Esa confianza
le dio alas para comprometer toda su vida, para poder decir: hago «ofrenda de
mí misma», una ofrenda de amor. Teresa había comprendido que lo único que
agrada a Dios es el amor, que ese es su modo de comunicarse y el camino humano
para unirse a Él. Por eso, escribía dirigiéndose a Dios: «Creo que te
sentirías feliz si no tuvieses que reprimir las oleadas de infinita ternura que
hay en ti».
Quien vive
con un Dios así, que –como decía Juan de la Cruz– «el lenguaje que más oye solo
es el callado amor», entiende que aprender esa lengua es el camino de vida
verdadera. Desde esa experiencia, escribirá Teresa: «No quiero acumular
méritos para el cielo, quiero trabajar solo por tu amor».
Esa es la
ofrenda que hace ella: elegir cada día el amor. Y entiende que hay que elegirlo
allí donde uno se encuentra y haciendo lo que tiene a mano, en vez de soñar con
lo que no está al alcance. Por eso, le habla a su hermana Celina de amar buscando «pequeñas
ocasiones, naderías que agradan a Jesús… una sonrisa, una palabra amable cuando
tendría ganas de callarme o de mostrar un semblante enojado».
Teresa llevó
al extremo el amor que sentía por Jesús, dándole concreción en su vida. Eligió
ser amable, es decir, hacer agradable la vida, facilitar las cosas, mostrar
afecto, colaborar abiertamente con todos los que le rodeaban pero,
especialmente, con aquellas personas que no podían devolverle la amabilidad. Prefirió
estar con «los pobres, los lisiados, los ciegos y los paralíticos» de los que
hablaba Jesús, con aquellos que tenían carencias poco agradables y no podían
«pagar» su afecto.
Por todo esto
–y más que desvela una lectura profunda del mismo–, el «acto de ofrenda
al amor misericordioso» que escribe Teresa, dos años antes de morir, es
un testamento de amor y una confesión de fe en el Dios entrañable del que
hablaba Jesús.
Solo a ese
Dios podía Teresa entregar su vida, sabiendo que Él la uniría a la suya, entregada
por todos. Solo a ese Dios podía decirle: «Quiero, Amado mío, renovarte
esta ofrenda con cada latido de mi corazón y un número infinito de veces, hasta
que las sombras se desvanezcan y pueda yo decirte mi amor en un cara a cara
eterno».
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