jueves, 1 de diciembre de 2016

Carta del arzobispo de Madrid: Protagonistas de la historia fraguada por la esperanza



¿Cómo es tu vida de Adviento y de preparación de la Navidad? María se nos presenta en nuestra vida y en la historia como el icono en el que hemos de fijar la mirada
Al concluir el Año de la Misericordia, el Papa Francisco nos ha regalado la carta apostólica Misericordia et misera. Son dos palabras que dan el retrato verdadero de Dios. San Agustín usaba estas palabras para comentar el encuentro entre Jesús y la adúltera. Aquella mujer que había perdido toda esperanza, que solamente esperaba la muerte, y experimenta el gran misterio del amor de Dios cuando viene al encuentro de los hombres. Junto a esta mujer comprendemos hasta dónde llega el abrazo del perdón de Dios. Cuando cada uno nos situamos arrepentidos delante de la misericordia de Dios, su abrazo es tan real que iniciamos para nosotros y para todos los hombres una nueva época, la época de la esperanza, que lo es de misericordia.
En la encíclica Spe salvi, el Papa Benedicto XVI nos decía que «en esperanza fuimos salvados». «Según la fe cristiana, la redención, la salvación, no es simplemente un dato de hecho. Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino» (Spe salvi, 1). Ante los grandes vacíos que tiene esta cultura que engendra grandes desesperanzas o sustitutivos de la esperanza que hunden aún más al ser humano, seamos personas con esperanza y de esperanza.
Al iniciar el Adviento, me atrevo a invitaros a vivir un tiempo de esperanza, fraguado por el inicio de un camino nuevo, el mismo que recorrió la Santísima Virgen María. A Ella Dios le pidió permiso para entrar en su vida. Veamos esta realidad en la descripción que se hace de la visita del ángel Gabriel, con cuatro expresiones: «Alégrate llena de gracia, el Señor está contigo»; «has encontrado gracia ante Dios»; «porque para Dios nada hay imposible», y «aquí está la esclava del Señor» (cf. Lc 1, 26-38).
Para vivir y dar esperanza tenemos que recorrer esas etapas de la mano de María: demos permiso a Dios para entrar en nuestra vida, quiere que optemos y decidamos; creamos en su promesa; entremos en una gran conversación; aboquémonos a realizar un compromiso con Dios para darle rostro humano, así es posible que el ser humano conozca la esperanza. Santa María contuvo en su vida a Dios mismo, fue vasija solo para Dios, así le dio rostro humano. Y por Ella conocimos al Dios verdadero, a Jesucristo. Siguiendo su camino, podemos «llegar a conocer a Dios, al Dios verdadero, eso es lo que significa recibir esperanza» (Spe, salvi, 3).
En Spe salvi hay de trasfondo una pregunta que Dios nos sigue haciendo a todos los hombres: «¿Dónde estás?»… «Oí tu ruido en el jardín, me dio miedo, porque estaba desnudo y me escondí». La confesión de Adán puede ser la misma que muchos hombres y mujeres de nuestro tiempo siguen haciendo. Y la respuesta es la desnudez: estoy sin fe, sin esperanza y sin amor. No me fío más que de mí mismo o de otros parecidos a mí mismo. No me abro a nada ni a nadie. Estoy sin esperanza. Pues escapado de Dios, habiéndolo dejado fuera de mí mismo, habiéndolo arrinconado, estoy sin el Amor. Fuera del amor de Dios, el ser humano es un desconocido, ni se entiende a sí mismo ni entiende a los demás.
Frente a esta respuesta está la de la Santísima Virgen María, llena de fe, amor y esperanza en Dios. Ella nos regala un camino de Adviento diferente y nos prepara a celebrar la Navidad, a dar rostro a Dios como Ella mismo lo hizo. Ella nos dice a todos nosotros con el salmista: «Cantad al Señor un cántico nuevo, porque ha hecho maravillas» (Sal 97). Y, ¿cómo es ese cántico nuevo? ¿Cómo es tu vida de Adviento y de preparación de la Navidad? O lo que es lo mismo: «¿Dónde estás, María?». Estoy viviendo en y desde la fe, en y desde la esperanza, y en y desde el amor. ¡Qué belleza adquiere la persona de la Virgen María en la Anunciación! Es la belleza del ser humano que se abre totalmente a Dios para dale rostro. Es la hermosura de quien decide poner todo lo que es y tiene al servicio de Dios y, precisamente por eso, al servicio de los hombres. María se nos presenta en nuestra vida y en la historia como el icono en el que hemos de fijar la mirada para vivir el Adviento. Contemplad a María en estas tres dimensiones que organizan su existencia y que han de proporcionarnos la vivencia de este tiempo:
1. Contempla a María como mujer de fe. Es la mujer de la adhesión absoluta a Dios. ¿Cómo iba a entrar Dios en su vida si Ella hubiese tenido algún resquicio cerrado a Dios? ¿Cómo le iba a decir el ángel Gabriel: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo», si en Ella no hubiera una confianza absoluta en Dios? María es el ser humano plenamente confiado y adherido a Dios. La apertura constante a Dios, el permanecer en diálogo abierto con Él es fuente inagotable de confianza en quien sabemos que nos ama.
2. Contempla a María como mujer de esperanza. Ella tiene experiencia cercana de Dios: «“No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús” […] “¿Cómo será eso, pues no conozco varón?” […] El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra». Dios es quien da y es la esperanza. María, recipiente abierto a Dios, tiene meta, tiene seguridad en quien es el que da la salvación y la liberación. Ella tiene esperanza porque no solamente ha conocido a Dios, sino que le ha dado rostro humano. A las razones que Dios le había concedido como gracia en su vida, María añade y se abre plenamente a las razones que Dios le da para vivir. Y así la esperanza aumenta y crece. Una esperanza que crece en la oración, en el diálogo sincero, abierto y prolongado con Dios.
3. Contempla a María como la mujer que dio rostro al Amor. Sin amor el ser humano es un desconocido. Nadie puede vivir sin amor. Pero no vale cualquier amor para construir la vida. En María se da la explosión más grande del Amor de Dios. Ella concibe en su seno, por obra del Espíritu Santo, a Dios mismo y le da rostro humano. Por Ella hemos conocido el Amor de Dios en concreto. De alguna manera, quien desee aprender a regalar el Amor de Dios, tiene que fijarse en María para ver cómo Ella lo hizo. Regalar este amor no está exento de trabajo y de dificultades que a veces hacen sufrir. Pero es en el trabajo, en el actuar, en la entrega de la vida y en el aguante ante la dificultad, donde se aprende a vivir en la esperanza. Que pueda decir que estoy, como María, viviendo con fe, esperanza y amor. Y lo estoy aprendiendo en su propia escuela y teniéndola a Ella como Maestra. Escuela donde la apertura a Dios es total, se habla con Dios, se trabaja dando la vida para que los demás la tengan y donde el sacrificio es parte integrante de la existencia humana, porque solamente dando la vida se alcanza la Vida.
Con gran afecto, os bendice,
+Carlos Card. Osoro Sierra, arzobispo de Madrid
Alfa y Omega

COMENTARIO DEL PAPA FRANCISCO AL EVANGELIO DE HOY:





Jesús afirma: «No todo el que me dice: “Señor, Señor”, entrará en el reino de los cielos». Y continúa: «En aquél día muchos dirán: “Señor, Señor, ¿no hemos profetizado en tu nombre y en tu nombre hemos echado demonios, y no hemos hecho en tu nombre muchos milagros?”». Pero a estos responderá: «Nunca os he conocido. Alejaos de mí, los que obráis la iniquidad».

Porque «estos hablan, hacen», pero les falta «otra actitud, que es precisamente la base, que es precisamente el fundamento de hablar, de hacer»: falta «escuchar». En efecto, Jesús continúa: «El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica...». Por lo tanto, «el binomio hablar-hacer no es suficiente», incluso puede engañar. 

El binomio correcto es otro: «escuchar y hacer, poner en práctica». De hecho Jesús dice: «El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca». 

En cambio «el que escucha estas palabras mías y no las hace suyas, las deja pasar, o sea, no escucha verdaderamente y no las pone en práctica, será como aquel hombre que edificó sobre arena».

Esta es la clave para reconocer a los falsos profetas: «Por sus frutos los conoceréis». Es decir, dijo el Papa, «por su actitud: muchas palabras, hablan, hacen prodigios, hacen cosas grandes pero no tienen el corazón abierto para escuchar la Palabra de Dios». Son estos «los pseudocristianos, los pseudopastores», que «hacen cosas buenas», pero «les falta la roca».

La oración colecta del día proclama: «Tú jamás abandonas a quien se confía a la roca de tu amor». A estos «pseudocristianos», en cambio, les falta precisamente «la roca del amor de Dios, la roca de la Palabra de Dios». Y, añadió el Papa Francisco, «sin esta roca no pueden profetizar, no pueden construir: fingen, porque al final todo se derrumba».

Se trata, dijo el Papa, de los «pseudopastores, los pastores mundanos, los pastores o cristianos que hablan mucho» —tal vez porque «tienen miedo del silencio»— y que «hacen quizás mucho». Incapaces de actuar a partir «de la escucha», obran a partir de sí mismos, «no a partir de Dios».

Por lo tanto, resumió el Pontífice, «uno que solamente habla y hace no es un verdadero profeta, no es un verdadero cristiano, y al final se derrumbará todo», porque «no está sobre la roca del amor de Dios, no está “cimentado en roca”». 

En cambio, «uno que sabe escuchar y tras escuchar hace, con la fuerza de la palabra de otro, no de la suya», este «permanece firme como la roca: aunque sea una persona humilde, que no parece importante», es grande. Y «¡cuántos de estos grandes hay en la Iglesia!» destacó el Papa añadiendo: «¡Cuántos obispos grandes, cuántos sacerdotes grandes, cuántos fieles grandes hay que saben escuchar y tras escuchar hacen!».

El Papa Francisco presentó también un ejemplo de nuestros días recordando la figura de Teresa de Calcuta, quien «escuchaba la voz del Señor: no hablaba y en el silencio supo escuchar» y, por lo tanto, obrar. «Hizo mucho» aseguró el Pontífice. Y, como la casa construida sobre roca, «no se derrumbó ni ella ni su obra». A partir de su testimonio se comprende que «los grandes saben escuchar y tras escuchar hacen, porque su confianza y su fuerza» están «sobre la roca del amor de Jesucristo».

El Papa concluyó su meditación uniéndola a la celebración eucarística y recordó cómo la liturgia utiliza «el altar de piedra, fuerte, firme» como «símbolo de Jesús». En ese altar Jesús se hace «débil, es un trozo de pan» que se da a todos. Que el Señor que «se hizo débil» para hacernos fuertes, «nos acompañe en esta celebración —deseó el Papa Francisco— y nos enseñe a escuchar y hacer» partiendo «de la escucha y no de nuestras palabras».

Fuente: L’Osservatore Romano, 25 de junio de 2015

EL QUE ESCUCHA MI PALABRA Y LA PONE EN PRÁCTICA ENTRARÁ EN EL REINO DE LOS CIELOS




Lectura del santo evangelio según san Mateo (7,21.24-27):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No todo el que me dice “Señor, Señor” entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos.

El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca.

El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se desbordaron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se derrumbó. Y su ruina fue grande».

Palabra del Señor

PAPA FRANCISCO EXPLICA: CADA MOMENTO DE LA SANTA MISA HACE REFERENCIA A LA MISERICORDIA DE DIOS




-“Misericordia et misera” – 5

Queridos todos, seguimos leyendo juntos la carta “Misericordia et misera” que el Papa Francisco dirige a todos los católicos. Después del Jubileo, el Papa nos invita a mirar hacia delante para seguir viviendo con fidelidad, alegría y entusiasmo la riqueza de la misericordia divina:

“En primer lugar, estamos llamados a celebrar la misericordia. Cuánta riqueza contiene la oración de la Iglesia cuando invoca a Dios como Padre misericordioso. En la liturgia, la misericordia no sólo se evoca con frecuencia, sino que se recibe y se vive. 

Desde el inicio hasta el final de la celebración eucarística, la misericordia aparece varias veces en el diálogo entre la asamblea orante y el corazón del Padre, que se alegra cada vez que puede derramar su amor misericordioso. 

Después de la súplica inicial de perdón, con la invocación «Señor, ten piedad», somos inmediatamente confortados: «Dios omnipotente tenga misericordia de nosotros, perdone nuestros pecados y nos lleve a la vida eterna». Con esta confianza la comunidad se reúne en la presencia del Señor, especialmente en el día santo de la resurrección. 

Muchas oraciones «colectas» se refieren al gran don de la misericordia. En el periodo de Cuaresma, por ejemplo, oramos diciendo: «Señor, Padre de misericordia y origen de todo bien, que aceptas el ayuno, la oración y la limosna como remedio de nuestros pecados; mira con amor a tu pueblo penitente y restaura con tu misericordia a los que estamos hundidos bajo el peso de las culpas». 

Después nos sumergimos en la gran plegaria eucarística con el prefacio que proclama: «Porque tu amor al mundo fue tan misericordioso que no sólo nos enviaste como redentor a tu propio Hijo, sino que en todo lo quisiste semejante al hombre, menos en el pecado». 

Además, la plegaria eucarística cuarta es un himno a la misericordia de Dios: «Compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca». «Ten misericordia de todos nosotros», es la súplica apremiante que realiza el sacerdote, para implorar la participación en la vida eterna".

Catequesis del Papa: “Oremos todos como una misma familia”

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Con la catequesis de hoy concluimos el ciclo dedicado a la misericordia. Pero la misericordia debe continuar, ¡eh!, las catequesis terminan. Agradezcamos al Señor por todo esto y conservémoslo en el corazón como consolación y fortaleza.
La última obra de misericordia espiritual pide rogar a Dios por los vivos y por los difuntos. A esta podemos unir también la última obra de misericordia corporal que invita a enterrar a los muertos. Puede parecer una petición extraña esta última; en cambio, en algunas zonas del mundo que viven bajo el flagelo de la guerra, con bombardeos de día y de noche siembran temor y víctimas inocentes, esta obra es tristemente actual. La Biblia tiene un hermoso ejemplo al respecto: aquel del viejo Tobías, quien, arriesgando su propia vida, sepultaba a los muertos no obstante la prohibición del rey (Cfr. Tob 1,17-19; 2,2-4). También hoy existen algunos que arriesgan la vida para dar sepultura a las pobres víctimas de las guerras. Por lo tanto, esta obra de misericordia corporal no es ajena a nuestra existencia cotidiana. Y nos hace pensar a lo que sucede el Viernes Santo, cuando la Virgen María, con Juan y algunas mujeres estaban ante la cruz de Jesús. Después de su muerte, fue José de Arimatea, un hombre rico, miembro del Sanedrín pero convertido en discípulo de Jesús, y ofreció para él un sepulcro nuevo, escavado en la roca. Fue personalmente donde Pilatos y pidió el cuerpo de Jesús: una verdadera obra de misericordia hecha con gran valentía (Cfr. Mt 27,57-60). Para los cristianos, la sepultura es un acto de piedad, pero también un acto de gran fe. Depositamos en la tumba el cuerpo de nuestros seres queridos, con la esperanza de su resurrección (Cfr. 1 Cor 15,1-34). Es este un rito que perdura muy fuerte y apreciado en nuestro pueblo, y que encuentra repercusiones especiales en este mes de noviembre dedicado en particular al recuerdo y a la oración por los difuntos.
Rogar por los difuntos es, sobre todo, un signo de reconocimiento por el testimonio que nos han dejado y el bien que han hecho. Es un agradecimiento al Señor por habérnoslos donado y por su amor y su amistad. La Iglesia ruega por los difuntos en modo particular durante la Santa Misa. Dice el sacerdote: «Acuérdate también, Señor, de tus hijos, que nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz. A ellos, Señor, y a cuantos descansan en Cristo, concédeles el lugar del consuelo, de la luz y de la paz» (Canon romano). Un recuerdo simple, eficaz, lleno de significado, porque encomienda a nuestros seres queridos a la misericordia de Dios. Oremos con esperanza cristiana que estén con Él en el paraíso, en la espera de encontrarnos juntos en ese misterio de amor que no comprendemos, pero que sabemos que es verdad porque es una promesa que Jesús ha hecho. Todos resucitaremos y todos permaneceremos por siempre con Jesús, con Él.
El recuerdo de los fieles difuntos no debe hacernos olvidar también de rogar por los vivos, que junto a nosotros cada día enfrentan las pruebas de la vida. La necesidad de esta oración es todavía más evidente si la ponemos a la luz de la profesión de fe que dice: «Creo en la comunión de los santos». Es el misterio que expresa la belleza de la misericordia que Jesús nos ha revelado. La comunión de los santos, de hecho, indica que todos estamos inmersos en la vida de Dios y vivimos en su amor. Todos, vivos y difuntos, estamos en la comunión, es decir, unidos todos, ¿no?, como una unión; unidos en la comunidad de cuantos han recibido el Bautismo, y de aquellos que se han nutrido del Cuerpo de Cristo y forman parte de la gran familia de Dios. Todos somos de la misma familia, unidos. Y por esto oramos los unos por los otros.

¡Cuántos modos diversos existen para orar por nuestro prójimo! Son todos válidos y aceptados por Dios si son hechos con el corazón. Pienso en modo particular en las mamás y en los papás que bendicen a sus hijos en la mañana y en la noche – todavía existe esta costumbre en algunas familias, bendecir al hijo es una oración; pienso en la oración por las personas enfermas, cuando vamos a visitarlos y oramos por ellos; en la intercesión silenciosa, a veces con las lágrimas, en tantas situaciones difíciles, orar por estas situaciones difíciles. Ayer ha venido a Misa en Santa Marta un buen hombre, un empresario. Pero debía cerrar su fábrica porque no podía y lloraba este hombre, joven, lloraba y decía: “Yo no puedo dejar sin trabajo a más de 50 familias. Yo podría declarar la bancarrota de la empresa, yo me voy a casa con mi dinero, pero mi corazón llorará toda la vida por estas 50 familias”. ¡Este es un buen cristiano! Ora con las obras, ora: ha venido a misa a orar para que el Señor le dé una salida, no solo para él, él lo tenía: el fracaso. No, no por él: por las 50 familias. Este es un hombre que sabe orar, con el corazón y con los hechos, sabe orar por el prójimo. Es una situación difícil. Y no busca la vía de salida más fácil: “Que ellos vean”, no. Este es un cristiano. Me ha hecho mucho bien escucharlo, mucho bien. Y tal vez existen muchos así, hoy, en este momento en el cual tanta gente sufre por la falta de trabajo; pienso también en el agradecimiento por una bella noticia que se refiere a un amigo, un pariente, un compañero… “ìGracias, Señor, por esta cosa bella!, también esto es orar por los demás, así. Agradecer al Señor cuando las cosas son hermosas.  A veces, como dice San Pablo, «no sabemos orar como es debido; pero es el Espíritu que intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rom 8,26). Es el Espíritu que ora dentro de nosotros. Abramos, pues, nuestro corazón, de modo que el Espíritu Santo, escrutando los deseos que están en lo más profundo, los pueda purificar y llevar a cumplimiento. De todos modos, por nosotros y por los demás, pidamos siempre que se haga la voluntad de Dios, como en el Padre Nuestro, porque su voluntad es seguramente el bien más grande, el bien de un Padre que no nos abandona jamás: orar y dejar que el Espíritu Santo ore por nosotros. Y esto es bello en la vida: ora agradeciendo, alabando a Dios, pidiendo algo, llorando cuando hay alguna dificultad, como aquel hombre, muchas cosas. Pero siempre el corazón abierto al Espíritu porque ora por nosotros, con nosotros y por nosotros.
Concluyendo estas catequesis sobre la misericordia, comprometámonos a orar los unos por los otros para que las obras de misericordia corporales y espirituales se conviertan siempre más en el estilo de nuestra vida. Las catequesis, como he dicho al inicio, terminan aquí. Hemos hecho el recorrido de las 14 obras de misericordia, pero la misericordia continua y debemos ejercitarla en estos 14 modos. Gracias.
(Traducción del italiano, Renato Martinez – Radio Vaticano)
(from Vatican Radio)