jueves, 29 de junio de 2017

Juan José Omella: «En la Iglesia debemos dejar de mirarnos el ombligo»



Cree en el diálogo interreligioso. Y con los no creyentes. A todos tiende la mano para trabajar por la sociedad desde un espíritu de servicio. Incluso ha abierto la elaboración del Plan Pastoral de Barcelona a la participación de cualquier vecino, sea o no católico. «En ese diálogo está la Iglesia en salida», afirma Juan José Omella (Cretas –Teruel–, 1946), que recibió este miércoles el birrete cardenalicio de manos del Papa. En un Consistorio plagado de sorpresas, la suya fue la única púrpura previsible, no tanto por la importancia de la diócesis (Francisco ha dejado claro que para él no existen sedes automáticamente cardenalicias), sino por la estrecha relación de confianza que mantiene con el Pontífice, con quien comparte una misma visión sobre la misión hoy de la Iglesia.
Se habla de usted como una de las personas de mayor confianza del Papa en España. ¿Qué tipo de cosas le pregunta el Papa, de qué temas hablan?
Con cualquier obispo que va a hablar con él, lo que a él le preocupa siempre es cómo estás, la situación de tu Iglesia particular, tus dificultades y tus logros… Es casi como cuando uno le cuenta las cosas de su trabajo a su padre, a su mujer, a su marido… Con el Papa te puedes desahogar porque sabes que siempre te escucha. A la Conferencia Episcopal Española le tiene además un cariño especial, la sigue muy de cerca. Él se interesa por todas las Iglesias, pero de manera especial por la de España, a la que considera un poco como su propia casa. Y en el contacto que tenemos, las preguntas siempre suelen pertenecer a este nivel. Él, como buen padre, nos anima a seguir adelante en ese camino que estamos recorriendo todos los obispos, que es de comunión –esto es muy importante–, para evangelizar esta tierra de raíces cristianas que es España y que es Europa.
¿Y cómo propone el Papa llevar adelante esa labor de evangelización?
Él nos está dando las claves. Nos está pidiendo que no seamos una Iglesia autorreferencial, cerrada sobre sí misma. Nos dice: «Ábranse, ábranse al mundo, que el mundo tiene hambre del mensaje de Jesucristo». Yo creo que es eso lo que tenemos que captar: dejar de mirarnos tanto el ombligo y pensar más en la sociedad, en qué es lo que necesita, que al final son testimonios, testigos y pruebas de esperanza, de amor y de cariño, especialmente hacia los más pobres. Eso es el Evangelio de Jesucristo. Y nos está diciendo también: «Sean pastores». No solo el sacerdote. Porque también es pastor el catequista, el padre de familia, el maestro católico… Estamos llamados a ir delante por donde el Evangelio nos dice que debemos caminar. Pero ir también en medio de la gente, compartiendo sus esperanzas, sus dificultades, sus problemas… E ir también detrás, recogiendo a los más pobres, a los más vulnerables, a los más pequeños… El Papa es un modelo de pastor que se mete entre la gente, como lo hacía en Buenos Aires cuando viajaba en el metro, visitaba los suburbios, lloraba y reía con todos… Es así como se evangeliza.
Háblenos de su trabajo en la Congregación de los Obispos. Forjado en responsabilidades diocesanas, experiencia pastoral, conocimiento del seminario… ¿Este podría ser el retrato robot de los nuevos obispos, frente a otras épocas en las que, quizá, se ponía más el acento en la solvencia doctrinal?
El Papa no da unos criterios que todos conocemos, porque habla de esto abiertamente. Él quiere un obispo que sea ante todo pastor. Que esté muy en contacto con la gente e impulse una Iglesia en salida. Y que trabaje sinodalmente con todos, en comunión con los laicos y con los hermanos obispos. Esas son las claves que él nos va dando, y la congregación trata de buscar esos pastores, aunque yo creo que la gran mayoría de obispos ya son así (por no decir todos, que podría sonar un poco pretencioso). Después, entre los posibles candidatos, hay que elegir. Por el camino se quedan sacerdotes que hubiesen sido igual o mejores obispos, pero no todos los sacerdotes pueden ser obispos, igual que no todos los bautizados pueden ser sacerdotes.
En entornos sociológicamente cada vez más plurales, como Barcelona, ¿qué ajustes se requieren en el modelo de presencia para una Iglesia en salida con una presencia socialmente significativa?
De entrada, no podemos olvidar algo que decía san Agustín: a las ovejas que están dentro del redil hay que darles de comer. No podemos abandonarlas. A quienes participan ya en la Eucaristía y en los sacramentos tenemos que acompañarlos para ayudarlos a vivir y a crecer en santidad. Pero no podemos quedarnos ahí. Tenemos que salir a buscar también a las personas que están fuera. Por eso es tan importante el diálogo con el mundo, con la cultura… Y por eso mi antecesor [el cardenal Lluís Martínez Sistach], siguiendo las indicaciones de Benedicto XVI, llevó a cabo aquel diálogo a través del Atrio de los Gentiles y promovió la evangelización de las grandes ciudades. En Barcelona hay una realidad social muy plural con presencia de otras muchas religiones. Hay una presencia significativa, por ejemplo, de musulmanes que debemos tener en cuenta y estar en contacto con ellos desde una actitud de respeto, de escucha y de convivencia, porque todos buscamos servir al Señor y a la humanidad. Y luego, están las personas del mundo del ateísmo, que también buscan servir a la humanidad. Yo creo en el diálogo con ellos. Pío XII decía que hay ateos porque hay malos cristianos. Por nuestro mal ejemplo se alejan muchos de la Iglesia. Pero siguen teniendo un corazón con hambre de verdad, de justicia, de libertad, de unión, de convivencia… Creo que nos podemos encontrar trabajando juntos por el bien de la sociedad. En ese diálogo está la Iglesia en salida.
Usted ha abierto la elaboración del nuevo Plan Pastoral a la participación de todos, ni siquiera solo los católicos.
Sí. El Plan Pastoral lo hemos abierto no solo a los seglares y a las parroquias, sino a todo aquel que quiera aportar sus ideas, aunque no pertenezca a la Iglesia. No sé si participarán muchos o pocos no creyentes. El hecho es que es bueno que escuchemos a los que no piensan como nosotros y nos digan en qué creen que debemos mejorar.
También se ha dirigido a los sacerdotes y a los diáconos para plantearles cambios en la línea pastoral. ¿En qué sentido deben ser esos cambios?
Cuando llegué a Barcelona [el 26 de diciembre de 2015] mucha gente me advirtió: «Mire, las cosas han cambiado, y aquí tenemos muchas estructuras que vienen de tiempos antiguos y que a lo mejor ya no necesitamos». Hacía falta reestructurar, sabiendo que hoy no tenemos tantos brazos para llevar adelante la misión de la Iglesia. Y también me pidieron que, al venir un obispo nuevo, hubiera un relevo, un gobierno nuevo. Estos cambios, en lugar de hacerlos yo solo, me pareció que era bueno consultarlos con los sacerdotes y los diáconos, que llevan muchos años aquí trabajando y conocen Barcelona mejor que yo. Y la verdad es que me están escribiendo para darme buenas ideas… Eso es, en el fondo, una Iglesia sinodal. Igual que el Papa consulta a todos, yo he querido preguntar a la base, a las parroquias, a los jóvenes… No siempre coincidiremos todos en las opiniones, pero escuchar a todos siempre viene bien, igual que siempre uno agradece que le pregunten su opinión.
Y en medio de este proceso tiene usted ya a los dos obispos auxiliares que le pidió al Papa.
Es un regalo de Dios que lleguen justo cuando estamos haciendo esta recogida de propuestas para que así puedan integrarse en esta reflexión y en estas nuevas propuestas, y empecemos a caminar juntos todos en este nuevo camino, que en el fondo es seguir el que ya existía antes, pero dándole algún matiz, algún refuerzo, alguna corrección.
Ante una sociedad dividida en cuestiones políticas, ¿cuál debe ser el papel de la Iglesia?
El papel de la Iglesia es abrir las puertas y acoger a todos. Y facilitar que el diálogo crezca y se evite la confrontación. Estamos para animar a todos a trabajar por el bien común. Eso es lo más importante. La Iglesia hace ese papel de intermediario en la medida de lo posible.
Ricardo Benjumea

29 de junio: san Pedro y san Pablo


Es significativo que celebremos en un solo día la fiesta de estos dos santos tan importantes. Aunque en otras jornadas celebremos la conversión de San Pablo o la Cátedra de san Pedro, no por ello deja de ser llamativo este hecho. En el prefacio de hoy leemos: «por caminos diversos, los dos congregaron la única Iglesia de Cristo, y los dos, coronados por el martirio, celebra hoy tu pueblo con una misma veneración».
Pedro y Pablo siguieron caminos distintos. Uno acompañó a Jesús durante su vida pública, mientras que al otro se le apareció el Señor resucitado. Pedro fue nombrado jefe de la Iglesia y Pablo apóstol de los gentiles. En algún momento parece que hay tensiones entre ambos respecto de las tradiciones heredadas de los judíos, pero los dos son columna importantes de la Iglesia. Y no recordamos la singularidad de cada uno de ellos sino la misericordia que Dios tuvo con ellos y su servicio en la edificación de la Iglesia, que ambos coronaron con la efusión de su sangre. Por ello, en la oración de poscomunión se pide: «perseverando en la fracción del pan y en la doctrina de los apóstoles, tengamos un solo corazón y una sola alma, arraigados firmemente en tu amor».
Porque, en sus diferencias, que no eran tantas ni tan graves, ambos apóstoles caminaron unidos por un mismo amor y una misma fe. Por ello también en la oración colecta de hoy, invocando la protección de ambos apóstoles, pedimos a Dios que la «Iglesia se mantenga siempre fiel a las enseñanzas de aquellos que fueron fundamento de nuestra fe cristiana».
Las lecturas de hoy nos recuerdan también que la predicación de Pedro y Pablo no fue fácil. Ambos conocieron la persecución, la incomodidad de la cárcel y, finalmente, ambos compartieron el martirio. Pero en la vida de ambos se manifiesta cómo lo que actúa es el poder de la gracia de Cristo. Así lo confiesa Pablo, sabedor de que su muerte es inminente.
También aparece en la primera lectura que, con todo su dramatismo, tiene un aire más divertido. San Pedro está en la cárcel y parece que no va a poder cumplir con su misión de cabeza de los Apóstoles y guía de la Iglesia.
Sin embargo un ángel lo libera de la cárcel. Él cree que está soñando hasta que recapacita y dice: «Pues era verdad; el Señor ha enviado a su ángel para librarme…». Esa sorpresa que corresponde al perfil de Pedro nos indica su toma de conciencia de que la Iglesia es de Cristo, no de Pedro, y que es el Señor quien la guía. Cuando parece que todo está perdido, y tantas veces nos lo parece a lo largo de la historia, el Señor nos muestra un camino imprevisto. Porque Dios no deja a la Iglesia en manos de los hombres sino que elige a hombres para que le ayuden en el servicio.
Respecto del Evangelio, que trata de la confesión de fe de san Pedro y de la misión que Jesús le encomienda, pueden iluminarnos estas palabras de Benedicto XVI: «Las tres metáforas que utiliza Jesús son en sí muy claras: Pedro será el cimiento de roca sobre el que se apoyará el edificio de la Iglesia; tendrá las llaves del reino de los cielos para abrir y cerrar a quien parezca oportuno; por último, podrá atar o desatar, es decir, podrá decidir o prohibir lo que considere necesario para la vida de la Iglesia, que es y sigue siendo de Cristo».
En este día pedimos de una manera especial por el Papa Francisco, que ha recibido el encargo de custodiar el depósito de la fe y de anunciarlo a los hombres y mujeres de nuestra generación. Que el Espíritu Santo no deje de conducirlo para que sus enseñanzas nos ayuden a todos a seguir con mayor entusiasmo y entrega el evangelio de Cristo.
Archimadrid.org

COMENTARIO DE BENEDICTO XVI AL EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO (16,13-19)




En el pasaje del Evangelio de san Mateo que hemos escuchado hace poco, Pedro hace la propia confesión de fe a Jesús reconociéndolo como Mesías e Hijo de Dios; la hace también en nombre de los otros apóstoles. 

Como respuesta, el Señor le revela la misión que desea confiarle, la de ser la «piedra», la «roca», el fundamento visible sobre el que está construido todo el edificio espiritual de la Iglesia (cf. Mt 16, 16-19). Pero ¿de qué manera Pedro es la roca? ¿Cómo debe cumplir esta prerrogativa, que naturalmente no ha recibido para sí mismo? 

El relato del evangelista Mateo nos dice en primer lugar que el reconocimiento de la identidad de Jesús pronunciado por Simón en nombre de los Doce no proviene «de la carne y de la sangre», es decir, de su capacidad humana, sino de una particular revelación de Dios Padre. 

En cambio, inmediatamente después, cuando Jesús anuncia su pasión, muerte y resurrección, Simón Pedro reacciona precisamente a partir de la «carne y sangre»: Él «se puso a increparlo: … [Señor] eso no puede pasarte» (16, 22). Y Jesús, a su vez, le replicó: «Aléjate de mí, Satanás. Eres para mí piedra de tropiezo…» (v. 23). 

El discípulo que, por un don de Dios, puede llegar a ser roca firme, se manifiesta en su debilidad humana como lo que es: una piedra en el camino, una piedra con la que se puede tropezar.

Así se manifiesta la tensión que existe entre el don que proviene del Señor y la capacidad humana; y en esta escena entre Jesús y Simón Pedro vemos de alguna manera anticipado el drama de la historia del mismo papado, que se caracteriza por la coexistencia de estos dos elementos: por una parte, gracias a la luz y la fuerza que viene de lo alto, el papado constituye el fundamento de la Iglesia peregrina en el tiempo; por otra, emergen también, a lo largo de los siglos, la debilidad de los hombres, que sólo la apertura a la acción de Dios puede transformar.

En el Evangelio de hoy emerge con fuerza la clara promesa de Jesús: «el poder del infierno», es decir las fuerzas del mal, no prevalecerán, «non praevalebunt». (...) La promesa que Jesús hace a Pedro es ahora mucho más grande que las hechas a los antiguos profetas: Éstos, en efecto, fueron amenazados sólo por enemigos humanos, mientras Pedro ha de ser protegido de las «puertas del infierno», del poder destructor del mal... Pedro es confortado con respecto al futuro de la Iglesia, de la nueva comunidad fundada por Jesucristo y que se extiende a todas las épocas, más allá de la existencia personal del mismo Pedro.

Pasemos ahora al símbolo de las llaves, que hemos escuchado en el Evangelio... En el Evangelio hay otra palabra de Jesús dirigida a los escribas y fariseos, a los cuales el Señor les reprocha de cerrar el reino de los cielos a los hombres (cf. Mt 23,13). Estas palabras también nos ayudan a comprender la promesa hecha a Pedro: a él, en cuanto fiel administrador del mensaje de Cristo, le corresponde abrir la puerta del reino de los cielos, y juzgar si aceptar o excluir (cf. Ap 3,7). 

Las dos imágenes – la de las llaves y la de atar y desatar – expresan por tanto significados similares y se refuerzan mutuamente. La expresión «atar y desatar» forma parte del lenguaje rabínico y alude por un lado a las decisiones doctrinales, por otro al poder disciplinar, es decir a la facultad de aplicar y de levantar la excomunión. El paralelismo «en la tierra… en los cielos» garantiza que las decisiones de Pedro en el ejercicio de su función eclesial también son válidas ante Dios.

En el capítulo 18 del Evangelio según Mateo, dedicado a la vida de la comunidad eclesial, encontramos otras palabras de Jesús dirigidas a los discípulos: «En verdad os digo que todo lo que atéis en la tierra quedará atado en los cielos, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en los cielos» (Mt 18,18). 

Y san Juan, en el relato de las apariciones de Cristo resucitado a los Apóstoles, en la tarde de Pascua, refiere estas palabras del Señor: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20,22-23). A la luz de estos paralelismos, aparece claramente que la autoridad de atar y desatar consiste en el poder de perdonar los pecados. 

Y esta gracia, que debilita la fuerza del caos y del mal, está en el corazón del misterio y del ministerio de la Iglesia. La Iglesia no es una comunidad de perfectos, sino de pecadores que se deben reconocer necesitados del amor de Dios, necesitados de ser purificados por medio de la Cruz de Jesucristo. Las palabras de Jesús sobre la autoridad de Pedro y de los Apóstoles revelan que el poder de Dios es el amor, amor que irradia su luz desde el Calvario. 
(De la homilía del 29 de junio de 2012)

EVANGELIO DE HOY: EL PODER DEL INFIERNO NO DERROTARÁ A LA IGLESIA



Lectura del santo evangelio según san Mateo (16,13-19):

En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?»

Ellos contestaron: «Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas.»

Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?»

Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.»

Jesús le respondió: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás! porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. 

Ahora te digo yo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo.»

Palabra del Señor

Papa: confesión, persecución y oración. Homilía en la Solemnidad de Pedro y Pablo




La liturgia de hoy nos ofrece tres palabras fundamentales para la vida del apóstol: confesiónpersecuciónoración.

La confesión es la de Pedro en el Evangelio, cuando el Señor pregunta, ya no de manera general, sino particular. Jesús, en efecto, pregunta primero: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?» (Mt 16,13). Y de esta «encuesta» se revela de distintas maneras que la gente considera a Jesús un profeta. Es entonces cuando el Maestro dirige a sus discípulos la pregunta realmente decisiva: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (v. 15). A este punto, responde sólo Pedro: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (v. 16). Esta es la confesión: reconocer que Jesús es el Mesías esperado, el Dios vivo, el Señor de nuestra vida.

Jesús nos hace también hoy a nosotros esta pregunta esencial, la dirige a todos, pero especialmente a nosotros pastores. Es la pregunta decisiva, ante la que no valen respuestas circunstanciales porque se trata de la vida: y la pregunta sobre la vida exige una respuesta de vida. Pues de poco sirve conocer los artículos de la fe si no se confiesa a Jesús como Señor de la propia vida. Él nos mira hoy a los ojos y nos pregunta: «¿Quién soy yo para ti?». Es como si dijera: «¿Soy yo todavía el Señor de tu vida, la orientación de tu corazón, la razón de tu esperanza, tu confianza inquebrantable?». Como san Pedro, también nosotros renovamos hoy nuestra opción de vida como discípulos y apóstoles; pasamos nuevamente de la primera a la segunda pregunta de Jesús para ser «suyos», no sólo de palabra, sino con las obras y con nuestra vida.

Preguntémonos si somos cristianos de salón, de esos que comentan cómo van las cosas en la Iglesia y en el mundo, o si somos apóstoles en camino, que confiesan a Jesús con la vida porque lo llevan en el corazón. Quien confiesa a Jesús sabe que no ha de dar sólo opiniones, sino la vida; sabe que no puede creer con tibieza, sino que está llamado a «arder» por amor; sabe que en la vida no puede conformarse con «vivir al día» o acomodarse en el bienestar, sino que tiene que correr el riesgo de ir mar adentro, renovando cada día el don de sí mismo. Quien confiesa a Jesús se comporta como Pedro y Pablo: lo sigue hasta el final; no hasta un cierto punto sino hasta el final, y lo sigue en su camino, no en nuestros caminos. Su camino es el camino de la vida nueva, de la alegría y de la resurrección, el camino que pasa también por la cruz y la persecución.

Y esta es la segunda palabra, persecución. No fueron sólo Pedro y Pablo los que derramaron su sangre por Cristo, sino que desde los comienzos toda la comunidad fue perseguida, como nos lo ha recordado el libro de los Hechos de los Apóstoles (cf. 12,1). Incluso hoy en día, en varias partes del mundo, a veces en un clima de silencio —un silencio con frecuencia cómplice—, muchos cristianos son marginados, calumniados, discriminados, víctimas de una violencia incluso mortal, a menudo sin que los que podrían hacer que se respetaran sus sacrosantos derechos hagan nada para impedirlo.

Por otra parte, me gustaría hacer hincapié especialmente en lo que el Apóstol Pablo afirma antes de «ser —como escribe— derramado en libación» (2 Tm 4,6). Para él la vida es Cristo (cf. Flp 1,21), y Cristo crucificado (cf. 1 Co 2,2), que dio su vida por él (cf. Ga 2,20). De este modo, como fiel discípulo, Pablo siguió al Maestro ofreciendo también su propia vida. Sin la cruz no hay Cristo, pero sin la cruz no puede haber tampoco un cristiano. En efecto, «es propio de la virtud cristiana no sólo hacer el bien, sino también saber soportar los males» (Agustín, Disc. 46.13), como Jesús. Soportar el mal no es sólo tener paciencia y continuar con resignación; soportar es imitar a Jesús: es cargar el peso, cargarlo sobre los hombros por él y por los demás. Es aceptar la cruz, avanzando con confianza porque no estamos solos: el Señor crucificado y resucitado está con nosotros. Así, como Pablo, también nosotros podemos decir que estamos «atribulados en todo, mas no aplastados; apurados, mas no desesperados; perseguidos, pero no abandonados» (2 Co 4,8-9).

Soportar es saber vencer con Jesús, a la manera de Jesús, no a la manera del mundo. Por eso Pablo —lo hemos oímos— se considera un triunfador que está a punto de recibir la corona (cf. 2 Tm 4,8) y escribe: «He combatido el noble combate, he acabado la carrera, he conservado la fe» (v. 7). Su comportamiento en la noble batalla fue únicamente no vivir para sí mismo, sino para Jesús y para los demás. Vivió «corriendo», es decir, sin escatimar esfuerzos, más bien consumándose. Una cosa dice que conservó: no la salud, sino la fe, es decir la confesión de Cristo. Por amor a Jesús experimentó las pruebas, las humillaciones y los sufrimientos, que no se deben nunca buscar, sino aceptarse. Y así, en el misterio del sufrimiento ofrecido por amor, en este misterio que muchos hermanos perseguidos, pobres y enfermos encarnan también hoy, brilla el poder salvador de la cruz de Jesús.

La tercera palabra es oración. La vida del apóstol, que brota de la confesión y desemboca en el ofrecimiento, transcurre cada día en la oración. La oración es el agua indispensable que alimenta la esperanza y hace crecer la confianza. La oración nos hace sentir amados y nos permite amar. Nos hace ir adelante en los momentos más oscuros, porque enciende la luz de Dios. En la Iglesia, la oración es la que nos sostiene a todos y nos ayuda a superar las pruebas. Nos lo recuerda la primera lectura: «Mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él» (Hch 12,5). Una Iglesia que reza está protegida por el Señor y camina acompañada por él. Orar es encomendarle el camino, para que nos proteja. La oración es la fuerza que nos une y nos sostiene, es el remedio contra el aislamiento y la autosuficiencia que llevan a la muerte espiritual. Porque el Espíritu de vida no sopla si no se ora y sin oración no se abrirán las cárceles interiores que nos mantienen prisioneros.

Que los santos Apóstoles nos obtengan un corazón como el suyo, cansado y pacificado por la oración: cansado porque pide, toca e intercede, lleno de muchas personas y situaciones para encomendar; pero al mismo tiempo pacificado, porque el Espíritu trae consuelo y fortaleza cuando se ora. Qué urgente es que en la Iglesia haya maestros de oración, pero que sean ante todo hombres y mujeres de oración, que viven la oración.

El Señor interviene cuando oramos, él, que es fiel al amor que le hemos confesado y que nunca nos abandona en las pruebas. Él acompañó el camino de los Apóstoles y os acompañará también a vosotros, queridos hermanos Cardenales, aquí reunidos en la caridad de los Apóstoles que confesaron la fe con su sangre. Estará también cerca de vosotros, queridos hermanos Arzobispos que, recibiendo el palio, seréis confirmados en vuestro vivir para el rebaño, imitando al Buen Pastor, que os sostiene llevándoos sobre sus hombros. El mismo Señor, que desea ardientemente ver a todo su rebaño reunido, bendiga y custodie al Patriarca Ecuménico y también a la Delegación del Patriarcado Ecuménico, y bendiga al querido hermano Bartolomé, que la ha enviado como señal de comunión apostólica.

«Jesús caminaba delante de ellos». Esta es la imagen que nos ofrece el Evangelio que hemos escuchado (Mc 10,32-45), y que hace de escenario también para el acto que estamos realizando: un Consistorio para la creación de nuevos Cardenales. Jesús camina con decisión hacia Jerusalén. Sabe bien lo que allí le aguarda y ha hablado ya de ello muchas veces a sus discípulos. Pero entre el corazón de Jesús y el corazón de los discípulos hay una distancia, que sólo el Espíritu Santo podrá colmar. Jesús lo sabe; por esto tiene paciencia con ellos, habla con sinceridad y sobre todo les precede, camina delante de ellos. A lo largo del camino, los discípulos están distraídos por intereses que no son coherentes con la «dirección» de Jesús, con su voluntad, que es una con la voluntad del Padre. Así como —hemos escuchado— los dos hermanos Santiago y Juan piensan en lo hermoso que sería sentarse uno a la derecha y el otro a la izquierda del rey de Israel (cf. v. 37). No miran la realidad. Creen que ven pero no ven, que saben pero no saben, que entienden mejor que los otros pero no entienden… La realidad en cambio es otra muy distinta, es la que Jesús tiene presente y la que guía sus pasos. La realidad es la cruz, es el pecado del mundo que él ha venido a tomar consigo y arrancar de la tierra de los hombres y de las mujeres. La realidad son los inocentes que sufren y mueren a causa de las guerras y el terrorismo; es la esclavitud que no cesa de pisar la dignidad también en la época de los derechos humanos; la realidad es la de los campos de prófugos que a veces se asemejan más a un infierno que a un purgatorio; la realidad es el descarte sistemático de todo lo que ya no sirve, incluidas las personas. Esto es lo que Jesús ve mientras camina hacia Jerusalén. Durante su vida pública, Él ha manifestado la ternura del Padre, sanando a todos los que estaban bajo el poder del maligno (cf. Hch 10,38). Ahora sabe que ha llegado el momento de ir a lo más profundo, de arrancar la raíz del mal y por esto camina decididamente hacia la cruz. También nosotros, hermanos y hermanos, estamos en camino con Jesús en esta vía. De modo particular me dirijo a ustedes, queridos nuevos cardenales. Jesús «camina delante de ustedes» y les pide que lo sigan con decisión en su camino. Los llama a mirar la realidad, a no distraerse por otros intereses, por otras perspectivas. Él no los ha llamado para que se conviertan en «príncipes» en la Iglesia, para que se «sienten a su derecha o a su izquierda». Los llama a servir como Él y con Él. A servir al Padre y a los hermanos. Los llama a afrontar con su misma actitud el pecado del mundo y sus consecuencias en la humanidad de hoy. Siguiéndolo, también ustedes caminan delante del pueblo santo de Dios, teniendo fija la mirada en la Cruz y en la Resurrección del Señor. Y así, a través de la intercesión de la Virgen María, invocamos con fe el Espíritu Santo, para que reduzca toda distancia entre nuestro corazón y el corazón de Cristo, y toda nuestra vida sea un servicio a Dios y a los hermanos. (from Vatican Radio)





«Jesús caminaba delante de ellos». Esta es la imagen que nos ofrece el Evangelio que hemos escuchado (Mc 10,32-45), y que hace de escenario también para el acto que estamos realizando: un Consistorio para la creación de nuevos Cardenales.

Jesús camina con decisión hacia Jerusalén. Sabe bien lo que allí le aguarda y ha hablado ya de ello muchas veces a sus discípulos. Pero entre el corazón de Jesús y el corazón de los discípulos hay una distancia, que sólo el Espíritu Santo podrá colmar. Jesús lo sabe; por esto tiene paciencia con ellos, habla con sinceridad y sobre todo les precede, camina delante de ellos.

A lo largo del camino, los discípulos están distraídos por intereses que no son coherentes con la «dirección» de Jesús, con su voluntad, que es una con la voluntad del Padre. Así como —hemos escuchado— los dos hermanos Santiago y Juan piensan en lo hermoso que sería sentarse uno a la derecha y el otro a la izquierda del rey de Israel (cf. v. 37).  No miran la realidad. Creen que ven pero no ven, que saben pero no saben, que entienden mejor que los otros pero no entienden…

La realidad en cambio es otra muy distinta, es la que Jesús tiene presente y la que guía sus pasos. La realidad es la cruz, es el pecado del mundo que él ha venido a tomar consigo y arrancar de la tierra de los hombres y de las mujeres. La realidad son los inocentes que sufren y mueren a causa de las guerras y el terrorismo; es la esclavitud que no cesa de pisar la dignidad también en la época de los derechos humanos; la realidad es la de los campos de prófugos que a veces se asemejan más a un infierno que a un purgatorio; la realidad es el descarte sistemático de todo lo que ya no sirve, incluidas las personas.

Esto es lo que Jesús ve mientras camina hacia Jerusalén. Durante su vida pública, Él ha manifestado la ternura del Padre, sanando a todos los que estaban bajo el poder del maligno (cf. Hch 10,38). Ahora sabe que ha llegado el momento de ir a lo más profundo, de arrancar la raíz del mal y por esto camina decididamente hacia la cruz.

También nosotros, hermanos y hermanos, estamos en camino con Jesús en esta vía. De modo particular me dirijo a ustedes, queridos nuevos cardenales. Jesús «camina delante de ustedes» y les pide que lo sigan con decisión en su camino. Los llama a mirar la realidad, a no distraerse por otros intereses, por otras perspectivas. Él no los ha llamado para que se conviertan en «príncipes» en la Iglesia, para que se «sienten a su derecha o a su izquierda». Los llama a servir como Él y con Él. A servir al Padre y a los hermanos. Los llama a afrontar con su misma actitud el pecado del mundo y sus consecuencias en la humanidad de hoy. Siguiéndolo, también ustedes caminan delante del pueblo santo de Dios, teniendo fija la mirada en la Cruz y en la Resurrección del Señor.

Y así, a través de la intercesión de la Virgen María, invocamos con fe el Espíritu Santo, para que reduzca toda distancia entre nuestro corazón y el corazón de Cristo, y toda nuestra vida sea un servicio a Dios y a los hermanos.

Papa: Los cristianos aman, pero no siempre son amados


“Los mártires no viven para sí, no combaten para afirmar sus propias ideas, sino que aceptan morir solo por la fidelidad al Evangelio. Por eso, no se puede utilizar la palabra mártir para referirse a los que cometen atentados suicidas, porque en su conducta no se halla esa manifestación de amor a Dios y al prójimo que es propia del testigo de Cristo”. 

En su Audiencia General del cuarto miércoles de junio el Papa Francisco reflexionó sobre la esperanza cristiana como fuerza de los mártires. Y lo hizo a partir de un pasaje del Evangelio de San Mateo en que Jesús dice a sus discípulos que los envía “como a ovejas en medio de lobos”, por lo que deben ser “astutos como serpientes y sencillos como palomas”. De ahí que les haya pedido que “se cuiden de los hombres”, porque los entregarán a los tribunales y los azotarán en las sinagogas. A la vez que les anuncia que “serán odiados por todos a causa de su Nombre”, si bien quien habrá perseverado hasta el final será salvado.

Hablando en italiano, el Obispo de Roma afirmó que cuando el Señor envía a los suyos en misión, no los ilusiona diciéndoles que tendrán un éxito fácil sino al contrario, les advierte claramente que el anuncio del Reino de Dios siempre comporta una oposición. De manera que los cristianos aman, sí – dijo Francisco – pero no siempre son amados.

Y explicó que los cristianos son hombres y mujeres que van “contracorriente”. En efecto es así  en este mundo marcado por el pecado que se manifiesta en las diversas formas de egoísmo y de injusticia y en el que quien sigue a Cristo camina en dirección contraria. “No por espíritu polémico – añadió el Papa – sino por fidelidad a la lógica del Reino de Dios, que es una lógica de esperanza y que se traduce en un estilo de vida basado en las indicaciones de Jesús.

La primera indicación –  prosiguió el Pontífice  – es la pobreza. Porque, en efecto, un cristiano que no sea humilde y pobre, desapegado de las riquezas y del poder y, sobre todo, desapegado de sí mismo no se asemeja a Jesús. El cristiano – dijo el Papa –  recorre su camino en este mundo con lo esencial y con el corazón lleno de amor. Mientras la derrota verdadera es caer en la tentación de la venganza y de la violencia, respondiendo al mal con el mal.
Tras recordar que la única fuerza del cristiano es el EvangelioFrancisco afirmó que la persecución no es una contradicción al Evangelio, sino que forma parte de este camino que recorrió nuestro Maestro. De modo que los cristianos no deben estar del lado de los persecutores, sino de los perseguidos; no de los arrogantes, sino de los dóciles; no de los “vendedores de humo”, sino sometidos a la verdad; no de los impostores, sino de los honestos”.

El Sucesor de Pedro concluyó su reflexión afirmando que esta fidelidad al estilo de Jesús – estilo de  esperanza – hasta la muerte, es la que ya los primeros cristianos llaman con el nombre hermoso de “martirio”, que significa “testimonio”. Y recordó que los mártires no viven para sí mismos ni combaten para afirmar sus propias ideas, y si aceptan que deben morir lo hacen sólo por fidelidad al Evangelio.  

(María Fernanda Bernasconi - RV).