sábado, 30 de julio de 2016

El surrealisa debate entre los asesinos y las monjas retenidas en el templo "¿Tienes miedo de morir?" "Creo en Dios y sé que seré feliz"



Tras el asesinato del padre Jacques Hamel el martes en la iglesia de Saint-Etienne-du-Rouvray (Francia), el comando yihadista entabló un diálogo surrealista con las dos religiosas retenidas en el interior del templo, según informaciones del diario católico La Vie.
En un momento en que el cura de 85 yacía ya muerto y un fiel se encontraba gravemente herido, los dos atacantes, que hasta el momento habían mantenido una actitud agresiva y furiosa, cambiaron súbitamente de comportamiento. "Tuve derecho a una sonrisa del segundo", afirma la monja Huguette Péron. "No una sonrisa de triunfo, sino una sonrisa dulce, de alguien feliz", explica.
La hermana Hélène Decaux, de 83 años, y la esposa del fiel herido, de más de 80, pidieron sentarse. Uno de los asesinos aceptó. "Le pedí mi bastón y me lo dio", afirma la monja.
Después, la conversación viró hacia la temática religiosa. Uno de los hombres preguntó a la hermana Hélène si conocía el Corán. "Claro, lo respeto como respeto la Biblia. Ya he leído varias suras. Y lo que me llegó particularmente son las suras que hablan de paz", respondió la religiosa.
"La paz, eso es lo que queremos (...).Mientras haya bombas en Siria, continuaremos con los atentados. Y habrá todos los días. Cuando paréis, pararemos", contestó su interlocutor.
"¿Tienes miedo de morir?", preguntó a continuación. Ante la respuesta negativa de la monja, el yihadista inquirió el porqué. "Creo en Dios y sé que seré feliz", respondió la hermana Hélène, que según dijo al diario católico, en ese momento se encomendó a la virgen y pensó en Christian de Chergé, el prelado del monasterio de Tibehirin (Argelia), asesinado con otros seis monjes en 1996.
Con la hermana Huguette, la conservación versó sobre Jesús. "Jesús no puede ser hombre y Dios. Sois vosotros los que os equivocáis", aseguró el asesino.
"Quizá, pero qué más da", respondió la monja. "Pensando que iba a morir, ofrecí mi vida a dios", relata.
"Visiblemente, esperaban a la policía", considera la hermana Hélène. Poco después, los dos hombres intentaron salir utilizando a las tres mujeres como escudo humano. "Pero no se pusieron totalmente detrás de nosotras. Se podría decir que caminaban hacia la muerte".
Presente en la misa cuando irrumpieron los yihadistas, una tercera religiosa, la hermana Danielle Delafosse, logró salir de la iglesia y dar la voz de alarma.

Papa: Jesús envía a la Iglesia a propagar su paz y misericordia y servir al mundo

«El pasaje del Evangelio que hemos escuchado (cf. Jn 20,19-31) nos habla de un lugar, de un discípulo y un libro.
El lugar es la casa en la que estaban los discípulos al anochecer del día de la Pascua: de ella se dice sólo que sus puertas estaban cerradas (cf. v. 19). Ocho días más tarde, los discípulos estaban todavía en aquella casa, y sus puertas también estaban cerradas (cf. v. 26). Jesús entra, se pone en medio y trae su paz, el Espíritu Santo y el perdón de los pecados: en una palabra, la misericordia de Dios. En este local cerrado resuena fuerte el mensaje que Jesús dirige a los suyos: «Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo» (v. 21).
Jesús envía. Él desea desde el principio que la Iglesia esté de salida, que vaya al mundo. Y quiere que lo haga tal como él mismo lo ha hecho, como él  ha sido mandado al mundo por el Padre: no como un poderoso, sino en forma de siervo (cf. Flp 2,7), no «a ser servido, sino a servir» (Mc 10,45) y llevar la Buena Nueva (cf. Lc 4,18); también los suyos son enviados así en todos los tiempos. Llama la atención el contraste: mientras que los discípulos cerraban las puertas por temor, Jesús los envía a una misión; quiere que abran las puertas y salgan a propagar el perdón y la paz de Dios con la fuerza del Espíritu Santo.
Esta llamada es también para nosotros. ¿Cómo no sentir aquí el eco de la gran exhortación de san Juan Pablo II: «¡Abrid las puertas!»? No obstante, en nuestra vida como sacerdotes y personas consagradas, se puede tener con frecuencia la tentación de quedarse un poco encerrados, por miedo o por comodidad, en nosotros mismos y en nuestros ámbitos. Pero la dirección que Jesús indica es de sentido único - de sentido único: salir de nosotros mismos. Es un viaje sin billete de vuelta. Se trata de emprender un éxodo de nuestro yo, de perder la vida por él (cf. Mc 8,35), siguiendo el camino de la entrega de sí mismo. Por otro lado, a Jesús no le gustan los recorridos a mitad, las puertas entreabiertas, las vidas de doble vía. Pide ponerse en camino ligeros, salir renunciando a las propias seguridades, anclados únicamente en él.
En otras palabras, la vida de sus discípulos más cercanos, como estamos llamados a ser, está hecha de amor concreto, es decir, de servicio y disponibilidad; es una vida en la que no hay espacios cerrados ni propiedad privada para nuestras propias comodidades, por lo menos no deben existir. Quien ha optado por configurar toda su existencia con Jesús ya no elige dónde estar, sino que va allá donde se le envía, dispuesto a responder a quien lo llama; tampoco dispone de su propio tiempo. La casa en la que reside no le pertenece, porque la Iglesia y el mundo son los espacios abiertos de su misión. Su tesoro es poner al Señor en medio de la vida, sin buscar otra para él. Huye, pues, de las situaciones gratificantes que lo pondrían en el centro, no se sube a los estrados vacilantes de los poderes del mundo y no se adapta a las comodidades que aflojan la evangelización; no pierde el tiempo en proyectar un futuro seguro y bien remunerado, para evitar el riesgo de convertirse en aislado y sombrío, encerrado entre las paredes angostas de un egoísmo sin esperanza y sin alegría. Contento con el Señor, no se conforma con una vida mediocre, sino que tiene un deseo ardiente de ser testigo y de llegar a los otros; le gusta el riesgo y sale, no forzado por caminos ya trazados, sino abierto y fiel a las rutas indicadas por el Espíritu: contrario al «ir tirando», siente el gusto de evangelizar.
En segundo lugar, aparece en el Evangelio de hoy la figura de Tomás, el único discípulo que se menciona. En su duda y su afán de entender —y también un poco terco—, este discípulo se nos asemeja un poco, y hasta nos resulta simpático. Sin saberlo, nos hace un gran regalo: nos acerca a Dios, porque Dios no se oculta a quien lo busca. Jesús le mostró sus llagas gloriosas, le hizo tocar con la mano la ternura infinita de Dios, los signos vivos de lo que ha sufrido por amor a los hombres.
Para nosotros, los discípulos, es muy importante poner nuestra humanidad en contacto con la carne del Señor, es decir, llevarle a él, con confianza y total sinceridad, hasta el fondo, lo que somos. Jesús, como dijo a santa Faustina, se alegra de que hablemos de todo, no se cansa de nuestras vidas, que ya conoce; espera que la compartamos, incluso que le contemos cada día lo que nos ha pasado (cf. Diario, 6 septiembre 1937). Así se busca a Dios, con una oración que sea transparente y no se olvide de confiar y encomendar las miserias, las dificultades y las resistencias. El corazón de Jesús se conquista con la apertura sincera, con los corazones que saben reconocer y llorar las propias debilidades, confiados en que precisamente allí actuará la divina misericordia. ¿Qué es lo que nos pide Jesús? Quiere corazones verdaderamente consagrados, que viven del perdón que han recibido de él, para derramarlo con compasión sobre los hermanos. Jesús busca corazones abiertos y tiernos con los débiles, nunca duros; corazones dóciles y transparentes, que no disimulen ante los que tienen la misión en la Iglesia de orientar en el camino. El discípulo no rechaza hacerse preguntas, tiene la valentía de sentir la duda y de llevarla al Señor, a los formadores y a los superiores, sin cálculos ni reticencias. El discípulo fiel lleva a cabo un discernimiento atento y constante, sabiendo que cada día hay que educar el corazón, a partir de los afectos, para huir de toda doblez en las actitudes y en la vida.
El apóstol Tomás, al final de su búsqueda apasionada, no sólo ha llegado a creer en la resurrección, sino que ha encontrado en Jesús lo más importante de la vida, a su Señor; le dijo: «Señor mío y Dios mío» (v. 28). Nos hará bien rezar hoy y cada día estas palabras espléndidas, para decirle: «Eres mi único bien, la ruta de mi camino, el corazón de mi vida, mi todo.
En el último versículo que hemos escuchado, se habla, en fin, de un libro: es el Evangelio, en el que no están escritos muchos otros signos que hizo Jesús (v. 30). Después del gran signo de su misericordia —podemos pensar—, ya no se ha necesitado añadir nada más. Pero queda todavía un desafío, queda espacio para los signos que podemos hacer nosotros, que hemos recibido el Espíritu del amor y estamos llamados a difundir la misericordia. Se puede decir que el Evangelio, libro vivo de la misericordia de Dios, que hay que leer y releer continuamente, todavía tiene al final páginas en blanco: es un libro abierto, que estamos llamados a escribir con el mismo estilo, es decir, realizando obras de misericordia. Os pregunto – queridos hermanos y hermanas - : ¿Cómo están las páginas del libro de cada uno de vosotros? ¿Se escriben cada día? ¿Están escritas sólo en parte? ¿Están en blanco? Que la Madre de Dios nos ayude en ello: que ella, que ha acogido plenamente la Palabra de Dios en su vida (cf. Lc 8,20-21), nos de la gracia de ser escritores vivos del Evangelio; que nuestra Madre de misericordia nos enseñe a curar concretamente las llagas de Jesús en nuestros hermanos y hermanas necesitados, de los cercanos y de los lejanos, del enfermo y del emigrante, porque sirviendo a quien sufre se honra a la carne de Cristo. Que la Virgen María nos ayude a entregarnos hasta el final por el bien de los fieles que se nos han confiado y a sostenernos los unos a los otros, como verdaderos hermanos y hermanas en la comunión de la Iglesia, nuestra santa Madre.
Queridos hermanos y hermanas, cada uno de nosotros guarda en el corazón una página personalísima del libro de la misericordia de Dios: es la historia de nuestra llamada, la voz del amor que atrajo y transformó nuestra vida, llevándonos a dejar todo por su palabra y a seguirlo (cf. Lc 5,11). Reavivemos hoy, con gratitud, la memoria de su llamada, más fuerte que toda resistencia y cansancio. Demos gracias al Señor continuando con la celebración eucarística, centro de nuestra vida, porque ha entrado en nuestras puertas cerradas con su misericordia; porque nos da la gracia de seguir escribiendo su Evangelio de amor».
(from Vatican Radio)

"¿Es posible que nosotros hombres, creados a imagen de Dios, seamos capaces de hacer estas cosas?"Francisco reflexiona en su saludo desde el balcón sobre su visita a Auschwitz


Diciendo con énfasis "Dobry wieczór" (buenas tardes en idioma polaco) el santo padre Francisco saludó a los miles de fieles que se congregaron al atardecer, delante del arzobispado de Cracovia, para darle el último saludo de este tercer día de su viaje apostólico en Polonia.
"Hoy fue un día muy especial", indicó Francisco, si bien de dolor, con el Vía Crucis rezado con los jóvenes, e invitó a pensar "no solo el de hace dos mil años atrás, sino también con los que sufren hoy". Y precisó: "Los enfermos, los que están en guerra, los sin techo, los hambrientos, los que tienen dudas en la vida, que no sienten la felicidad de la salvación o que se sienten culpables del propio pecado".
Y recordó que la tarde de este viernes tuvo un lado triste, porque estuvo en el hospital pediátrico y con ello le vino la pregunta, ¿por qué sufren los niños? En cambio por la mañana fue a los campos de concentración de Auschwitz y Birkenau.
"¡Cuanto dolor y cuanta crueldad!, exclamó.¿Es posible que nosotros hombres creados a imagen de Dios seamos capaces de hacer estas cosas?, se interrogó el Pontífice y precisó: "estas cosas fueron hechas".
"A esta realidad Jesús vino para llevarla en las propias espaldas, y nos pide de rezar" aseguró. Y pidió que recemos "por todos los Jesús que hoy hay en el mundo"
"Recemos por tantos niños enfermos inocentes que llevan la cruz desde niños. Recemos por tantos hombres y mujeres que son torturados en tantos países del mundo. Por los encarcelados que están hacinados como si fueran animales".
Señaló que si esto es realidad "también lo es que Jesús ha cargado sobre sí todas estas cosas incluso nuestro pecado". Y si bien "todos somos pecadores, él nos ama porque somos hijos de Dios".
"Cuando hay lagrimas -concluyó Francisco- el niño busca a su mamá, también nosotros pecadores busquemos a la madre y recemos a la Virgen cada uno en su propio idioma".
 Por su parte, los supervivientes de los campos de exterminio de Auschwitz elogiaron la visita papal. Se mostraron emocionados por la actitud con que el pontífice se dirigió a ellos. "Quería arrodillarme ante él, pero me abrazó, me dio dos besos" contó una de las sobrevivientes. "Tengo la impresión de que vino especialmente para vernos" confesó otra.
"Quiero que hable de la paz en el mundo. Es que Francisco es demasiado bueno. No debemos dejar que nos maten. El amor por el prójimo es una cosa, pero se necesita el castigo por los pecados", sostiene Walentyna Nikodem, nacida en 1922, tatuada con el número 8737.
Deportada en julio de 1942 a Auschwitz con la madre (que murió en el campo de concentración), permaneció allí hasta 1944, de donde fue trasladada a Flossenburg, para ser liberada en 1945.
"Me emocionó ver al papa. Quería arrodillarme ante él, pero me abrazó, me dio dos besos. Ha sido el mayor regalo que me ha dado la vida por todo lo que he vivido", comentó a la AFP Janina Iwanska, de 86 años, católica, internada en el campo en agosto de 1944 después del alzamiento de Varsovia, la mayor rebelión civil contra la Alemania nazi y que duró dos meses.
"Tengo la impresión de que el papa vino especialmente para vernos. Los otros vinieron a visitar el campo y a saludar a los supervivientes. Francisco me parece que vino porque fuimos rescatados, porque dentro del campo nada dependía de nosotros. Alguien veló por nosotros", sostiene la anciana polaca, católica, quien venera a la Virgen Negra de Czestochowa, que dice la salvó de esa horrible muerte en los campos de exterminio, donde un millón de personas fueron ejecutadas.
Para Alojzy Fros, numero 136223, detenido en abril de 1943 por conspiración, el papa debe hablar de los refugiados. Los derechos de los refugiados hace parte de las batallas que Francisco libra, lo que irrita a las autoridades polacas, contrarias a recibir el número que le impone la Unión Europea.
"Me gustaría que el Papa me diga qué piensa de verdad sobre la situación en Polonia, en Europa, sobre los refugiados. Es una persona muy humana, cercana a la gente, uno de nosotros", dice.
"Hemos perdonado y nos han perdonado. No hay que hablar tanto del pasado, hay que recordarlo y hablar a los jóvenes para que los horrores de la Segunda Guerra Mundial no se repitan", sostiene.
"No podemos volver a vivir ese horror. Están ocurriendo en este momento cosas terribles, como el asesinato del cura dentro de una iglesia en Francia", comentó el superviviente católico.
Fros, que en diciembre cumplirá 100 años, autor del libro "Mi historia", pasó los primeros dos meses de detención en la enfermería de Auschwitz.
Hablando con la AFP recuerda haber visto entonces una puerta entreabierta con una pila de cuerpos humanos desnudos amontonados unos sobre otros como en una fábrica.
"Después supe que eran prisioneros considerados no aptos que habían sido eliminados con una inyección al corazón", rememoró consternado.
"Cuando cierro los ojos aún veo esa imagen. No la olvidaré jamás", confiesa.

HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO SOBRE EL EVANGELIO DE LA MUERTE DE JUAN BAUTISTA



Juan era «un hombre que tuvo un breve tiempo de vida, un breve tiempo para anunciar la Palabra de Dios». Él era «el hombre que Dios envió a preparar el camino a su Hijo».

Pero «Juan acabó mal», decapitado por orden de Herodes. Se convirtió en «el precio de un espectáculo para la corte en un banquete. Cuando existe una corte es posible hacer de todo: la corrupción, los vicios, los crímenes. Las cortes favorecen estas cosas».

«¿Qué hizo Juan? Ante todo, anunció al Señor. Anunció que estaba cerca el Salvador, el Señor; que estaba cerca el reino de Dios». Un anuncio que él «había realizado con fuerza: bautizaba y exhortaba a todos a convertirse». Juan «era un hombre fuerte y anunciaba a Jesucristo: fue el profeta más cercano a Jesucristo. Tan cercano que precisamente él lo indicó a los demás». Y, en efecto, cuando vio a Jesús, exclamó: «¡Es Aquél!». 

La segunda característica de su testimonio, explicó el Papa, «es que no se adueñó de su autoridad moral» aunque se le había ofrecido «en bandeja la posibilidad de decir: yo soy el mesías». Juan, en efecto, «tenía mucha autoridad moral, mucha. Toda la gente iba a él. El Evangelio dice que los escribas» se acercaban para preguntarle; «¿Qué debemos hacer?». Lo mismo hacía el pueblo y los soldados. «¡Convertíos!» era la respuesta de Juan.

También «los fariseos y los doctores» miran la «fuerza» de Juan, reconociendo en él a «un hombre recto. Por ello fueron a preguntarle: ¿eres tú el mesías?». Para Juan fue «el momento de la tentación y de la vanidad». Hubiese podido responder: ‘No puedo hablar de esto...’, terminando por «dejar la pregunta en el aire. O podía decir: ‘no lo sé’... con falsa humildad». En cambio, Juan «fue claro» y afirmó: «No, yo no soy. Detrás de mí viene el que es más fuerte que yo y no soy digno de agacharme para dasatarle la correa de sus sandalias». 

Así no cayó en la tentación de robar el título. Dijo claramente: «Yo soy una voz, sólo eso. La Palabra viene después. Yo soy una voz». Y «ésta es la segunda cosa que hizo Juan: no robar la dignidad». Fue un «hombre de verdad».

«La tercera cosa que hizo Juan fue imitar a Cristo, imitar a Jesús. En tal medida que, en aquellos tiempos, los fariseos y los doctores creían que él era el mesías». Incluso «Herodes, que lo había asesinado, creía que Jesús fuese Juan». Precisamente esto muestra hasta qué punto el Bautista «siguió el camino de Jesús, sobre todo en el camino del abajamiento». 

En efecto «Juan se humilló, se abajó hasta el final, hasta la muerte». Y fue al encuentro del «mismo estilo vergonzoso de muerte» del Señor: «Jesús como un malhechor, como un ladrón, como un criminal, en la cruz», y Juan víctima de «un hombre débil y lujurioso» que se dejó llevar «por el odio de una adúltera, por el capricho de una bailarina». 

Como Jesús, dijo de nuevo el Papa, «también Juan tuvo su huerto de los olivos, su angustia en la cárcel cuando creía haberse equivocado». Por ello «manda a sus discípulos a preguntar a Jesús: dime, ¿eres Tú o me equivoqué y existe otro?». Es la experiencia de la «oscuridad del alma», de la «oscuridad que purifica». Y «Jesús respondió a Juan como el Padre respondió a Jesús: consolándole».

Precisamente hablando de la «oscuridad del hombre de Dios, de la mujer de Dios», el Papa Francisco recordó el testimonio «de la beata Teresa de Calcuta. La mujer a la que todo el mundo alababa, el premio Nobel. Pero ella sabía que en un momento de su vida, largo, existió sólo la oscuridad dentro». También «Juan pasó por esta oscuridad», pero fue «anunciador de Jesucristo; no se adueñó de la profecía», convirtiéndose en «imitador de Jesucristo».

En Juan está, por lo tanto, «la imagen» y «la vocación de un discípulo». La «fuente de esta actitud de discípulo» ya se reconoce en el episodio evangélico de la visita de María a Isabel, cuando «Juan saltó de alegría en el seno» de su madre. Jesús y Juan, en efecto, «eran primos» y «tal vez se encontraron después». Pero ese primer «encuentro llenó de alegría, de mucha alegría el corazón de Juan. Y lo transformó en discípulo», en el «hombre que anuncia a Jesucristo, que no se pone en el lugar de Jesucristo y que sigue el camino de Jesucristo».

En conclusión, el Papa Francisco sugirió un examen de conciencia «acerca de nuestro discipulado» a través de algunas preguntas: «¿Anunciamos a Jesucristo? ¿Progresamos o no progresamos en nuestra condición de cristianos como si fuese un privilegio?». Al respecto es importante mirar el ejemplo de Juan que «no se adueñó de la profecía».

Y luego un interrogante: «¿Vamos por el camino de Jesucristo, el camino de la humillación, de la humildad, del abajamiento para el servicio?». 

Si nos damos cuenta de no estar «firmes en esto», es bueno «preguntarnos: ¿cuándo tuvo lugar mi encuentro con Jesucristo, ese encuentro que me llenó de alegría?». Es un modo para volver espiritualmente a ese primer encuentro con el Señor, «volver a la primera Galilea del encuentro: todos nosotros hemos tenido una». 

El secreto, dijo el Papa, es precisamente «volver allí: reencontrarnos con el Señor y seguir adelante por esta senda tan hermosa, en la que Él debe crecer y nosotros disminuir».

 (De la homilía del Papa en Santa Marta el 7-2-2014)

EVANGELIO DE HOY: MUERTE DE JUAN EL BAUTISTA


Evangelio según San Mateo 14,1-12. 

En aquel tiempo, la fama de Jesús llegó a oídos del tetrarca Herodes, y él dijo a sus allegados: "Este es Juan el Bautista; ha resucitado de entre los muertos, y por eso se manifiestan en él poderes milagrosos". 

Herodes, en efecto, había hecho arrestar, encadenar y encarcelar a Juan, a causa de Herodías, la mujer de su hermano Felipe, porque Juan le decía: "No te es lícito tenerla". Herodes quería matarlo, pero tenía miedo del pueblo, que consideraba a Juan un profeta. 

El día en que Herodes festejaba su cumpleaños, la hija de Herodías bailó en público, y le agradó tanto a Herodes que prometió bajo juramento darle lo que pidiera. 

Instigada por su madre, ella dijo: "Tráeme aquí sobre una bandeja la cabeza de Juan el Bautista". El rey se entristeció, pero a causa de su juramento y por los convidados, ordenó que se la dieran y mandó decapitar a Juan en la cárcel. Su cabeza fue llevada sobre una bandeja y entregada a la joven, y ésta la presentó a su madre. 

Los discípulos de Juan recogieron el cadáver, lo sepultaron y después fueron a informar a Jesús. 

El Papa pide a los jóvenes en el Vía Crucis de la Misericordia que sean "sembradores de esperanza"

«Tuve hambre y me disteis de comer,
tuve sed y me disteis de beber,
fui forastero y me hospedasteis,
estuve desnudo y me vestisteis,
enfermo y me visitasteis,
en la cárcel y vinisteis a verme» (Mt 25,35-36).
Estas palabras de Jesús responden a la pregunta que a menudo resuena en nuestra mente y en nuestro corazón: «¿Dónde está Dios?». ¿Dónde está Dios, si en el mundo existe el mal, si hay gente que pasa hambre o sed, que no tienen hogar, que huyen, que buscan refugio? ¿Dónde está Dios cuando las personas inocentes mueren a causa de la violencia, el terrorismo, las guerras? ¿Dónde está Dios, cuando enfermedades terribles rompen los lazos de la vida y el afecto? ¿O cuando los niños son explotados, humillados, y también sufren graves patologías? ¿Dónde está Dios, ante la inquietud de los que dudan y de los que tienen el alma afligida? Hay preguntas para las cuales no hay respuesta humana. Sólo podemos mirar a Jesús, y preguntarle a él. Y la respuesta de Jesús es esta: «Dios está en ellos», Jesús está en ellos, sufre en ellos, profundamente identificado con cada uno. Él está tan unido a ellos, que forma casi como «un solo cuerpo».
Jesús mismo eligió identificarse con estos hermanos y hermanas que sufren por el dolor y la angustia, aceptando recorrer la vía dolorosa que lleva al calvario. Él, muriendo en la cruz, se entregó en las manos del Padre y, con amor que se entrega, cargó consigo las heridas físicas, morales y espirituales de toda la humanidad. Abrazando el madero de la cruz, Jesús abrazó la desnudez y el hambre, la sed y la soledad, el dolor y la muerte de los hombres y mujeres de todos los tiempos. En esta tarde, Jesús —y nosotros con él— abraza con especial amor a nuestros hermanos sirios, que huyeron de la guerra. Los saludamos y acogemos con amor fraternal y simpatía.
Recorriendo el Via Crucis de Jesús, hemos descubierto de nuevo la importancia de configurarnos con él mediante las 14 obras de misericordia. Ellas nos ayudan a abrirnos a la misericordia de Dios, a pedir la gracia de comprender que sin la misericordia no se puede hacer nada, sin la misericordia yo, tú, todos nosotros, no podemos hacer nada. Veamos primero las siete obras de misericordia corporales: dar de comer al hambriento; dar de beber al sediento; vestir al desnudo; acoger al forastero; asistir al enfermo; visitar a los presos; enterrar a los muertos. Gratis lo hemos recibido, gratis lo hemos de dar. Estamos llamados a servir a Jesús crucificado en toda persona marginada, a tocar su carne bendita en quien está excluido, tiene hambre o sed, está desnudo, preso, enfermo, desempleado, perseguido, refugiado, emigrante. Allí encontramos a nuestro Dios, allí tocamos al Señor. Jesús mismo nos lo ha dicho, explicando el «protocolo» por el cual seremos juzgados: cada vez que hagamos esto con el más pequeño de nuestros hermanos, lo hacemos con él (cf. Mt 25,31-46).
Después de las obras de misericordia corporales vienen las espirituales: dar consejo al que lo necesita, enseñar al que no sabe, corregir al que yerra, consolar al triste, perdonar las ofensas, soportar con paciencia a las personas molestas, rogar a  Dios por los vivos y por los difuntos. Nuestra credibilidad como cristianos depende del modo en que acogemos a los marginados que están heridos en el cuerpo y al pecador herido en el alma. En la acogida del emigrado que está herido en su cuerpo y en la acogida del pecador que está herido en el alma, se juega nuestra credibilidad como cristianos!¡No en las ideas: ahí!
Hoy la humanidad necesita hombres y mujeres, y en especial jóvenes como vosotros, que no quieran vivir sus vidas «a medias», jóvenes dispuestos a entregar sus vidas para servir generosamente a los hermanos más pobres y débiles, a semejanza de Cristo, que se entregó completamente por nuestra salvación. Ante el mal, el sufrimiento, el pecado, la única respuesta posible para el discípulo de Jesús es el don de sí mismo, incluso de la vida, a imitación de Cristo; es la actitud de servicio. Si uno, que se dice cristiano, no vive para servir, no sirve para vivir. Con su vida reniega de Jesucristo.

En esta tarde, queridos jóvenes, el Señor os invita de nuevo a que seáis protagonistas de vuestro servicio; quiere hacer de vosotros una respuesta concreta a las necesidades y sufrimientos de la humanidad; quiere que seáis un signo de su amor misericordioso para nuestra época. Para cumplir esta misión, él os señala la vía del compromiso personal y del sacrificio de sí mismo: es la vía de la cruz. La vía de la cruz es la vía de la felicidad de seguir a Cristo hasta el final, en las circunstancias a menudo dramáticas de la vida cotidiana; es la vía que no teme el fracaso, el aislamiento o la soledad, porque colma el corazón del hombre de la plenitud de Cristo. La vía de la cruz es la vía de la vida y del estilo de Dios, que Jesús manda recorrer a través también de los senderos de una sociedad a veces dividida, injusta y corrupta.
La vía de la cruz no es una actitud sadomasoquista: la vía de la cruz es la única que vence el pecado, el mal y la muerte, porque desemboca en la luz radiante de la resurrección de Cristo, abriendo el horizonte a una vida nueva y plena. Es la vía de la esperanza y del futuro. Quien la recorre con generosidad y fe, da esperanza y futuro a la humanidad. Quien la recorre con generosidad y con fe, siembra esperanza. Y yo querría que ustedes fueran sembradores de esperanza.
Queridos jóvenes, en aquel Viernes Santo muchos discípulos regresaron a sus casas tristes, otros prefirieron ir al campo para olvidar un poco la cruz. Les pregunto: pero respondan cada uno en silencio, en su corazón, en el propio corazón ¿Cómo deseáis regresar esta noche a vuestras casas, a vuestros alojamientos, a vuestras tiendas? ¿Cómo deseáis volver esta noche a encontraros con vosotros mismos? El mundo nos mira. Corresponde a cada uno de vosotros responder al desafío de esta pregunta. 
(from Vatican Radio)