"Yo soy el buen pastor —dice Jesús— y conozco a las
mías y las mías me conocen a mí, como el Padre me conoce y yo conozco a mi
Padre" ( Jn 10, 14-15). ¡Qué maravilloso es este conocimiento! ¡Qué
conocimiento! ¡Llega hasta la verdad y el amor eterno cuyo nombre es el
"Padre"! Precisamente de esta fuente proviene ese conocimiento
particular que hace nacer la auténtica confianza. El conocimiento recíproco:
"Yo conozco... y ellas conocen".
No se trata de un conocimiento abstracto, de una certeza
meramente intelectual, que se expresa con la frase "sé todo de ti".
Más aún, un conocimiento tal suscita el miedo, induce más bien a cerrarse.
En cambio, Cristo dice: "Conozco a las mías", y lo
dice del conocimiento liberador que suscita la confianza . Porque, aunque el
hombre defienda el acceso a sus secretos, aunque quiera conservarlos para sí
mismo, sin embargo tiene todavía más necesidad, "tiene hambre y sed"
de Alguien ante quien poder abrirse, a quien poder manifestarse y revelarse.
El
hombre es persona, y corresponde a la "naturaleza" de la persona, al
mismo tiempo, la necesidad del secreto y la necesidad de abrirse. Estas dos
necesidades están estrechamente unidas la una con la otra. La una se explica a
través de la otra.
En cambio, las dos juntas indican la necesidad de Alguien,
ante el cual el hombre puede manifestarse. Cierto, pero todavía más; tiene
necesidad de Alguien que pueda ayudar al hombre a entrar en su propio misterio.
Ese "Alguien", sin embargo, debe conquistar la confianza absoluta,
debe, revelándose a sí mismo, confirmar que es digno de tal confianza. Debe
confirmar y revelar que es Señor y, a la vez, Siervo del misterio interior del
hombre .
Precisamente así se ha revelado Cristo. Sus palabras:
"Conozco a las mías..." y "las mías... me conocen"
encuentran una confirmación definitiva en las palabras que siguen: "Doy mi
vida por las ovejas" ( Jn 10, 11. 15).
Juan PabloII