No prestamos nuestra adhesión a discursos vacíos ni nos dejamos seducir por
pasajeros impulsos del corazón, como tampoco por el encanto de discursos
elocuentes, sino que nuestra fe se apoya en las palabras pronunciadas por el
poder divino. Dios se las ha ordenado a su
Palabra, y la Palabra las ha pronunciado, tratando con ellas de apartar al
hombre de la desobediencia, no dominándolo como a un esclavo por la violencia
que coacciona, sino apelando a su libertad y plena decisión.
Fue el Padre quien envió la Palabra, al fin de los
tiempos. Quiso que no siguiera hablando por medio de un profeta, ni que se
hiciera adivinar mediante anuncios velados; sino que le dijo que se manifestara
a rostro descubierto, a fin de que el mundo, al verla, pudiera salvarse. Sabemos
que esta Palabra tomó un cuerpo de la Virgen, y que asumió al hombre viejo,
transformándolo.
Sabemos que se hizo hombre de nuestra misma
condición, porque, si no hubiera sido así, sería inútil que luego nos
prescribiera imitarle como maestro. Porque, si este hombre hubiera sido de otra
naturaleza, ¿cómo habría de ordenarme las mismas cosas que él hace, a mí, débil
por nacimiento, y cómo sería entonces bueno y justo? Para que nadie pensara que
era distinto de nosotros, se sometió a la fatiga, quiso tener hambre y no se
negó a pasar sed, tuvo necesidad de descanso y no rechazó el sufrimiento,
obedeció hasta la muerte y manifestó su resurrección, ofreciendo en todo esto
su humanidad como primicia, para que tú no te descorazones en medio de tus
sufrimientos, sino que, aun reconociéndote hombre, aguardes a tu vez lo mismo
que Dios dispuso para él.
Del tratado de san Hipólito, presbítero, Refutación de
todas las herejías (Cap. 10, 33-34: PG 16, 3452-3453)
Fuente: News va.