Escuchamos cómo María fue al encuentro de su prima Isabel. Sin demoras, sin
dudas, sin lentitud va a acompañar a su pariente que estaba en los últimos
meses de embarazo.
El encuentro con el ángel a María no la detuvo, porque no se sintió
privilegiada, ni que tenía que apartarse de la vida de los suyos. Al contrario,
reavivó y puso en movimiento una actitud por la que María es y será reconocida
siempre como la mujer del «sí», un sí de entrega a Dios y, en el mismo momento,
un sí de entrega a sus hermanos. Es el sí que la puso en movimiento para dar lo
mejor de ella yendo en camino al encuentro con los demás.
Escuchar este pasaje evangélico y en esta casa tiene un sabor especial.
María, la mujer del sí, también quiso visitar a los habitantes de estas tierras
de América en la persona del indio san Juan Diego. Y así como se movió por los
caminos de Judea y Galilea, de la misma manera caminó al Tepeyac, con sus
ropas, usando su lengua, para servir a esta gran Nación. Y así como acompañó la
gestación de Isabel, ha acompañado y acompaña la gestación de esta bendita
tierra mexicana. Así como se hizo presente al pequeño Juanito, de esa misma
manera se sigue haciendo presente a todos nosotros; especialmente a aquellos
que como él sienten «que no valían nada» (cf. Nican Mopohua, 55). Esta elección
particular, digamos preferencial, no fue en contra de nadie sino a favor de
todos. El pequeño indio Juan, que se llamaba así mismo como «mecapal, cacaxtle,
cola, ala, es decir, sometido a cargo ajeno» (cf. ibíd, 55), se volvía «el
embajador, muy digno de confianza».
En aquel amanecer de diciembre de 1531 se producía el primer milagro que
luego será la memoria viva de todo lo que este Santuario custodia. En ese
amanecer, en ese encuentro, Dios despertó la esperanza de su hijo Juan, la
esperanza de un Pueblo. En ese amanecer Dios despertó y despierta la esperanza
de los pequeños, de los sufrientes, de los desplazados y descartados, de todos
aquellos que sienten que no tienen un lugar digno en estas tierras. En ese
amanecer, Dios se acercó y se acerca al corazón sufriente pero resistente de
tantas madres, padres, abuelos que han visto partir, perder o incluso
arrebatarles criminalmente a sus hijos.
En ese amanecer, Juancito experimenta en su propia vida lo que es la
esperanza, lo que es la misericordia de Dios. Él es elegido para supervisar,
cuidar, custodiar e impulsar la construcción de este Santuario. En repetidas
ocasiones le dijo a la Virgen que él no era la persona adecuada, al contrario,
si quería llevar adelante esa obra tenía que elegir a otros ya que él no era
ilustrado, letrado o perteneciente al grupo de los que podrían hacerlo. María,
empecinada —con el empecinamiento que nace del corazón misericordioso del
Padre— le dice: no, que él sería su embajador.
Así logra despertar algo que él no sabía expresar, una verdadera bandera de
amor y de justicia: en la construcción de ese otro santuario, el de la vida, el
de nuestras comunidades, sociedades y culturas, nadie puede quedar afuera.
Todos somos necesarios, especialmente aquellos que normalmente no cuentan por
no estar a la «altura de las circunstancias» o por no «aportar el capital
necesario» para la construcción de las mismas. El Santuario de Dios es la vida
de sus hijos, de todos y en todas sus condiciones, especialmente de los jóvenes
sin futuro expuestos a un sinfín de situaciones dolorosas, riesgosas, y la de
los ancianos sin reconocimiento, olvidados en tantos rincones. El santuario de
Dios son nuestras familias que necesitan de los mínimos necesarios para poder
construirse y levantarse. El santuario de Dios es el rostro de tantos que salen
a nuestros caminos…
Al venir a este Santuario nos puede pasar lo mismo que le pasó a Juan
Diego. Mirar a la Madre desde nuestros dolores, miedos, desesperaciones,
tristezas y decirle: «Madre, ¿qué puedo aportar yo si no soy un letrado?».
Miramos a la madre con ojos que dicen: son tantas las situaciones que nos
quitan la fuerza, que hacen sentir que no hay espacio para la esperanza, para
el cambio, para la transformación.
Por eso creo que hoy nos va a hacer bien un poco de silencio, y mirarla a
ella, mirarla mucho y calmamente, y decirle como lo hizo aquel otro hijo que la
quería mucho:
«Mirarte simplemente, Madre,
dejar abierta sólo la mirada;
mirarte toda sin decirte nada,
decirte todo, mudo y reverente.
No perturbar el viento de tu frente;
sólo acunar mi soledad violada,
en tus ojos de Madre enamorada
y en tu nido de tierra trasparente.
Las horas se desploman; sacudidos,
muerden los hombres necios la basura
de la vida y de la muerte, con sus ruidos.
Mirarte, Madre; contemplarte apenas,
el corazón callado en tu ternura,
en tu casto silencio de azucenas».
(Himno litúrgico)
Y en silencio, y en este estar mirándola, escuchar una vez más que nos
vuelve a decir: «¿Qué hay hijo mío el más pequeño?, ¿qué entristece tu
corazón?» (cf. Nican Mopohua, 107.118). «¿Acaso no estoy yo aquí, yo que tengo
el honor de ser tu madre?» (ibíd., 119).
Ella nos dice que tiene el «honor» de ser nuestra madre. Eso nos da la
certeza de que las lágrimas de los que sufren no son estériles. Son una oración
silenciosa que sube hasta el cielo y que en María encuentra siempre lugar en su
manto. En ella y con ella, Dios se hace hermano y compañero de camino, carga
con nosotros las cruces para no quedar aplastados por nuestros dolores.
¿Acaso no soy yo tu madre? ¿No estoy aquí? No te dejes vencer por tus
dolores, tristezas, nos dice. Hoy nuevamente nos vuelve a enviar como a
Juanito; hoy nuevamente nos vuelve a decir, sé mi embajador, sé mi enviado a
construir tantos y nuevos santuarios, acompañar tantas vidas, consolar tantas
lágrimas. Tan sólo camina por los caminos de tu vecindario, de tu comunidad, de
tu parroquia como mi embajador, mi embajadora; levanta santuarios compartiendo
la alegría de saber que no estamos solos, que ella va con nosotros. Sé mi
embajador, nos dice, dando de comer al hambriento, de beber al sediento, da
lugar al necesitado, viste al desnudo y visita al enfermo. Socorre al que está
preso, no lo dejes solo, perdona al que te lastimó, consuela al que esta
triste, ten paciencia con los demás y, especialmente, pide y ruega a nuestro
Dios, y en silencio le decimos lo que nos venga al corazón.
¿Acaso no soy yo tu madre? ¿Acaso no estoy yo aquí?, nos vuelve a decir
María. Anda a construir mi santuario, ayúdame a levantar la vida de mis hijos,
que son tus hermanos.