domingo, 26 de julio de 2015

Carta abierta a Sor Lucía Caram

"No debemos perder nuestra independencia por una ideología"

Para nuestra vocación es necesaria la vivencia del silencio y de la vida oculta y discreta .
Querida Hermana: Por los medios de comunicación todos conocemos tu labor en el mundo fuera de la clausura y tus dotes para la comunicación. Y como son actividades que realizas abiertamente, nosotras, que también somos monjas dominicas de clausura, queremos reflejar cómo vivimos nuestra vocación de forma activa desde una vida escondida en Dios.
La propia vocación de clausura indica que es una forma de vida cristiana radical, que recuerda que lo importante para los bautizados es el Reino de Dios y por tanto, Jesucristo. Nuestra vocación sirve para enseñar que también el silencio y la soledad son fructíferos y que la Iglesia, como cuerpo de Cristo, tiene muchos miembros, cada uno de los cuales están llamados a realizar su función. La nuestra consiste en la escucha y en la atención, que hoy en día son más necesarias que nunca; para ello es necesaria la vivencia del silencio y de la vida oculta y discreta, que es lo que vienen buscando quienes acuden a nuestro torno, porque ven otra forma de vida diferente.
Podemos comprender nuestra vocación de clausura a través de la experiencia de San Antonio abad, el primer monje o ermitaño, que quiso retirarse al desierto cuando comprendió el Evangelio, que la única riqueza es Cristo. Pero, a pesar de retirarse al desierto, no se escondió de quienes lo buscaban para pedirle consejo. Así debemos ser también nosotras poniendo en práctica el lema de nuestra orden: Contemplata aliis tradere (transmitir a los otros lo que hemos contemplado); no guardamos para nosotras lo que hemos experimentado y recibido, sino que compartimos desde nuestra pobreza con quienes se acercan a nuestro monasterios.
Y la gente que viene a visitarnos para consultarnos, para pedirnos oración, consuelo y remedios materiales urgentes valora, con la percepción de la gente sencilla, que nuestra vocación consiste en mostrar que lo único importante para cualquier cristiano es Jesucristo. Por eso nosotras, como Orden de Predicadoras, estamos llamadas a predicar desde el silencio y la oración sólo a Cristo muerto y resucitado, no a predicar nada más, ni hablar de otros asuntos que pertenecen al ámbito de los laicos y seglares, de manera que cada miembro de la Iglesia realicemos nuestra vocación para el bien común de todo el cuerpo, lo que significa que no invadamos terrenos o hagamos tareas que, como no son propias de nuestra misión, pueden causarnos daño a nosotras mismas y a la Orden, además de a toda la Iglesia, pues como cuerpo que es, sufre cuando uno de sus miembros se daña.
Por eso es tan importante que siempre hagamos lo que estamos llamadas a ser, porque así repercutirá para todo el cuerpo de la Iglesia; igual que si no realizamos lo que estamos llamadas a ser y hacer, nos dispersamos, nos mundanizamos, nos alienamos, no solamente nosotras, sino todo el cuerpo al que pertenecemos. También es importante hacerse todo a todos, porque hemos de integrar y atender a cualquier persona, no a algunos solamente según nuestros gustos o intereses particulares. Para esto también son importantes los métodos que usamos, de manera que nunca perdamos nuestra libertad ni nuestra independencia en favor de un grupo o de una ideología en detrimento de otros.
En este sentido he tenido con dolor que escuchar de ti y ver actitudes en ti que desdicen de una persona, y más de una religiosa, ya que dividimos a los hermanos en lugar de dar ejemplo de integración y de acogida.
Termino con un último consejo desde mi experiencia de ser una hermana de tu Orden: Nuestra misión y vocación necesita espacios de relación comunitaria y con Dios, cuidando las relaciones fraternas con las demás hermanas, la comunión con todas. Si dices al mundo que monja de clausura, no. Monja de silencio, no...de obediencia, no ¿qué es lo que queda de consagrada?
Afectuosamente, 
Sor María Pilar Cano, OP

Fuente: Religión Digital

DIOS EN EL SUFRIMIENTO.

Todos nuestros sufrimientos, pérdidas y despedidas: sean de los seres queridos y de las cosas que hemos amado o sean las pérdidas propias que limitan cada vez más nuestra fuerza física, nos colocan ante la realidad de la muerte, que es el resumen de todas limitaciones.
Pueden ser leídas desde una mirada que no ve sino absurdo y sinsentido en la existencia humana. O podemos entenderlas desde la hondura de una espiritualidad de la entrega, como confianza en Dios y parte de su misteriosa pedagogía hacia la salvación
Nuestras pérdidas, nuestros sufrimientos, pueden enseñarnos algo más de nosotros mismos, de los demás y de Dios, pues ayudan a que el individuo se detenga, mire hacia atrás de otro modo y examine distinguiendo entre lo accidental y lo esencial, entre lo que vale la pena y lo que es pura apariencia.
Los sufrimientos nos preparan para hacernos más amigos de nuestras sombras y de las muertes que nos habitan y que a menudo le ocultamos a los demás, porque para ser plenamente humanos hemos de mirar la totalidad de lo que somos.
Necesitamos del proceso espiritual que nos permita afrontar desde Dios aquello que nos arrancará de nuestros amores para vivirlos definitivamente desde el Amor.
Un proceso espiritual que tiene que llevarnos a acoger el tiempo que llega, con sus quiebras y disminuciones, y descubrirlo como tiempo de Dios, que quiere hacernos más suyos.
Y haciendo que la vida fluya de nosotros hacia los otros pasando el relevo y aprendiendo a morir, con la esperanza de un nuevo comienzo que dejamos en las manos de los demás, con confianza.
La disminución total es "saberse por entero en las manos de Dios y aceptar que toda la iniciativa es suya", como  dijo el P. Arrupe.
Necesitamos la oración:
Como decía santa Teresa de Jesús "Orar es tratar de amistad, estando muchas veces a solas con Quien sabemos nos ama"
Jesús hace vida de oración, ora con el Padre, ora por nosotros y nos enseña a orar al Padre. Orar para conocernos mejor: "Jamás nos acabamos de conocer si no intentamos conocer a Dios", san Juan de la Cruz.
Hablarle como Padre, pedirle como Padre, contarle nuestros sufrimientos y pedirle remedio para ellos.
Santa Teresa decía: Cuando miramos hacia dentro y encontramos a Dios, consuela mucho ver que encontramos con quien hablar y entender que nos oye y los sentimientos de ternura que nos despierta"
"Si estáis con trabajos o tristes, miradle camino al huerto o miradle cargado con la cruz, miraros a Él con unos ojos tan hermosos y piadosos y olvidará sus dolores para consolar los vuestros, solo porque os vais con Él a consolar y porque volvéis la cabeza a mirarle"
Mirar a Jesús
Jesús en la angustia de su pasión abrió su corazón y su ser a la acción de Dios y por eso su cruz es para los cristianos icono de que somos barro y fragilidad, dolor y muerte. Pero también es signo de que estamos de determinación y resistencia, de entrega. Porque la cruz es camino que conduce a ganar, el derecho a tener voz cuando pase la guerra, a ser luz para los pueblos y sus gentes.
"En la muerte, como en un océano, vienen a confluir nuestras disminuciones bruscas y graduales... Superemos la muerte descubriendo a Dios en ella. Y lo divino se hallará instalado en el corazón de nosotros mismos; en el último reducto que parecía escapársele... Cristo ha vencido a la muerte, no sólo reprimiendo sus desafueros, sino embotando su aguijón. En virtud de la resurrección nada hay que mate necesariamente, sino que todo en nuestras vidas es susceptible de convertirse en contacto bendito de las manos divinas  y en bendita influencia de la voluntad de Dios... Tal es el hecho que domina toda explicación y toda discusión.*
Precisamente, la resurrección de Jesús dice que todo es susceptible de convertirse en bondad. Encontrar a Dios en el sufrimiento para rendir la vida ante el Misterio, en actitud de entrega: "Tomad, Señor y recibid"

* Pierre TEILHARD DE CHARDIN. Escritos Esenciales

El pan de Dios es Jesús mismo, dijo Francisco en el Ángelus

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo (Jn 6, 1-15) presenta el gran signo de la multiplicación de los panes, en la narración del evangelista Juan. Jesús se encuentra en la orilla del lago de Galilea, y está rodeado por “una gran multitud”, atraída por los “signos que hacía curando a los enfermos” (v. 2).

En Él actúa el poder misericordioso de Dios, que cura todo mal del cuerpo y del espíritu. Pero Jesús no es un sanador, es también maestro: en efecto sube al monte y se si sienta, en la típica actitud del maestro cuando enseña: sube sobre aquella “cátedra” natural creada por su Padre celestial. Llegado a este punto Jesús, que sabe bien lo que está por hacer, pone a la prueba a sus discípulos.

¿Qué hacer para dar de comer a toda aquella gente? Felipe, uno de los Doce, hace un rápido cálculo: organizando una colecta, se podrán recoger, al máximo, doscientos denarios para comprar el pan que, sin embargo, no alcanzaría para dar de comer a cinco mil personas.


Los discípulos razonan en términos de “mercado”, pero Jesús, a la lógica del comprar, sustituye aquella otra lógica, la lógica del dar. Las dos lógicas, ¿no? La del comprar y la del dar. Y he aquí que Andrés, otro de los Apóstoles, hermano de Simón Pedro, presenta a un muchacho que pone a disposición todo lo que tiene: cinco panes y dos pescados; pero ciertamente – dice Andrés – son nada para aquella gente (Cfr. v. 9).

Pero Jesús esperaba precisamente esto. Ordena a los discípulos que hagan sentar a la gente, después tomó aquellos panes y aquellos pescados, dio gracias al Padre y los distribuyó (Cfr. v. 11). Estos gestos anticipan aquellos de la Última Cena, que dan al pan de Jesús su significado más verdadero.

El pan de Dios es Jesús mismo. Tomando la Comunión con Él, recibimos su vida en nosotros y llegamos a ser hijos del Padre celestial y hermanos entre nosotros. Tomando la Comunión nos encontramos con Jesús, realmente vivo y resucitado. Participar en la Eucaristía significa entrar en la lógica de Jesús, la lógica de la gratuidad, de la participación. Y por más pobres que seamos, todos podemos dar algo. “Tomar la Comunión” también significa tomar de Cristo la gracia que nos hace capaces de compartir con los demás lo que somos y lo que tenemos.

La multitud está sorprendida por el prodigio de la multiplicación de los panes; pero el don que Jesús ofrece es plenitud de vida para el hombre hambriento. Jesús sacia no sólo el hambre material, sino aquella más profunda, el hambre de sentido de la vida, el hambre de Dios.

Frente al sufrimiento, a la soledad, a la pobreza y a las dificultades de tanta gente, ¿qué podemos hacer nosotros? Lamentarse no resuelve nada, pero podemos ofrecer lo poco que tenemos. Como aquel muchacho. Ciertamente tenemos alguna hora de tiempo, algún talento, alguna competencia... ¿Quién de nosotros no tiene sus “cinco panes y dos pescados”? Todos tenemos.

Si estamos dispuestos a ponerlos en las manos del Señor, bastarán para que en el mundo haya un poco más de amor, de paz, de justicia y, sobre todo, de alegría. ¡Cuán necesaria es la alegría en el mundo! Dios es capaz de multiplicar nuestros pequeños gestos. Gestos de solidaridad y hacernos partícipes de su don.
Que nuestra oración sostenga el empeño común para que jamás falte a nadie el Pan del cielo que da la vida eterna y lo necesario para una vida diga, y para que se afirme la lógica del compartir y del amor. Que la Virgen María nos acompañe con su intercesión maternal.
(Traducción de María Fernanda Bernasconi - RV).

«EN TODA ESTA LUCHA ME SIENTO REBOSANDO DE ALEGRÍA» San Juan Crisóstomo.

Nuevamente vuelve Pablo a hablar de la caridad, para atemperar la aspereza de su reprensión.

Pues, después que los ha reprendido y les ha echado en cara que no lo aman coma él los ama, sino que, separándose de su amor, se han juntado a otros hombres perniciosos, por segunda vez, suaviza la dureza de su reprensión, diciendo: Dadnos amplio lugar en vuestro corazón, esto es: "Amadnos"

El favor que pide no es en manera alguna gravoso, y es un favor de más provecho para el que lo da que para el que lo recibe. Y no dice: "Amadnos", sino: Dadnos amplio lugar en vuestro corazón, expresión que incluye un matiz de compasión. "¿Quién -dice- nos ha echado fuera de vuestra mente? ¿Quién nos ha arrojado de ella? ¿Cuál es la causa de que nos sintamos al estrecho entre vosotros?". Antes había dicho: Vosotros estáis encogidos por dentro, y ahora aclara el sentido de esta expresión, diciendo: Dadnos amplio lugar en vuestro corazón, añadiendo este nuevo motivo para atraérselos. Nada hay, en efecto, que mueva tanto a amar como el pensamiento, por parte de la persona amada, de que aquel que la ama desea en gran manera verse correspondido. 

Ya os tengo dicho -añade- que os llevo tan en el corazón, que estamos unidos para vida y para muerte. Muy grande es la fuerza de este amor, pues que, a pesar de sus desprecios, desea morir y vivir con ellos. 
"Porque os llevamos en el corazón, mas no de cualquier modo, sino del modo dicho". Porque puede darse el caso de uno que ame pero rehúya el peligro; no es éste nuestro caso. Me siento lleno de ánimos. ¿De qué ánimos? "De los que vosotros me proporcionáis: porque os habéis enmendado y me habéis consolado así con vuestras obras." Esto es propio del que ama, reprochar la falta de correspondencia a su amor, pero con el temor de excederse en sus reproches y causar tristeza. Por esto, dice: Me siento lleno de ánimos y rebosando de alegría. 

De las homilías de san Juan Crisóstomo, obispo, sobre la segunda carta a los Corintios (Homilía 14,1-2: PG 61, 497-499)
Fuente: News.va

«TENÉIS A CRISTO EN VOSOTROS»



No permita Dios que permanezcamos insensibles ante la bondad de Cristo. Si él imitara nuestro modo ordinario de actuar, ya podríamos darnos por perdidos. [...] Pues el que se acoge a otro nombre distinto del suyo no es de Dios. Arrojad, pues, de vosotros la mala levadura, vieja ya y agriada, y transformaos en la nueva, que es Jesucristo. [...]


Como sé que estáis llenos de Dios, sólo brevemente os he exhortado. Acordaos de mí en vuestras oraciones, para que logre alcanzar a Dios, y acordaos también de la Iglesia de Siria, de la que no soy digno de llamarme miembro. Necesito de vuestras plegarias a Dios y de vuestra caridad, para que la Iglesia de Siria sea refrigerada con el rocío divino, por medio de vuestra Iglesia. 

Os saludan los efesios desde Esmirna, de donde os escribo, los cuales están aquí presentes para gloria de Dios y que, juntamente con Policarpo, obispo de Esmirna, han procurado atenderme y darme gusto en todo. Igualmente os saludan todas las demás Iglesias en honor de Jesucristo. Os envío mi despedida, a vosotros que vivís unidos a Dios y que estáis en posesión de un espíritu inseparable, que es Jesucristo.

De la carta de san Ignacio de Antioquía, obispo y mártir, a los Magnesios (Caps. 10,1-15: Funk 1,199-203)

Fuente: News.va

San Joaquín y Santa Ana.

El Protoevangelium de Santiago nos ofrece la siguiente historia: En Nazaret vivían Joaquín y Ana, una pareja rica y piadosa pero que no tenía hijos.
Cuando en una fiesta Joaquín se presentó para ofrecer sacrificio en el Templo, fue rechazado por un tal Rubén, bajo el pretexto de que hombres sin descendencia no eran dignos de ser admitidos. 
Joaquín, cargado de pena, no volvió a su casa sino que se fue a las montañas a presentarse ante Dios en soledad.
También Ana, habiendo conocido la razón de la prolongada ausencia de su esposo, clamó al Señor pidiéndole que retirase de ella la maldición de la esterilidad y prometiéndole dedicar su descendencia a Su servicio.
Sus oraciones fueron escuchadas; un ángel visitó a Ana y le dijo:
"Ana, el Señor ha mirado tus lágrimas; concebirás y darás a luz y el fruto de tu vientre será bendecido por todo el mundo".

El ángel hizo la misma promesa a Joaquín, quién volvió a donde su esposa.  Ana dio a luz una hija a quien llamó Miriam (María). 

Nuestro gran pecado

(Juan 6,1-15)
El episodio de la multiplicación de los panes gozó de gran popularidad entre los seguidores de Jesús. Todos los evangelistas lo recuerdan. Seguramente, les conmovía pensar que aquel hombre de Dios se había preocupado de alimentar a una muchedumbre que se había quedado sin lo necesario para comer.
Según la versión de Juan, el primero que piensa en el hambre de aquel gentío que ha acudido a escucharlo es Jesús. Esta gente necesita comer; hay que hacer algo por ellos. Así era Jesús. Vivía pensando en las necesidades básicas del ser humano.
Felipe le hace ver que no tienen dinero. Entre los discípulos, todos son pobres: no pueden comprar pan para tantos. Jesús lo sabe. Los que tienen dinero no resolverán nunca el problema del hambre en el mundo. Se necesita algo más que dinero.
Jesús les va a ayudar a vislumbrar un camino diferente. Antes que nada, es necesario que nadie acapare lo suyo para sí mismo si hay otros que pasan hambre. Sus discípulos tendrán que aprender a poner a disposición de los hambrientos lo que tengan, aunque solo sea «cinco panes de cebada y un par de peces».
La actitud de Jesús es la más sencilla y humana que podemos imaginar. Pero, ¿quién nos va enseñar a nosotros a compartir, si solo sabemos comprar? ¿Quién nos va a liberar de nuestra indiferencia ante los que mueren de hambre? ¿Hay algo que nos pueda hacer más humanos? ¿Se producirá algún día ese «milagro» de la solidaridad real entre todos?
Jesús piensa en Dios. No es posible creer en él como Padre de todos, y vivir dejando que sus hijos e hijas mueran de hambre. Por eso, toma los alimentos que han recogido en el grupo, «levanta los ojos al cielo y dice la acción de gracias». La Tierra y todo lo que nos alimenta lo hemos recibido de Dios. Es regalo del Padre destinado a todos sus hijos e hijas. Si vivimos privando a otros de lo que necesitan para vivir es que lo hemos olvidado. Es nuestro gran pecado aunque casi nunca lo confesemos.
Al compartir el pan de la eucaristía, los primeros cristianos se sentían alimentados por Cristo resucitado, pero, al mismo tiempo, recordaban el gesto de Jesús y compartían sus bienes con los más necesitados. Se sentían hermanos. No habían olvidado todavía el Espíritu de Jesús.

José Antonio Pagola

«Éste sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo.»

Lectura del santo evangelio según san Juan 6,1-15
En aquel tiempo Jesús se marchó a la otra parte del lago de Galilea (o de Tiberíades). 

Lo seguía mucha gente, porque habían visto los signos que hacía con los enfermos.

Subió Jesús entonces a la montaña y se sentó allí con sus discípulos.

Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos. Jesús entonces levantó los ojos, y al ver que acudía mucha gente, dice a Felipe: «¿Con qué compraremos panes para que coman éstos?»

Lo decía para tantearlo, pues bien sabía él lo que iba a hacer.

Felipe le contestó: «Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo.»

Uno de sus discípulos, Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dice: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y un par de peces; pero, ¿qué es eso para tantos?»


Jesús dijo: «Decid a la gente que se siente en el suelo.»

Había mucha hierba en aquel sitio. Se sentaron; sólo los hombres eran unos cinco mil.

Jesús tomó los panes, dijo la acción de gracias y los repartió a los que estaban sentados, y lo mismo todo lo que quisieron del pescado.

Cuando se saciaron, dice a sus discípulos: «Recoged los pedazos que han sobrado; que nada se desperdicie.»

Los recogieron y llenaron doce canastas con los pedazos de los cinco panes de cebada, que sobraron a los que habían comido.

La gente entonces, al ver el signo que había hecho, decía: «Éste sí que es el Profeta que tenía que venir al mundo.»

Jesús entonces, sabiendo que iban a llevárselo para proclamarlo rey, se retiró otra vez a la montaña él solo.

Palabra del Señor.