Pero ahora, en este ocaso
revelador, otro pensamiento, más allá de la última luz vespertina, presagio de
la aurora eterna, ocupa mi espíritu: y es el ansia de aprovechar la hora
undécima, la prisa de hacer algo importante antes de que sea demasiado tarde.
¿Cómo reparar las acciones mal hechas, cómo recuperar el tiempo perdido, cómo
aferrar en esta última posibilidad de opción el “unum necesarium”, la única cosa
necesaria?
A la gratitud sucede el arrepentimiento. Al grito de gloria
hacia Dios Creador y Padre sucede el grituo que invoca misericordia y perdón.
Que al menos sepa yo hacer esto: invocar tu bondad y confesar con mi culpa tu
infinita capacidad de salvar. “Kyrie eleison: Christe eleison: Kyrie
eleison”.
Aquí aflora a la memoria la pobre historia de mi vida,
entretejida, por un lado con la urdimbre de singulares e inmerecidos beneficios,
provenientes de una bondad inefable (es la que espero podré ver un día y “cantar
eternamente”); y, por otro, cruzada por una trama de míseras acciones, que sería
preferible no recordar, son tan defectuosas, imperfectas, equivocadas, tontas,
ridículas. “Tu scis insipientiam meam” (Tú conoces mi ignorancia, Sal 68,6).
Pobre vida débil, enclenque, mezquina, tan necesitada de paciencia, de
reparación, de infinita misericordia. Siempre me parece suprema la síntesis de
san Agustín: miseria y misericordia. Miseria mía, misericordia de Dios. Que al
menos pueda honrar a Quien Tú eres, el Dios de infinita bondad, invocando,
aceptando, celebrando tu dulcísima misericordia.
Y luego, finalmente, un
acto de buena voluntad: no mirar más hacia atrás, sino cumplir con gusto,
sencillamente, humildemente, con fortaleza, como voluntad tuya, el deber que
deriva de las circunstancias en que me encuentro.
Hacer pronto. Hacer
todo. Hacer bien. Hacer gozosamente: lo que ahora Tú quieres de mí, aun cuando
supere inmensamente mis fuerzas y me exija la vida. Finalmente, en esta última
hora.
Inclino la cabeza y levanto el espíritu. Me humillo a mí mismo y te
exalto a ti, Dios, “cuya naturaleza es bondad” (San León). Deja que en esta
última vigilia te rinda homenaje, Dios vivo y verdadero, que mañana serás mi
juez, y que te dé la alabanza que más deseas, el nombre que prefieres: eres
Padre.