Jn 14, 1-6
Los hombres de hoy no sabemos qué
hacer con la muerte. A veces, lo único que se nos ocurre es ignorarla y no
hablar de ella. Olvidar cuanto antes ese triste suceso, cumplir los trámites
religiosos o civiles necesarios y volver de nuevo a nuestra vida cotidiana.
Pero tarde o temprano, la muerte
va visitando nuestros hogares arrancándonos nuestros seres más queridos. ¿Cómo
reaccionar entonces ante esa muerte que nos arrebata para siempre a nuestra
madre? ¿Qué actitud adoptar ante el esposo querido que nos dice su último
adiós? ¿Que hacer ante el vacío que van dejando en nuestra vida tantos amigos y
amigas?
La muerte es una puerta que
traspasa cada persona en solitario. Una vez cerrada la puerta, el muerto se nos
oculta para siempre. No sabemos qué ha sido de él. Ese ser tan querido y
cercano se nos pierde ahora en el misterio insondable de Dios. ¿Cómo
relacionarnos con él?
Los seguidores de Jesús no nos
limitamos a asistir pasivamente al hecho de la muerte. Confiando en Cristo
resucitado, lo acompañamos con amor y con nuestra plegaria en ese misterioso
encuentro con Dios. En la liturgia cristiana por los difuntos no hay
desolación, rebelión o desesperanza. En su centro solo una oración de
confianza: "En tus manos, Padre de bondad, confiamos la vida de nuestro ser
querido"
¿Qué sentido pueden tener hoy
entre nosotros esos funerales en los que nos reunimos personas de diferente
sensibilidad ante el misterio de la muerte? ¿Qué podemos hacer juntos:
creyentes, menos creyentes, poco creyentes y también increyentes?
A lo largo de estos años, hemos
cambiado mucho por dentro. Nos hemos hecho más críticos, pero también más
frágiles y vulnerables; somos más incrédulos, pero también más inseguros. No
nos resulta fácil creer, pero es difícil no creer. Vivimos llenos de dudas e
incertidumbres, pero no sabemos encontrar una esperanza.
A veces, suelo invitar a quienes
asisten a un funeral a hacer algo que todos podemos hacer, cada uno desde su
pequeña fe. Decirle desde dentro a nuestro ser querido unas palabras que
expresen nuestro amor a él y nuestra invocación humilde a Dios:
"Te seguimos queriendo, pero
ya no sabemos cómo encontrarnos contigo ni qué hacer por ti. Nuestra fe es
débil y no sabemos rezar bien. Pero te confiamos al amor de Dios, te dejamos en
sus manos. Ese amor de Dios es hoy para ti un lugar más seguro que todo lo que
nosotros te podemos ofrecer. Disfruta de la vida plena. Dios te quiere como
nosotros no te hemos sabido querer. Un día nos volveremos a ver".