Mt
13, 24-43
La
personalidad fanática tiende a ver la realidad escindida completamente en dos:
todo es blanco o negro, verdadero o falso, bueno o malo, "trigo o
cizaña"; para ella, no caben otras tonalidades.
Sabemos
que, tras esa apariencia de dureza e intransigencia, lo que se esconde es una
inseguridad amenazadora, aunque con frecuencia inconsciente para el propio
individuo. Precisamente, el fanatismo cumple la función de mantenerla a raya,
aunque sea a un precio excesivamente alto, por el desgaste y el sufrimiento que
conlleva.
La
intolerancia, nos advertía el físico ruso Andrei Sájarov, no es sino "la
angustia de no tener razón". Pero imposibilita el descanso y la paz,
porque se asienta en una no aceptación de la realidad tal como es.
Algo
similar ocurre en las actitudes fundamentalistas: al identificar sus creencias
con la verdad, y al haber hecho de las mismas el sostén de su propia seguridad
psicológica, no queda otro remedio que condenar tajantemente todo aquello que
pueda poner en cuestión el "orden" que su propia mente ha establecido
(y que, en el caso religioso, intentará justificar remitiéndose a una autoridad
divina).
Y
aquí se unen todos esos perfiles mentalmente autoritarios: aun sin pretenderlo,
están cultivando la semilla del fanatismo que siempre brota al adoptar una
actitud de superioridad moral.
Con
un humor que no oculta la tragedia, el escritor israelí Amos Oz escribe lo
siguiente: "La esencia del fanatismo reside en el deseo de obligar a los
demás a cambiar. En esa tendencia tan común de mejorar al vecino, de enmendar a
la esposa, de hacer ingeniero al niño o de enderezar al hermano en vez de
dejarles ser.
El
fanático es una criatura de lo más generosa. El fanático es un gran altruista.
A menudo, está más interesado en los demás que en sí mismo. Quiere salvar tu
alma, redimirte. Liberarte del pecado, del error, de fumar. Liberarte de tu fe
o de tu carencia de fe. Quiere mejorar tus hábitos alimenticios, lograr que
dejes de beber o de votar. El fanático se desvive por uno. Una de dos: o nos
echa los brazos al cuello porque nos quiere de verdad o se nos lanza a la
yugular si demostramos ser unos irredentos.
En
cualquier caso, topográficamente hablando, echar los brazos al cuello o
lanzarse a la yugular es casi el mismo gesto. De una forma u otra, el fanático
está más interesado en el otro que en sí mismo por la sencillísima razón de que
tiene un sí mismo bastante exiguo o ningún sí mismo en absoluto" (A.
OZ, Contra el fanatismo, Debolsillo, Barcelona 2005, pp.28-29).
La
tragedia puede formularse de este modo: el trigo y la cizaña no se dan en campos
diferentes, ni dividen a las personas en dos grupos: buenos y malos, como el
fundamentalismo quiere hacer creer. Trigo y cizaña habitan juntos en cada
corazón humano.
Más
aún: en la medida en que venimos a conocer el funcionamiento de la sombra, nos
percatamos de que es precisamente aquello que más nos crispa lo que –aunque
reflejado en el vecino- tenemos en nosotros mismos. La "cizaña" que
más detestamos en el prójimo es aquella que más escondida se halla en nuestro
interior.
Por
eso, la actitud sabia es la de "dejarlos crecer juntos". Tal actitud
remite precisamente a lo que tenemos que hacer con la propia sombra: aceptarla,
abrazarla, para poder reconocerla como propia –con lo que, al dejar de
proyectarla en los demás, renunciaremos a juzgarlos-, sin reducirnos a ella.
El
regalo que tal trabajo esconde para quien lo emprende es un crecimiento en
integración y en humildad. Paradójicamente, la aceptación de la
"cizaña" nos ha terminado humanizando, bajándonos del pedestal egoico
–hecho de exigencia, perfeccionismo y ciertas ideas de
"superioridad"- que sostenía el fanatismo, y acercándonos a nuestra
verdad completa.