El Evangelio de este domingo cuenta – en la narración de San Lucas – la
llamada de los primeros discípulos de Jesús (Lc 5,1-11). El hecho sucede en un
contexto de vida cotidiana: hay algunos pescadores en la orilla del lago de
Galilea, los cuales, después de una noche de trabajo pasada sin pescar nada,
están lavando y arreglando las redes. Jesús sube a la barca de uno de ellos,
Simón, llamado Pedro, le pide que se aparte un poco de la orilla y se pone a
predicar la Palabra de Dios a la multitud que se había reunido. Cuando termina
de hablar le dice que navegue mar adentro y que echen las redes. Simón había
conocido ya a Jesús y experimentado el poder prodigioso de su palabra, por lo
que le responde: «Maestro, hemos trabajado la noche entera y no hemos sacado
nada, pero si tú lo dices, echaré las redes». (v 5). Y esta su fe no queda
decepcionada; en efecto las redes se llenan de tal cantidad de peces que
estaban a punto de romperse (cf v.)
Ante este evento extraordinario, los pescadores quedan apoderados por el
temor. Simón Pedro se echa a los pies de Jesús diciendo: «Aléjate de mí, Señor,
porque soy un pecador». (v 8) Este signo prodigioso lo ha convencido de que
Jesús no es solo un formidable maestro, cuya palabra es verdadera y poderosa,
sino que Él es el Señor, es la manifestación de Dios. Y esa
presencia tan cercana suscita en Pedro el fuerte sentido de su mezquindad e
indignidad. Desde un punto de vista humano, piensa que debería haber una
distancia entre el pecador y el Santo. En verdad, precisamente su propia
condición de pecador requiere que el Señor no se aparte de él, de la misma
forma en que un médico no puede alejarse de las personas que están enfermas.
La respuesta de Jesús a Simón Pedro es aseguradora y firme: «No temas, de
ahora en adelante serás pescador de hombres». (v 10) y nuevamente el pescador
de Galilea, volviendo a confiar en esta palaba, abandona todo y sigue a Aquel
que se ha vuelto su Maestro y Señor. Y así hicieron también Santiago y Juan,
socios en el trabajo con Simón. Ésta es la lógica que guía la misión de Jesús y
la misión de la Iglesia: ir a buscar, ‘pescar’ a los hombres y a las mujeres,
no para hacer proselitismo, sino para devolver a todos su plena dignidad y
libertad, mediante el perdón de los pecados. Esto es lo esencial del cristianismo:
difundir el amor regenerador y gratuito de Dios, con actitud de acogida y de
misericordia hacia todos, para que cada uno pueda encontrar la ternura de Dios
y tener plenitud de vida. Y aquí, en particular, pienso en los confesores: son
los primeros en tener que dar la misericordia del padre, según el ejemplo de
Jesús, como hicieron también los dos frailes santos, el Padre Leopoldo y el
Padre Pío.
El Evangelio de hoy nos interpela: ¿sabemos confiar verdaderamente en la
palabra del Señor? O ¿nos dejamos desalentar por nuestros fracasos? En este Año
Santo de la Misericordia estamos llamados a confortar a cuantos se sienten
pecadores e indignos ante el Señor y abatidos por sus propios errores,
diciéndoles las palabras de Jesús: «No temas». ¡La misericordia del Padre es
más grande que tus pecados! ¡No temas!
Que nos ayude la Virgen María a comprender cada vez más que ser discípulos
significa poner nuestros pies en las huellas dejadas por el Maestro: son las
huellas de la gracia divina que regenera la vida para todos».
(Traducción
del italiano: Cecilia de Malak)