La
liturgia de hoy pone ante nuestros ojos la figura del buen samaritano.
Conocemos bien esta parábola que nos narra el evangelista San Lucas (cf. Lc
10, 29-37).
En esta parábola del Señor, el buen
samaritano se distingue claramente de otras dos personas –una de ellas un
sacerdote y la otra un levita– que, recorriendo el mismo camino de Jerusalén a
Jericó, se cruzan con el hombre asaltado por los malhechores. Ninguno de los
dos se detiene ante aquel pobre desdichado, víctima de los ladrones sino
que al verlo dan un rodeo y pasan de largo (cf. Ibíd. 10, 31-32). Un
samaritano, en cambio, refiere San Lucas, “llegó a donde estaba él y, al
verlo, le dio lástima” (Ibíd. 10, 33), es decir, siente
compasión. El desdichado lo necesitaba, porque no sólo había sido despojado,
sino también tan herido que había quedado junto al camino medio muerto.
El samaritano –al contrario de los otros
dos que habían pasado anteriormente junto al herido– no lo abandonó, sino que
“se le acercó, le vendó las heridas..., lo llevó a una posada y lo cuidó” (Ibíd.
10, 34). Y cuando tuvo que proseguir su viaje, lo dejó al cuidado del
dueño de la posada, comprometiéndose a pagar cualquier gasto que fuese
necesario.
El Señor Jesús quería aclarar con esta
parábola la dificultad que le había planteado un letrado: “¿Quién es mi
prójimo?” (Lc 10, 29). Después de escuchar el relato de Jesús,
su interlocutor ya no encuentra ningún obstáculo para indicar quién era el que
se había comportado como verdadero prójimo. Evidentemente es el
samaritano, aquel que ha tenido compasión de otro hombre en la desgracia,
aunque fuera un extraño y desconocido. Jesús le dice entonces: “Anda, haz tú
lo mismo”. Con otras palabras el Apóstol Santiago pone de relieve la
necesidad de la actitud del buen samaritano cuando escribe en su epístola: “¿De
qué le sirve a uno decir que tiene fe, si no tiene obras?..., la fe, si no tiene
obras, está muerta por dentro..., es inútil” (St 2, 14. 17. 20).
Sin duda alguna, los dos que pasaron de
largo conocían los libros sagrados y se consideraban no sólo creyentes, sino
también profundos “conocedores” de las verdades de fe. Sin embargo, no fueron
ellos sino el samaritano quien dio una prueba ejemplar de su fe. La fe dio
fruto en él mediante una buena obra. Dios, en quien creemos, nos pide obras
semejantes. Estas son las obras de amor al prójimo.
La
Palabra de Dios nos plantea a nosotros, los creyentes, en la liturgia de hoy,
una pregunta fundamental: ¿Es fructuosa de veras nuestra fe?,
¿fructifica realmente en obras buenas?, ¿está viva o, tal vez está muerta?
Esta pregunta deberíamos hacérnosla todos
los días de nuestra vida; hoy y cada día, porque sabemos que Dios nos juzgará
por las obras cumplidas en espíritu de fe. Sabemos que Cristo dirá a cada uno
en el día del juicio: Cada vez que hicisteis estas cosas a otro, al
prójimo, a mi me lo hicisteis; cada vez que dejasteis de hacer estas cosas con
el prójimo, conmigo las dejasteis de hacer (cf. Mt 25,
40-45). Exactamente igual que en la parábola del buen samaritano.
No sólo hay dar a los demás lo que uno tiene, sino también hay que entregarles lo
que uno es, con un compromiso total. Cristo –el Buen Samaritano por excelencia,
que cargó sobre Sí nuestros dolores– (cf. Is 53, 4) seguirá
actuando así a través de unos pocos, sino a través de todos, porque todos
estamos llamados a una vocación de servicio. A todos nos ha dicho el Señor:
“Amarás... a tu prójimo como a ti mismo” (Lc 10, 27).
De la Homilía del Santo Padre Juan Pablo II
Miércoles
11 de mayo de 1988