Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
El Evangelio de este domingo de Adviento
pone de manifiesto la figura de María. La vemos cuando, inmediatamente después
de haber concebido en la fe al Hijo de Dios, afronta el largo viaje de Nazaret
de Galilea a los montes de Judea para ir a visitar y a ayudar a Isabel.
El ángel Gabriel le había revelado que su
anciana pariente, que no tenía hijos, estaba en el sexto mes de embarazo (cfr. Lc 1,26.36). Por esto la Virgen, que lleva en sí un don y un misterio
más grande aún, va a ver a Isabel y permanece con ella tres meses. En el
encuentro entre las dos mujeres – imagínense – una anciana y la otra joven, es
la joven, María, quien saluda en primer lugar. El Evangelio dice así: “Entró en
la casa de Zacarías y saludó a Isabel” (Lc 1,40). Y, después de aquel saludo, Isabel se siente envuelta por
un gran estupor – no se olviden de esta palabra: estupor. El estupor –. Isabel
se siente envuelta por un gran estupor que resuena en sus palabras: “¿Quién soy
yo, para que la madre de mi Señor venga a visitarme?” (v. 43). Y se abrazan, se
besan gozosas estas dos mujeres: la anciana y la joven, ambas embarazadas.
Para celebrar de modo proficuo la Navidad,
estamos llamados a detenernos en los “lugares” del estupor. ¿Y cuáles son estos
lugares del estupor en la vida cotidiana? Son tres. El primer lugar es el otro,
en el cual reconocer a un hermano, porque desde que se produjo el Nacimiento de
Jesús, cada rostro lleva impresas las semblanzas del Hijo de Dios. Sobre todo
cuando es el rostro del pobre, porque como pobre, Dios entró en el mundo y
dejó, ante todo, que los pobres se acercaran a Él.
Otro lugar del estupor en el que,
si miramos con fe, experimentamos precisamente el estupor es la historia:
el segundo. Tantas veces creemos que la vemos por el lado justo, y en cambio
corremos el riesgo de leerla al revés. Sucede, por ejemplo, cuando ella nos
parece determinada por la economía de mercado, regulada por la finanza y las
especulaciones, dominada por los poderosos de turno. En cambio, el Dios de la
Navidad es un Dios que “desordena las cartas”. Le gusta hacerlo, ¡eh!
Como canta María en el Magníficat, es el Señor quien derriba a los
poderosos de su trono y eleva a los humildes, colmando de bienes a los
hambrientos y despidiendo a los ricos con las manos vacías (cfr. Lc 1,52-53).
Este es el segundo estupor, el estupor de la historia.
Un tercer lugar del estupor es la Iglesia: mirarla con el estupor de la fe
significa no limitarse a considerarla sólo como una institución religiosa, que
es, sino sentirla como una Madre que, aun entre manchas y arrugas –
¡tenemos tantas! – deja translucir los lineamientos de la Esposa amada y
purificada por Cristo Señor. Una Iglesia que sabe reconocer los muchos signos
de amor fiel que Dios le envía continuamente. Una Iglesia por la cual el Señor
Jesús jamás será una posesión que hay que defender celosamente: los que hacen
esto se equivocan, sino siempre Aquel que sale a su encuentro y que ella sabe
esperar con confianza y alegría, dando voz a la esperanza del mundo. La Iglesia
que llama al Señor: “¡Ven, Señor Jesús!”. La Iglesia madre que siempre tiene
las puertas abiertas de par en par y los brazos abiertos para acoger a todos.
Es más, la Iglesia madre que sale de sus propias puertas para buscar con
sonrisa de madre a todos los alejados y llevarlos a la misericordia de Dios.
¡Este es el estupor de la Navidad!
En Navidad Dios se nos da totalmente a Sí
mismo donando as su Hijo, el Único que es toda su alegría. Y sólo con el
corazón de María, la humilde y pobre hija de Sion, que se convirtió en Madre del
Hijo del Altísimo, es posible exultar y alegrarse por el gran don de Dios y por
su imprevisible sorpresa.
Que Ella nos ayude a percibir el estupor,
estos tres estupores: el otro, la historia y la Iglesia; así para el nacimiento
de Jesús, el don de los dones, el regalo inmerecido que nos trae la salvación,
nos hará sentir también a nosotros este gran estupor en el encuentro con Jesús.
Pero no podemos tener este estupor, no podemos encontrar a Jesús, si no lo
encontramos en los demás, en la historia y en la Iglesia.
(Traducción de MFB - RV).