Jesús llega al final de su largo viaje hacia Jerusalén, donde, tras su entrada triunfal, se dirige al grandioso templo para purificarlo de las actividades mercantiles que profanaban su verdadero sentido. Las consecuencias lógicas de este atrevimiento es el conflicto y la controversia con las autoridades judías. Había alterado el ambiente establecido y los líderes religiosos, sobre todo escribas y saduceos, emprenden una campaña para desprestigiar y atrapar a Jesús con preguntas capciosas que cuestionen y comprometan su autoridad. Jesús se enfrenta a la oposición de estos grupos relevantes de la sociedad judía que buscan estratégicamente poder arrestarlo.
Anteriormente Jesús a criticado el orgullo y la avaricia de los fariseos; ahora se opone abiertamente a los saduceos, ricos y sabios, pertenecientes a las nobles familias sacerdotales de Jerusalén asociadas al templo, con gran influencia política, que negaban la resurrección de los muertos e incluso la creencia en los ángeles, porque, -según su opinión- no hay referencia alguna de estos conceptos en los libros de la Torá, considerada por ellos la única autoridad o Ley. Los saduceos saben que Jesús cree en la resurrección de los muertos. Se enfrentan a él y le preguntan en público para que diga algo escandaloso ante el pueblo y tengan motivo para acusarlo y arrestarlo.
La ridícula pregunta que hacen a Jesús plantea un caso poco probable, pero posible. Se trata de una situación hipotética para proponer una discusión acerca de la aplicación correcta de un mandato bíblico: la ley del levirato. Según el libro del Deuteronomio 25, 5-6, cuando muere un hombre casado sin hijos, el hermano tiene que casarse con la viuda para dar descendencia al difunto y, además, el primogénito de la pareja llevará el nombre del difunto.
Apoyados en este texto, los saduceos se dirigen a Jesús llamándole «maestro» con el fin de adularlo, pero la pregunta pretende confundirle y menospreciar su autoridad: En el caso hipotético que una mujer tuviera que casarse con siete hermanos y si hubiera resurrección e inmortalidad después de esta vida… ¿cuál de todos ellos será su marido en la vida futura? La pregunta considera la resurrección como una prolongación de la vida terrena, tal como la conocemos. Invitan a Jesús a entrar en una discusión entre saduceos y fariseos, porque éstos no creen en la resurrección y los saduceos, sí.
Jesús aprovecha la ocasión para enseñar sobre el matrimonio y la resurrección de los muertos. Advierte que el matrimonio sirve al orden natural del mundo creado y, por ende, es la base de la familia y de la sociedad. La ley del levirato sirve precisamente para estos propósitos queridos por Dios. Sin embargo, los muertos que alcanzan la resurrección participan de una nueva creación fuera de nuestro entendimiento y en la que el matrimonio será irrelevante. La procreación es necesaria solo en el mundo donde la gente muere, pero no en el mundo donde quienes lo habitan son «como ángeles» y no hay muerte.
Y aprovecha una cita del libro del Éxodo, precisamente de la Torá para afirmar ante los saduceos su enseñanza sobre al resurrección. Dios se manifiesta a Moisés como el «Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob» (Éxodo 29,37). En el tiempo de Moisés hacía muchos años que habían muerto ya los patriarcas citados, sin embargo, Dios habla de ellos en presente, como si estuvieran vivos. Jesús, al referirse a este pasaje fundamental del judaísmo, afirma que la Torá sí habla de la resurrección. La respuesta de Jesús afirma una diferencia radical entre la vida terrena y la vida de la resurrección. Ésta no consiste en una mera continuación de la vida terrena, sino en una vida distinta y plena, que no podemos limitar con nuestras categorías humanas. Jesús afronta el reto de sus opositores y resuelve sabiamente la cuestión planteada. Afirma abiertamente la resurrección de los muertos y la vida después de la muerte.
También hoy mucha gente continua haciéndose preguntas sobre este tema. Para muchos resulta absurdo creer en la resurrección, y prefieren optar por la reencarnación o por la nada. Sin embargo, los cristianos, confiados en la promesa de Jesucristo, no solo creemos, sino que esperamos la resurrección, como respuesta de Dios al enigma de la muerte. El Dios cristiano no es «Dios de muerte», es decir, del vacío absurdo y de la nada final. Es un «Dios de vida», del que procede la vida y al que tienden todos los vivientes. Así lo afirma Jesús en el evangelio: «No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para él todos están vivos». El evangelio nos invita a reafirmar con Cristo nuestra fe y esperanza en la vida eterna, tal como profesamos en el Credo: «Creo en la resurrección de los muertos, en la vida del mundo futuro. Amén.»
Aurelio García Macías
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos
Alfa y Omega