jueves, 11 de agosto de 2016

5 Anécdotas de Santa Clara de Asís


El pan y la cruz
En una de las visitas del Papa al Convento, dándose las doce del día, Santa Clara invita a comer al Santo Padre pero el Papa no accedió. Entonces ella le pide que por favor bendiga los panes para que queden de recuerdo, pero el Papa respondió:
– Quiero que seas tú la que bendigas estos panes.
Santa Clara le dice que sería como un irrespeto muy grande de su parte hacer eso delante del Vicario de Cristo. El Papa, entonces, le ordena bajo el voto de obediencia que haga la señal de la Cruz. Ella bendijo los panes haciéndole la señal de la Cruz y al instante quedó la Cruz impresa sobre todos los panes.
Exceso de humildad
Santa Clara guardaba finas atenciones a las hermanas que mendigaban fuera del monasterio. Hasta llegaba a lavarles los pies.
En una ocasión, después de haber lavado los pies, quiso besarlos. La hermana, no soportando tanta humildad, retiró el pie y golpeó el rostro de Clara. Pese al moretón y quizás al hilo de sangre de la nariz, volvió a tomar con ternura el pie y bajo la misma planta estampó un apretado beso.
Esta santa monjita…
Santa Clara estuvo enferma 27 años en el convento de San Damián, soportando todos los sufrimientos de su enfermedad con paciencia heroica. En su lecho bordaba, hacía costuras y oraba sin cesar.
El Sumo Pontífice la visitó dos veces y exclamó:
– Ojalá yo tuviera tan poquita necesidad de ser perdonado como la que tiene esta santa monjita.

El Santísimo Sacramento
En 1241 los sarracenos atacaron la ciudad de Asís. Cuando se acercaban a atacar el convento que está en la falda de la loma, en el exterior de las murallas de Asís, las monjas se fueron a rezar muy asustadas y Santa Clara, cuya fe en el Santísimo Sacramento era prácticamente inquebrantable, tomó en sus manos la custodia con la hostia consagrada y se les enfrentó a los atacantes.
Ellos experimentaron en ese momento tan grande terror que huyeron despavoridos…

Patrona de la televisión
Hallándose una vez Santa Clara gravemente enferma, hasta el punto de no poder ir a la iglesia para rezar el oficio con las demás monjas, llegó la solemnidad de la natividad de Cristo. Todas las demás fueron a rezar, quedando ella sola en la cama, afligida por no poder ir con ellas. Pero Jesucristo, su esposo, no quiso dejarla sin aquel consuelo y la hizo transportar milagrosamente a la iglesia de San Francisco y asistir a todo el oficio de los maitines y de la misa de media noche. Además pudo recibir la comunión, y acto seguido, fue llevada de nuevo a su cama.
Las monjas, terminado el oficio en San Damián, fueron a ver a Santa Clara y le dijeron:

– Ay madre nuestra, sor Clara! ¡Cuánto consuelo hemos tenido en esta santa noche de Navidad! Quisiera Dios que hubieras estado con nosotras.
Y Santa Clara respondió:
– Yo doy gracias y alabanzas a mi Señor Jesucristo bendito, hermanas e hijas mías amadísimas, porque he tenido la dicha de asistir, con gran consuelo de mi alma, a toda la función de esta noche santa y ha sido mayor que la que han tenido ustedes. Por intercesión de mi padre San Francisco y por la gracia de mi Señor Jesucristo, me he hallado presente en la iglesia, y he oído con mis oídos espirituales y corporales todo el canto y la música del órgano, y hasta he recibido la sagrada comunión. Alégrense, entonces, y den gracias a Dios por esta gracia tan grande que me ha hecho.
Es por esto que Santa Clara fue nombrada patrona de la televisión.
Artículo originalmente publicado por recursoscatolicos.com.ar

José Alegre: "El carisma profético es un don de Dios"

 Querida Kandi: Una vez regresado a mi monasterio después de asistir como invitado al Capítulo de vuestra Congregación de Castilla, quiero expresarte mi agradecimiento por la Semana que he pasado con vosotras en el monasterio de Santo Domingo de las Calzada.
Han sido unos días muy interesantes de convivencia y reflexión de todos los monasterios cistercienses femeninos, bajo tu presidencia y acompañados por el buen servicio espiritual de nuestro Abad General de la Orden.
Han sido unos días de reflexión en torno a la vida de nuestros monasterios, y de despertar la conciencia en torno a la importancia que tienen hoy nuestros valores monásticos, así como de la necesidad de hacer con ellos un buen servicio a nuestra sociedad. Por esto, he considerado que era interesante enviarte estas líneas al modo de una carta abierta.
La vida de una Congregación cisterciense ya es por sí interesante, pues va más allá de los vínculos jurídicos, es una relación, yo diría de familia, donde prevalecen los lazos de ayuda, de compartir, de estímulo mutuo: vida litúrgica, económica, espiritual...
No es, pues extraño que al inicio nos saludases a todos con la palabra del salmista: es hermoso vivir los hermanos unidos (Salm 132)
Un saludo que no era un mero cumplimiento, sino como el sello de un trabajo serio durante varios años, y en ocasiones con problemas nada fáciles, pero todo vivido y llevado a término con un servicio generoso, siempre necesario en la vida de la monja o del monje. Y aquí siempre con el mismo horizonte: potenciar la unidad de la Congregación.
Hoy, en nuestro tiempo, y en esta sociedad concreta tan amenazada de dispersión, cuando no de violencia y enfrentamiento, siempre es de agradecer poner en juego todo un esfuerzo de servicio para crecer en la unidad y en la reconciliación. Yo creo que es el signo de una fe madura.
En esta línea habló una palabra de profunda sabiduría nuestro Abad General en un comentario exegético de las parábolas del Hijo Prodigo y del Buen Samaritano, que venía a subrayar la fecundidad de un Dios Padre que siempre sorprende a nuestra infidelidad con nuevos signos de vida y de fecundidad. Lo cual es hoy algo trascendente cuando nosotros nos acostumbramos a "sobrevivir", dejando de vivir con "el deseo de la plenitud". Dios es la fuente de la vida, y quiere sumergirnos en su caudal de vida, para ser como hijos suyos creadores de vida, potenciadores de vida.
¿Y no es potenciar la vida, sugerir caminos de vida, de amor.... Exhortar a tener una vida de buena relación, a tener una comunicación fluida, una solidaridad fraterna... hechas verdades vividas en el afecto y el cariño y en la ayuda mutua.
Estas líneas, o estos sentimientos no son patrimonio exclusivo de monasterios sino de la misma existencia humana. Si quiere ser verdaderamente humana.
Bien, pues en todo esto se mueve la inquietud de la Congregación. No obstante ser una inquietud vivida dentro de una palpable debilidad: comunidades con dificultades de edad y de salud en sus miembros, con escasez de vocaciones... Pero, no obstante es una buena ocasión para vivir la Palabra, para mostrar la madurez de nuestra fe, recordando la enseñanza de san Pablo: Cuando soy débil, entonces es cuando soy fuerte (2Cor 12,10)
Sólo que esto estamos llamados a vivirlo no con lamentación sino con la confianza en un Dios Padre, siempre fecundo como fuente de vida nueva, y que nos quiere fecundos en estos tiempos nada fáciles para una fecundidad espiritual.
Pero todo resulta más fácil cuando se contempla y se vive bajo el prisma de la Misericordia. Todos estos sentimientos están también impulsados por este movimiento de misericordia que ha levantado como un vendaval bonancible la iniciativa del Papa Francisco, y que esperamos no pase a mejor vida con el final del año, sino con el final de nuestra vida, cuando verdaderamente caigamos en los brazos amorosos del Padre que nos recibe en su casa no ya como trabajadores sino como hijos, regalándonos la plenitud de la vida.
Una mirada de ternura. Mirar con el corazón... Un corazón que da la impresión que hemos subido al desván para quedarnos tranquilos. Hay que bajar el corazón de ese espacio de objetos inútiles que es el desván, para que vuelva a recobrar la alegría ejercitándose en lo que es propio suyo: mirar con sensibilidad humana, mirar con ternura, con amor...
Tomás Merton decía: ... ya no somos profetas. Nuestros monasterios no dan al mundo moderno ninguna vocación profética. El carisma profético es un don de Dios, no un deber del hombre. Por otro lado si no se nos ha dado el don de Dios, tal vez nosotros no nos hemos preparado para recibirlo. Los contemplativos tendrían que ser capaces de decir al hombre moderno alguna cosa de Dios.
Y me pregunto: ¿Acaso todo esto que vengo escribiendo no tiene fuerza para decir al hombre moderno alguna cosa de Dios? Pero, evidentemente, no desde un corazón recogido en el desván.
Querida Kandi, sigue con el corazón en tus manos.
(José Alegre, monje de Poblet)

Santa Clara de Asís – 11 de agosto

Nació en Asís, Italia, entre 1193 y 1194 en el seno de una familia aristocrática. Era hija de Favarone di Offreduccio, conde de Sasso-Rosso, y de Ortolana di Fiume. Ésta era una mujer intrépida y generosa que atendía a los pobres, estaba al frente de la casa y peregrinaba a Roma, a Tierra Santa, a Santiago de Compostela y a otros santuarios esparcidos por Italia. Ella fue la artífice de la educación espiritual de Clara, que heredó muchas de sus virtudes, además de su amor a la oración y a las obras de caridad con los necesitados. Dado su origen nobiliario se cree que la santa debió recibir una formación cultural acorde con su estatus social, aunque no hay datos que lo corroboren, como también le enseñarían las labores propias de la época: hilar y tejer, así como cualquier aspecto apropiado para alguien de su alcurnia.
Nada más iniciarse el siglo XIII la guerra que enfrentó a los habitantes de Asís dividiéndolos en bandos, obligó a su familia a exiliarse a Perusa. En el transcurso de la misma cayó prisionero el joven Bernardone, futuro e incomparable santo, que luego sería liberado. Al final de esta contienda, hacia 1205, Clara y su familia regresaron a Asís. Poco después se produjo la conversión de Francisco, hecho que corrió como un reguero de pólvora al tratarse del hijo de un rico comerciante y líder absoluto de los jóvenes de la ciudad. Es posible que la santa fuese testigo del radical desprendimiento evangélico del Poverello efectuado ante el obispo y en presencia de su padre, además de muchos ciudadanos, porque su domicilio paterno se enclavaba en la céntrica plaza de la catedral (hoy con el nombre de San Rufino). Clara escuchaba con atención las noticias que circulaban por Asís sobre la conversión del heredero de los Bernardone y sus primeras correrías apostólicas con otros jóvenes de diversas clases sociales que habían quedado seducidos por Cristo. Ella se afanaba en cultivar el ayuno y la oración, al tiempo que socorría a los pobres, muchas veces ocultando los alimentos entre sus vestidos.
Sus padres la preparaban para casarla como correspondía a su alcurnia. Pero ya había elegido la virginidad y la pobreza como formas de vida. Le llamaba poderosamente la atención la austeridad de Francisco y sus seguidores. Conocía su lugar de reunión: la ermita de Santa María de los Ángeles (la Porciúncula). Y aunque contaba con la frontal oposición de su familia, durante cinco años estuvo sopesando la idea que se había clavado en sus entrañas de compartir el mismo ideal del Poverello. En ese tiempo se entrevistó con él a escondidas en varias ocasiones a las puertas de la Porciúncula. Finalmente, el Domingo de Ramos, bien de 1211 o de 1212, ella también abandonó familia, títulos, bienes, prestigio…, y se dirigió a la ermita. Fue recibida por Francisco y sus discípulos que entonaban solemnemente el Veni Creátor Spíritus. Dentro de la iglesia, la joven se desprendió de sus vestiduras y tomó el áspero hábito. En el suelo quedaron esparcidos sus cabellos cercenados por el fundador de los franciscanos dejando al descubierto la nuca que a partir de ese instante cubrió con negra toca.
A continuación, el santo la condujo al monasterio de San Pablo de las Abadesas, situado en Bastia Umbra. Así prevenía las gravísimas consecuencias que esta decisión tendría en su familia, como así fue. Pensó también que la tutela que la joven recibiría en el monasterio junto a los votos emitidos iban a preservarla de tener que regresar a casa. Además, al haber legado todos sus bienes, Clara no poseía dote alguna para ingresar en el convento, como habría hecho en condiciones normales. Tuvo que entrar como sierva, algo que aún incrementó más la contrariedad de sus padres que veían en ello algo humillante para una rica aristocrática. Cuando intentaron disuadirla y llevarla junto a ellos, se descubrió su cabeza tonsurada, y así ahuyentó sus propósitos. La determinación de la joven era irrevocable, y cuando las aguas se calmaron un poco, se trasladó a la comunidad del Santo Angel de Panzo, uniéndose a religiosas que llevaban vida comunitaria. Poco más tarde, su hermana Inés siguió sus pasos y tomó el hábito en presencia de Francisco. Después, establecidas ya en San Damián, lo hicieron Beatriz, su hermana pequeña, y su madre. El grupo fue creciendo, y de común acuerdo se abrazaron a los postulados que regía la naciente Orden franciscana, sometiéndose voluntariamente bajo obediencia.
Francisco le proporcionó las líneas que las religiosas debían seguir. Una de ellas era la limosna. En esa época ya estaban vigentes las indicaciones emanadas del IV concilio de Letrán que imponía a las nuevas órdenes regirse por una de las tres reglas existentes: la benedictina, la de san Basilio y la de san Agustín. En un primer momento, los recelos e incomprensiones les obligaron a adoptar la regla benedictina, pero Clara amaba profundamente la pobreza. De modo que acudió a Inocencio III, le solicitó y obtuvo de él, el privilegio de pobreza, y pudieron seguir plenamente el carisma franciscano, confiando únicamente en la divina Providencia. Ya entonces era abadesa de la comunidad de las Damas Pobres de San Damián, fundada por ella a petición de Francisco, quien puso el gobierno de la misma en sus manos. Clara siempre le asistió y apoyó, proporcionándole consuelo humano y espiritual.
Cuando San Damián pasó a depender de la Santa Sede, después del fallecimiento de Francisco, recibió el apoyo del cardenal Hugolino, futuro pontífice Gregorio IX. Ella fue la autora de la regla, primera de la historia de la Iglesia redactada por una mujer y dirigida a otras congéneres. La aprobó Inocencio IV que estuvo presente en su lecho de muerte, el 11 de agosto de 1253, donde acudió a visitarla y a darle su bendición. Había sido agraciada con numerosos carismas, entre otros, el don de milagros. Fue canonizada en Anagni por Alejandro IV el 15 de agosto de 1255. En 1958 Pío XII la declaró patrona de la televisión.
Zenit

No te digo que perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete


Evangelio según San Mateo 18,21-35.19,1.

Se adelantó Pedro y le dijo: "Señor, ¿cuántas veces tendré que perdonar a mi hermano las ofensas que me haga? ¿Hasta siete veces?".


Jesús le respondió: "No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.

Por eso, el Reino de los Cielos se parece a un rey que quiso arreglar las cuentas con sus servidores.
Comenzada la tarea, le presentaron a uno que debía diez mil talentos.

Como no podía pagar, el rey mandó que fuera vendido junto con su mujer, sus hijos y todo lo que tenía, para saldar la deuda.

El servidor se arrojó a sus pies, diciéndole: "Señor, dame un plazo y te pagaré todo".
El rey se compadeció, lo dejó ir y, además, le perdonó la deuda.

Al salir, este servidor encontró a uno de sus compañeros que le debía cien denarios y, tomándolo del cuello hasta ahogarlo, le dijo: 'Págame lo que me debes'.

El otro se arrojó a sus pies y le suplicó: 'Dame un plazo y te pagaré la deuda'.

Pero él no quiso, sino que lo hizo poner en la cárcel hasta que pagara lo que debía.

Los demás servidores, al ver lo que había sucedido, se apenaron mucho y fueron a contarlo a su señor.

Este lo mandó llamar y le dijo: '¡Miserable! Me suplicaste, y te perdoné la deuda.

¿No debías también tú tener compasión de tu compañero, como yo me compadecí de tí?'.

E indignado, el rey lo entregó en manos de los verdugos hasta que pagara todo lo que debía.

Lo mismo hará también mi Padre celestial con ustedes, si no perdonan de corazón a sus hermanos".

Cuando Jesús terminó de decir estas palabras, dejó la Galilea y fue al territorio de Judea, más allá del Jordán.

“Jubileo: inagotable tesoro de la misericordia de Dios”, el Papa en la catequesis

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El pasaje del Evangelio de Lucas que hemos escuchado (7,11-17) nos presenta un milagro de Jesús verdaderamente grandioso: la resurrección de un joven. Sin embargo, el corazón de esta narración no es el milagro, no: sino la ternura de Jesús hacia la madre de este joven. La misericordia toma aquí el nombre de una gran compasión hacia una mujer que había perdido al marido y que ahora acompaña al cementerio a su único hijo. Es este gran dolor de una madre que conmueve a Jesús y lo induce al milagro de la resurrección.
Al presentar este episodio, el evangelista se entretiene en muchos particulares. En la puerta de la ciudad de Naím – un pueblo – se encuentran dos grupos numerosos que provienen de direcciones opuestas y que no tienen nada en común. Jesús, seguido por sus discípulos y por una gran multitud está por entrar en la zona habitada, mientras de ella está saliendo la procesión fúnebre que acompaña a un difunto, con la madre viuda y mucha gente. Ante la puerta los dos grupos se acercan solamente recorriendo cada uno por su propio camino, pero es ahí que san Lucas precisa el sentimiento de Jesús: «Al verla, el Señor se conmovió y le dijo: ¡No llores! Después se acercó y tocó el féretro. Los que los llevaban se detuvieron» (vv. 13-14). Una gran compasión guía las acciones de Jesús: es Él quien detiene la procesión tocando el féretro y, conmovido por una profunda misericordia por esta madre, decide afrontar la muerte, por así decir, de tú a tú. Y la afrontará definitivamente, de tú a tú, en la Cruz.
Durante este Jubileo, sería una buena cosa que, al pasar por la Puerta Santa, la Puerta de la Misericordia, los peregrinos recordaran este episodio del Evangelio, sucedido en la puerta de Naím. Cuando Jesús vio a esta madre en lágrimas, ¡ella entró en su corazón! A la Puerta Santa cada uno llega llevando la propia vida, con sus alegrías y sus sufrimientos, los proyectos y los fracasos, las dudas y los temores, para presentarlas a la misericordia del Señor. Estemos seguros que, ante la Puerta Santa, el Señor se acerca para encontrar a cada uno de nosotros, para llevar y ofrecer su poderosa palabra consoladora: “¡No llores!” (v. 13). Ésta es la Puerta del encuentro entre el dolor de la humanidad y la compasión de Dios. Y pensemos en esto: un encuentro entre el dolor de la humanidad y la compasión de Dios. Cruzando el umbral nosotros realizamos nuestra peregrinación hacia la misericordia de Dios que, como al joven muerto, repite a todos: «Yo te lo ordeno, levántate» (v.14). A cada uno de nosotros: “levántate”. Dios nos quiere de pie. Nos ha creado para estar de pie: por esto, la compasión de Jesús lleva a aquel gesto de la curación, a curarnos… Y la palabra clave es: “Levántate”. Ponte de pie, como te ha creado Dios”. De pie… “Pero padre, nosotros caemos muchas veces”. “Adelante, levántate”. Esta es la palabra de Jesús, siempre. Al cruzar la Puerta Santa, tratemos de sentir en nuestro corazón esta palabra: “Levántate”. La palabra poderosa de Jesús puede levantarnos y obrar también en nosotros el paso de la muerte a la vida. Su Palabra nos hace revivir, dona esperanza, consuela los corazones cansados, abre a una visión del mundo y de la vida que va más allá del sufrimiento y de la muerte. ¡En la Puerta Santa esta esculpido para cada uno el inagotable tesoro de la misericordia de Dios!
Alcanzado por la Palabra de Jesús, «el muerto se incorporó y empezó a hablar. Y Jesús se lo entregó a su madre» (v. 15). Esta frase es tan bella, indica la ternura de Jesús: “Lo restituyó a su madre”. La madre encuentra al hijo. Recibiéndolo de las manos de Jesús ella se hace madre por segunda vez, pero el hijo que ahora le es restituido no es de ella de quien ha recibido la vida. Madre e hijo reciben así la respectiva identidad gracias a la palabra poderosa de Jesús y a su gesto amoroso. Así, especialmente en el Jubileo, la madre Iglesia recibe a sus hijos reconociendo en ellos la vida donada por la gracia de Dios. Es en virtud de tal gracia, la gracia del Bautismo, que la Iglesia se hace madre y que cada uno de nosotros se hace su hijo.
Ante el joven resucitado a la vida y restituido a la madre, «todos quedaron sobrecogidos de temor y alababan a Dios, diciendo: ¡Un gran profeta ha aparecido en medio de nosotros y Dios ha visitado a su Pueblo!». Cuanto Jesús ha hecho no es por lo tanto solo una acción de salvación destinada a la viuda y a su hijo, o un gesto de bondad limitada a aquella ciudad. En la ayuda misericordiosa de Jesús, Dios va al encuentro de su pueblo, en Él surge y continuará a surgir para la humanidad toda la gracia de Dios. Celebrando este Jubileo, que he querido que fuera vivido en todas las Iglesias particulares, es decir, en todas las iglesias del mundo, y no solo en Roma, es como si toda la Iglesia extendida por el mundo se uniera en un único canto de alabanza al Señor. También hoy la Iglesia reconoce ser visitada por Dios. Por esto, acercándonos a la Puerta Santa de la Misericordia, cada uno sabe de acercarse a la puerta del corazón misericordioso de Jesús: es Él de hecho la verdadera Puerta que conduce a la salvación y nos restituye a una vida nueva. La misericordia, sea en Jesús sea en nosotros, es un camino que parte del corazón para llegar a las manos… ¿Qué cosa significa esto? Jesús te mira, te cura con su misericordia, te dice: “Levántate”, y ti corazón es renovado. Pero esto del camino del corazón a las manos… “Eh, si, ¿Y ahora qué hago yo? Con el corazón nuevo, con el corazón sanado por Jesús realizo las obras de misericordia con las manos, y trato de ayudar, de sanar a muchos que tienen necesidad”. La misericordia es un camino que parte del corazón y llega a las manos, es decir, a las obras de misericordia. Gracias.
(Traducción del italiano, Renato Martinez – Radio Vaticano)
(from Vatican Radio)