miércoles, 13 de abril de 2016

YO QUIERO MISERICORDIA”: LA LEALTAD DE UN CORAZÓN QUE SE ARREPIENTE Y VUELVE A SER FIEL A DIOS


«Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Hemos escuchado el Evangelio de la llamada de Mateo. Mateo era un “publicano”, es decir un cobrador de impuestos por parte del imperio romano, y por esto, considerado un pecador público. Pero Jesús lo llama a seguirlo y a convertirse en su discípulo.
Mateo acepta, y lo invita a cena en su casa junto a los discípulos. (...)


Llamando a Mateo, Jesús muestra a los pecadores que no mira su pasado, a la condición social, a las convenciones exteriores, sino que más bien les abre un futuro nuevo. Una vez escuché un dicho hermoso: “no hay santo sin pasado y no hay pecador sin futuro”. Es bello esto. Esto es lo que hace Jesús. “No hay santo sin pasado, ni pecador sin futuro”.

Basta responder a la invitación con corazón humilde y sincero. La Iglesia no es una comunidad de perfectos, sino de discípulos en camino, que siguen al Señor porque se reconocen pecadores y necesitados de su perdón. La vida cristiana, entonces, es escuela de humildad que se abre a la gracia.

Un comportamiento tal no es comprendido por quien tiene la presunción de creerse “justo” y creerse mejor que los otros. Soberbia y orgullo no permiten reconocerse necesitados de salvación, más bien, impiden ver el rostro misericordioso de Dios y de actuar con misericordia. Son un muro. La soberbia, el orgullo son un muro que impiden la relación con Dios.

Y sin embargo, la misión de Jesús es propio esta: ir en búsqueda de cada uno de nosotros, para sanar nuestras heridas y llamarnos a seguirlo con amor. Lo dice claramente: «No son los sanos los que tienen necesidad del médico, sino los enfermos» (v.12). ¡Jesús se presenta como un buen médico! 

Él anuncia el Reino de Dios, y los signos de su venida son evidentes: Él sana las enfermedades, libera del miedo, de la muerte y del demonio. Frente a Jesús ningún pecador es excluido, porque el poder curador de Dios no conoce enfermedad que no pueda ser curada. Y esto nos debe dar confianza y abrir nuestro corazón al Señor para que venga y nos cure. (...)

Llamando a los pecadores a su mesa, Él los cura restableciéndolos en aquella vocación que ellos creían perdida y que los fariseos han olvidado: aquella de los invitados al banquete de Dios. Según la profecía de Isaías: «El Señor de los ejércitos ofrecerá a todos los pueblos sobre esta montaña un banquete de manjares suculentos, un banquete de vinos añejados, de manjares suculentos, sustanciosos, de vinos añejados, decantados. Y se dirá en aquel día: Ahí está nuestro Dios, de quien esperábamos la salvación: es el Señor, en quien nosotros esperábamos; ¡alegrémonos y regocijémonos de su salvación!». (25, 6.9). Así dice Isaías.

Si los fariseos ven en los invitados sólo pecadores y rechazan sentarse con ellos, Jesús por el contrario les recuerda que también ellos son comensales de Dios. De este modo, sentarse en la mesa con Jesús significa ser transformados por Él y salvados.

En la comunidad cristiana la mesa de Jesús es doble: está la mesa de la Palabra y la mesa de la Eucaristía (cfr Dei Verbum, 21). Son estas las medicinas con las cuales el Médico Divino nos cura y nos nutre. Con la primera -la Palabra- Él se revela y nos invita a un diálogo entre amigos. Jesús no tenía miedo de dialogar con los publicanos, los pecadores, las prostitutas, Él no tenía miedo, amaba a todos.

Su Palabra nos penetra y, como un bisturí, actúa profundamente para liberarnos del mal que se anida en nuestra vida. A veces esta Palabra es dolorosa porque incide sobre hipocresías, desenmascara las falsas escusas, mete al desnudo las verdades escondidas; pero al mismo tiempo ilumina y purifica, da fuerza y esperanza, es un reconstituyente valioso en nuestro camino de fe.

La Eucaristía, por su parte, nos nutre de la vida misma de Jesús y, como un poderoso remedio, renueva en modo misterioso continuamente la gracia de nuestro Bautismo. Acercándose a la Eucaristía nosotros nos nutrimos del Cuerpo y la Sangre de Jesús, y sin embargo, viniendo a nosotros, ¡es Jesús que nos une a su Cuerpo!

Concluyendo aquel diálogo con los fariseos, Jesús les recuerda una palabra del profeta Oseas (6,6): «Vayan y aprendan qué significa: Yo quiero misericordia y no sacrificios» (Mt 9,13). 
(...) El profeta insiste: “Yo quiero misericordia”, es decir la lealtad de un corazón que reconoce los propios pecados, que se arrepiente y vuelve a ser fiel a la alianza con Dios, “y no sacrificios”: ¡sin un corazón arrepentido cada acción religiosa es ineficaz!

Jesús aplica esta frase profética también a las relaciones humanas: aquellos fariseos era muy religiosos en la forma, pero (...) no reconocían la posibilidad de un arrepentimiento y por eso, de una curación; no colocan en primer lugar la misericordia: siendo fieles custodios de la Ley, ¡demostraban no conocer el corazón de Dios! (...)



Queridos hermanos y hermanas, todos nosotros estamos invitados a la mesa del Señor. Hagamos nuestra la invitación de sentarnos al lado de Él junto a sus discípulos. Aprendamos a mirar con misericordia y a reconocer en cada uno de ellos un comensal. Somos todos discípulos que tienen necesidad de experimentar y vivir la palabra consoladora de Jesús. Tenemos todos necesidad de nutrirnos de la misericordia de Dios, porque es de esta fuente que brota nuestra salvación».
(Traducción del italiano por Mercedes De La Torre – Radio Vaticano).

¡ALABA AL SEÑOR, TIERRA ENTERA!



Del Salmo 65:

Aclama al Señor, tierra entera

Aclama al Señor, tierra entera;
tocad en honor de su Nombre,
cantad himnos a su gloria.
Decid a Dios: «¡Qué terribles son tus obras!»


Aclama al Señor, tierra entera

Que se postre ante ti la tierra entera,
que toquen en tu honor,
que toquen para tu Nombre.
Venid a ver las obras de Dios,
sus temibles proezas en favor de los hombres.


Aclama al Señor, tierra entera

Transformó el mar en tierra firme,
a pie atravesaron el río.
Alegrémonos con Dios,
que con su poder gobierna enteramente.


Aclama al Señor, tierra entera

«DE LA ENCARNACIÓN DEL VERBO»


El Verbo de Dios, incorpóreo, incorruptible e inmaterial vino a nuestro mundo, aunque tampoco antes se hallaba lejos, pues nunca parte alguna del universo se hallaba vacía de él, sino que lo llenaba todo en todas partes, ya que está junto a su Padre.

Pero él vino por su benignidad hacia nosotros, y en cuanto se nos hizo visible. [...] Tomó para sí un cuerpo como el nuestro, ya que no se contentó con habitar en un cuerpo ni tampoco en hacerse simplemente visible. En efecto, si tan solo hubiese pretendido hacerse visible, hubiera podido ciertamente asumir un cuerpo más excelente; pero él tomó nuestro mismo cuerpo.

En el seno de la Virgen, se construyó un templo, es decir, su cuerpo, y lo hizo su propio instrumento, en el que había de darse a conocer y habitar; de este modo, habiendo tomado un cuerpo semejante al de cualquiera de nosotros, ya que todos estaban sujetos a la corrupción de la muerte, lo entregó a la muerte por todos, ofreciéndolo al Padre con un amor sin límites; con ello, al morir en su persona todos los hombres, quedó sin vigor la ley de la corrupción que afectaba a todos, ya que agotó toda la eficacia de la muerte en el cuerpo del Señor; y así ya no le quedó fuerza alguna para ensañarse con los demás hombres, semejantes a él; con ello, también hizo de nuevo incorruptibles a los hombres, que habían caído en la corrupción, y los llamó de muerte a vida, consumiendo totalmente en ellos la muerte, con el cuerpo que había asumido y con el poder de su resurrección, del mismo modo que la paja es consumida por el fuego. [...]

La corrupción de la muerte no tiene ya poder alguno sobre los hombres, gracias al Verbo, que habita entre ellos por su encarnación.

De los sermones de san Atanasio, obispo

JESÚS ES EL PAN DE VIDA

Evangelio según San Juan 6,35-40.

Jesús dijo a la gente: "Yo soy el pan de Vida. El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed.

Pero ya les he dicho: ustedes me han visto y sin embargo no creen.

Todo lo que me da el Padre viene a mí, y al que venga a mí yo no lo rechazaré, porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la de Aquél que me envió.

La voluntad del que me ha enviado es que yo no pierda nada de lo que Él me dio, sino que lo resucite en el último día.

Esta es la voluntad de mi Padre: que el que ve al Hijo y cree en Él, tenga Vida eterna y que yo lo resucite en el último día".