domingo, 25 de octubre de 2015

"El Sínodo ha sido laborioso, pero un don de Dios, que traerá mucho fruto"."El Pueblo de Dios camina al paso de los últimos, como se hace en las familias"

¡Queridos hermanos y hermanas , buenos días!
Esta mañana, con la Santa Misa celebrada en la Basílica de San Pedro, concluyó la Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre la familia. Invito a todos a dar gracias a Dios por estas tres semanas de intenso trabajo, animado por la oración y por un espíritu de verdadera comunión. Ha sido arduo, pero ha sido un verdadero don de Dios, que seguramente traerá muchos frutos.

La palabra "sínodo" significa "caminar juntos". Y aquella que hemos vivido ha sido la experiencia de la Iglesia en camino, en camino especialmente con las familias del Pueblo santo de Dios esparcido en todo el mundo. Por esto me ha impresionado la Palabra de Dios que hoy nos sale al encuentro en la profecía de Jeremías: «Yo los hago venir del país del Norte y los reúno desde los extremos de la tierra; hay entre ellos ciegos y lisiados, mujeres embarazadas y parturientas: ¡es una gran asamblea la que vuelve aquí!». Y el profeta agrega: «Habían partido llorando, pero yo los traigo llenos de consuelo; los conduciré a los torrentes de agua por un camino llano, donde ellos no tropezarán. Porque yo soy un padre para Israel» (31,8-9).

Esta Palabra de Dios nos dice que el primero en querer caminar junto a nosotros, a querer hacer "sínodo" con nosotros, es precisamente Él, nuestro Padre. Su "sueño", desde siempre y por siempre, es el de formar un pueblo, de reunirlo, de guiarlo hacia la tierra de la libertad y de la paz. Y este pueblo está hecho de familias: están «la mujer embarazada y la parturienta»; es un pueblo que mientras camina lleva adelante la vida, con la bendición de Dios.

Es un pueblo que no excluye a los pobres y a los desfavorecidos, es más, los incluye: «entre ellos están el ciego y el lisiado» - dice el Señor. Es una familia de familias, en la que quien enfrenta fatigas no se encuentra marginado, dejado atrás, sino que logra seguir el paso de los otros, porque este pueblo camina al paso de los últimos; como se hace en las familias, y como nos enseña el Señor, que se ha hecho pobre con los pobres, pequeño con los pequeños, último con los últimos. No lo ha hecho para excluir a los ricos, a los grandes y a los que están primero, sino porque ésta es la única forma para salvar también a ellos, para salvar a todos.

Les confieso que esta profecía del pueblo en camino la he comparado también con las imágenes de los prófugos en marcha por las calles de Europa, una realidad dramática de nuestros tiempos. Dios también les dice a ellos: «Habían partido llorando, pero yo los traigo llenos de consuelo». También estas familias tan sufrientes, desarraigadas de sus tierras, han estado presentes con nosotros en el Sínodo, en nuestra oración y en nuestros trabajos, a través de la voz de algunos de sus Pastores presentes en la Asamblea. Estas personas en busca de dignidad, estas familias en busca de paz siguen permaneciendo con nosotros, la Iglesia no las abandona, porque forman parte del pueblo que Dios quiere liberar de la esclavitud y guiar hacia la libertad.
Por lo tanto, en esta Palabra de Dios, se refleja la experiencia sinodal que hemos vivido. Que el Señor, por intercesión de la Virgen María, nos ayude también a realizar las indicaciones surgidas en forma de fraterna comunión.


¡Animo, levántate! Con la invitación del Evangelio el Papa clausura el Sínodo

Las tres lecturas de este domingo nos presentan la compasión de Dios, su paternidad, que se revela definitivamente en Jesús.
El profeta Jeremías, en pleno desastre nacional, mientras el pueblo estaba deportado por los enemigos, anuncia que «el Señor ha salvado a su pueblo, ha salvado al resto de Israel» (31,7). Y ¿por qué lo hizo? Porque él es Padre (cf. v. 9); y como el Padre cuida de sus hijos, los acompaña en el camino, sostiene a los «ciegos y cojos, lo mismo preñadas que paridas» (31,8). Su paternidad les abre una vía accesible, una forma de consolación después de tantas lágrimas y tantas amarguras. Si el pueblo permanece fiel, si persevera en buscar a Dios incluso en una tierra extranjera, Dios cambiará su cautiverio en libertad, su soledad en comunión: lo que hoy siembra el pueblo con lágrimas, mañana lo cosechará con la alegría (cf. Sal 125,6 ).

Con el Salmo, también nosotros hemos expresado la alegría, que es fruto de la salvación del Señor: «La boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares» (v. 2). El creyente es una persona que ha experimentado la acción salvífica de Dios en la propia vida. Y nosotros, los pastores, hemos experimentado lo que significa sembrar con fatiga, a veces llorando, y alegrarnos por la gracia de una cosecha que siempre va más allá de nuestras fuerzas y de nuestras capacidades.

El pasaje de la Carta a los Hebreos nos ha presentado la compasión de Jesús. También él «está envuelto en debilidades» (5,2), para sentir compasión por quienes yacen en la ignorancia y en el error. Jesús es el Sumo Sacerdote grande, santo, inocente, pero al mismo tiempo es el Sumo Sacerdote que ha compartido nuestras debilidades y ha sido puesto a prueba en todo como nosotros, menos en el pecado (cf. 4,15). Por eso es el mediador de la nueva y definitiva alianza que nos da salvación.

El Evangelio de hoy nos remite directamente a la primera Lectura: así como el pueblo de Israel fue liberado gracias a la paternidad de Dios, también Bartimeo fue liberado gracias a la compasión de Jesús que acababa de salir de Jericó. A pesar de que apenas había emprendido el camino más importante, el que va hacia Jerusalén, se detiene para responder al grito de Bartimeo. Se deja interpelar por su petición, se deja implicar en su situación. No se contenta con darle limosna, sino que quiere encontrarlo personalmente. No le da indicaciones ni respuestas, pero hace una pregunta: «¿Qué quieres que haga por ti»? (Mc 10,51). Podría parecer una petición inútil: ¿Qué puede desear un ciego si no es la vista? Sin embargo, con esta pregunta, hecha «de tú a tú», directa pero respetuosa, Jesús muestra que desea escuchar nuestras necesidades. Quiere un coloquio con cada uno de nosotros sobre la vida, las situaciones reales, que no excluya nada ante Dios. Después de la curación, el Señor dice a aquel hombre: «Tu fe te ha salvado» (v. 52). Es hermoso ver cómo Cristo admira la fe de Bartimeo, confiando en él. Él cree en nosotros más de lo que nosotros creemos en nosotros mismos.

Hay un detalle interesante. Jesús pide a sus discípulos que vayan y llamen a Bartimeo. Ellos se dirigen al ciego con dos expresiones, que sólo Jesús utiliza en el resto del Evangelio. Primero le dicen: «¡Ánimo!», una palabra que literalmente significa «ten confianza, anímate». En efecto, sólo el encuentro con Jesús da al hombre la fuerza para afrontar las situaciones más graves. La segunda expresión es «¡levántate!», como Jesús había dicho a tantos enfermos, llevándolos de la mano y curándolos. Los suyos no hacen más que repetir las palabras de alentadoras y liberadoras de Jesús, guiando hacia él directamente, sin sermones. Los discípulos de Jesús están llamados a esto, también hoy, especialmente hoy: a poner al hombre en contacto con la misericordia compasiva que salva. Cuando el grito de la humanidad, como el de Bartimeo, se repite aún más fuerte, no hay otra respuesta que hacer nuestras las palabras de Jesús y sobre todo imitar su corazón. Las situaciones de miseria y de conflicto son para Dios ocasiones de misericordia. Hoy es tiempo de misericordia.

Pero hay algunas tentaciones para los que siguen a Jesús. El Evangelio de hoy destaca al menos dos. Ninguno de los discípulos se para, como hace Jesús. Siguen caminando, pasan de largo como si nada hubiera sucedido. Si Bartimeo era ciego, ellos son sordos: aquel problema no es problema suyo. Este puede ser nuestro riesgo: ante continuos apuros, es mejor seguir adelante, sin preocuparse. De esta manera, estamos con Jesús como aquellos discípulos, pero no pensamos como Jesús. Se está en su grupo, pero se pierde la apertura del corazón, se pierde la maravilla, la gratitud y el entusiasmo, y se corre el peligro de convertirse en «habituales de la gracia». Podemos hablar de él y trabajar para él, pero vivir lejos de su corazón, que está orientado a quien está herido. Esta es la tentación: una «espiritualidad del espejismo». Podemos caminar a través de los desiertos de la humanidad sin ver lo que realmente hay, sino lo que a nosotros nos gustaría ver; somos capaces de construir visiones del mundo, pero no aceptamos lo que el Señor pone delante de nuestros ojos. Una fe que no sabe radicarse en la vida de la gente permanece árida y, en lugar oasis, crea otros desiertos.

Hay una segunda tentación, la de caer en una «fe de mapa». Podemos caminar con el pueblo de Dios, pero tenemos nuestra hoja de ruta, donde entra todo: sabemos dónde ir y cuánto tiempo se tarda; todos deben respetar nuestro ritmo y cualquier inconveniente nos molesta. Corremos el riesgo de hacernos como aquellos «muchos» del Evangelio, que pierden la paciencia y reprochan a Bartimeo. Poco antes habían reprendido a los niños (cf. 10,13), ahora al mendigo ciego: quien molesta o no tiene categoría, ha de ser excluido. Jesús, por el contrario, quiere incluir, especialmente a quienes están relegados al margen y le gritan. Estos, como Bartimeo, tienen fe, porque saberse necesitados de salvación es el mejor modo para encontrar a Jesús.
Y, al final, Bartimeo se puso a seguir a Jesús en el camino (cf. v. 52). No sólo recupera la vista, sino que se une a la comunidad de los que caminan con Jesús. Queridos hermanos sinodales, hemos caminado juntos. Les doy las gracias por el camino que hemos compartido con la mirada puesta en el Señor y en los hermanos, en busca de las sendas que el Evangelio indica a nuestro tiempo para anunciar el misterio de amor de la familia. Sigamos por el camino que el Señor desea. Pidámosle a él una mirada sana y salvada, que sabe difundir luz porque recuerda el esplendor que la ha iluminado. Sin dejarnos ofuscar nunca por el pesimismo y por el pecado, busquemos y veamos la gloria de Dios que resplandece en el hombre viviente.

Concluyó el Sínodo de los obispos sobre la vocación y misión de la Familia

Con la aprobación del documento final concluyó el Sínodo de los obispos sobre la vocación y misión de la Familia, en el Vaticano a las 18,46 de la tarde del 24 de octubre de 2015.
Fue aprobado el documento final. Todos los 94 parágrafos han superado los 2/3 de votos. Estas proposiciones servirán al Papa para escribir la Exhortación post sinodal sobre la Vocación y Misión de la Familia en la Iglesia y el mundo contemporáneo. El mismo Documento final elaborado y votado por los obispos será publicado, dentro de poco, con las respectivas votaciones de cada uno de los 94 parágrafos.
Al cierre de los trabajos Francisco habló a toda la asamblea de 270 personas, agradeciendo al Señor y a todos. Subrayando la acción del Señor, explicó que el haber puesto las dificultades de las familias delante del Señor es lo más importante. jesuita Guillermo Ortiz, Raúl Cabrera


LA ALEGRÍA DE LA FE

Una recomendación muy útil para avanzar por el camino espiritual, e incluso por el camino de la existencia, es guardar memoria de lo vivido, de manera especial de los momentos más recios, en los que todo parecía inclinado a la derrota, y de manera providente se convirtió en experiencia de gracia y de favor, como cuenta el profeta que le sucedió al pueblo de Israel en tiempos del exilio. “Gritad de alegría por Jacob, regocijaos por el mejor de los pueblos; proclamad, alabad y decid: El Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel” (Jr 31, 7-8).
Cuando se han vivido circunstancias aciagas, en las que no faltaron los trabajos, las penosidades, y hasta las lágrimas, al recordar esos momentos difíciles de la vida, si después se tornaron motivo de bendición, se comprenden muy bien las expresiones del salmista: “El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres” (Sal 125).
Tengo que reconocer que el salmo 125 lo hemos personalizado en Buenafuente al recordar los años de penuria, ruinas y soledad, y al celebrar, después, la afluencia de tantos amigos y de personas que desean vivir días de oración, soledad, silencio, en medio de la naturaleza y en un ambiente de austeridad. Hemos llegado a reconocer que este salmo es como nuestro himno, el relato de nuestra biografía, la narración de una historia providente.

El Evangelio nos cuenta la situación menesterosa, deprimida, marginal, hundida, crónica, y hasta depresiva en la que vive el ciego de Jericó, fuera de la ciudad, al margen del camino, pidiendo limosna, tendido en el suelo. Todo parecía irremediable, acaso objeto de piedad y compasión. Y en esas circunstancias, al paso de Jesús por el camino, todo cambia, y acontece lo más inesperado: que aquel de quien se pensaba que era un hombre relegado, se convierte en el prototipo de discípulo:
Jesús se detuvo y dijo: -«Llamadlo.»
Llamaron al ciego, diciéndole: _«Ánimo, levántate, que te llama.»
Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús.
Jesús le dijo: -«¿Qué quieres que haga por ti?»
El ciego le contestó: -«Maestro, que pueda ver.»
Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha curado.»
Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.
El ciego da un salto; hay que presupone que también de alegría, y según el evangelista San Marcos, tiene un gesto muy significativo, abandonar el manto, es decir, su identidad deprimida, para ponerse ante el Señor, y cara a cara con la pregunta que cada uno podemos personalizar: “¿Qué quieres que haga por ti?”
Parece que no hay respuesta más lógica que la del ciego: “Señor, que vea”. Pero ¿qué significa ver? En el contexto del pasaje, debemos interpretar que es tener fe. Por la fe, el ciego ve, y el ciego se convierte en discípulo, detrás de Jesús.
Ángel Moreno de Buenafuente

Curarnos de la ceguera

¿Qué podemos hacer cuando la fe se va apagando en nuestro corazón? ¿Es posible reaccionar? ¿Podemos salir de la indiferencia? Marcos narra la curación del ciego Bartimeo para animar a sus lectores a vivir un proceso que pueda cambiar sus vidas.
No es difícil reconocernos en la figura de Bartimeo. Vivimos a veces como «ciegos», sin ojos para mirar la vida como la miraba Jesús. «Sentados», instalados en una religión convencional, sin fuerza para seguir sus pasos. Descaminados, «al borde del camino» que lleva Jesús, sin tenerle como guía de nuestras comunidades cristianas.
¿Qué podemos hacer? A pesar de su ceguera, Bartimeo «se entera» de que, por su vida, está pasando Jesús. No puede dejar escapar la ocasión y comienza a gritar una y otra vez: «ten compasión de mí». Esto es siempre lo primero: abrirse a cualquier llamada o experiencia que nos invita a curar nuestra vida.
El ciego no sabe recitar oraciones hechas por otros. Solo sabe gritar y pedir compasión porque se siente mal. Este grito humilde y sincero, repetido desde el fondo del corazón, puede ser para nosotros el comienzo de una vida nueva. Jesús no pasará de largo.
El ciego sigue en el suelo, lejos de Jesús, pero escucha atentamente lo que le dicen sus enviados: «¡Ánimo! Levántate. Te está llamando». Primero, se deja animar abriendo un pequeño resquicio a la esperanza. Luego, escucha la llamada a levantarse y reaccionar. Por último, ya no se siente solo: Jesús lo está llamando. Esto lo cambia todo.
Bartimeo da tres pasos que van a cambiar su vida. «Arroja el manto» porque le estorba para encontrarse con Jesús. Luego, aunque todavía se mueve entre tinieblas, «da un salto» decidido. De esta manera «se acerca» a Jesús. Es lo que necesitamos muchos de nosotros: liberarnos de ataduras que ahogan nuestra fe; tomar, por fin, una decisión sin dejarla para más tarde; y ponernos ante Jesús con confianza sencilla y nueva.
Cuando Jesús le pregunta qué quiere de él, el ciego no duda. Sabe muy bien lo que necesita: «Maestro, que pueda ver». Es lo más importante. Cuando uno comienza a ver las cosas de manera nueva, su vida se transforma. Cuando una comunidad recibe luz de Jesús, se convierte.

José Antonio Pagola

Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.


 Lectura del santo evangelio según san Marcos 10,46-52

En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: - «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí.»

Muchos lo regañaban para que se callara. Pero él gritaba más: - «Hijo de David, ten compasión de mí.»

Jesús se detuvo y dijo: - «Llamadlo.»

Llamaron al ciego, diciéndole: - «Ánimo, levántate, que te llama.»

Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús. Jesús le dijo: - «¿Qué quieres que haga por ti?»
El ciego le contestó: - «Maestro, que pueda ver.»

Jesús le dijo: - «Anda, tu fe te ha curado.»

Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.

Palabra del Señor.