Una
recomendación muy útil para avanzar por el camino espiritual, e incluso por el
camino de la existencia, es guardar memoria de lo vivido, de manera especial de
los momentos más recios, en los que todo parecía inclinado a la derrota, y de
manera providente se convirtió en experiencia de gracia y de favor, como cuenta
el profeta que le sucedió al pueblo de Israel en tiempos del exilio. “Gritad de
alegría por Jacob, regocijaos por el mejor de los pueblos; proclamad, alabad y
decid: El Señor ha salvado a su pueblo, al resto de Israel” (Jr 31, 7-8).
Cuando
se han vivido circunstancias aciagas, en las que no faltaron los trabajos, las
penosidades, y hasta las lágrimas, al recordar esos momentos difíciles de la
vida, si después se tornaron motivo de bendición, se comprenden muy bien las
expresiones del salmista: “El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos
alegres” (Sal 125).
Tengo que reconocer que el salmo 125 lo hemos personalizado en
Buenafuente al recordar los años de penuria, ruinas y soledad, y al celebrar,
después, la afluencia de tantos amigos y de personas que desean vivir días de
oración, soledad, silencio, en medio de la naturaleza y en un ambiente de
austeridad. Hemos llegado a reconocer que este salmo es como nuestro himno, el
relato de nuestra biografía, la narración de una historia providente.
El
Evangelio nos cuenta la situación menesterosa, deprimida, marginal, hundida,
crónica, y hasta depresiva en la que vive el ciego de Jericó, fuera de la
ciudad, al margen del camino, pidiendo limosna, tendido en el suelo. Todo
parecía irremediable, acaso objeto de piedad y compasión. Y en esas
circunstancias, al paso de Jesús por el camino, todo cambia, y acontece lo más
inesperado: que aquel de quien se pensaba que era un hombre relegado, se
convierte en el prototipo de discípulo:
Jesús se detuvo y dijo: -«Llamadlo.»
Llamaron al ciego, diciéndole: _«Ánimo, levántate, que te llama.»
Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús.
Jesús le dijo: -«¿Qué quieres que haga por ti?»
El ciego le contestó: -«Maestro, que pueda ver.»
Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha curado.»
Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.
Llamaron al ciego, diciéndole: _«Ánimo, levántate, que te llama.»
Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús.
Jesús le dijo: -«¿Qué quieres que haga por ti?»
El ciego le contestó: -«Maestro, que pueda ver.»
Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha curado.»
Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.
El
ciego da un salto; hay que presupone que también de alegría, y según el
evangelista San Marcos, tiene un gesto muy significativo, abandonar el manto,
es decir, su identidad deprimida, para ponerse ante el Señor, y cara a cara con
la pregunta que cada uno podemos personalizar: “¿Qué quieres que haga por ti?”
Parece
que no hay respuesta más lógica que la del ciego: “Señor, que vea”. Pero ¿qué
significa ver? En el contexto del pasaje, debemos interpretar que es tener fe.
Por la fe, el ciego ve, y el ciego se convierte en discípulo, detrás de Jesús.
Ángel Moreno de Buenafuente
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