Las tres
lecturas de este domingo nos presentan la compasión de Dios, su paternidad, que
se revela definitivamente en Jesús.
El profeta Jeremías, en pleno desastre
nacional, mientras el pueblo estaba deportado por los enemigos, anuncia que «el
Señor ha salvado a su pueblo, ha salvado al resto de Israel» (31,7). Y ¿por qué
lo hizo? Porque él es Padre (cf. v. 9); y como el Padre cuida de sus hijos, los
acompaña en el camino, sostiene a los «ciegos y cojos, lo mismo preñadas que
paridas» (31,8). Su paternidad les abre una vía accesible, una forma de
consolación después de tantas lágrimas y tantas amarguras. Si el pueblo
permanece fiel, si persevera en buscar a Dios incluso en una tierra extranjera,
Dios cambiará su cautiverio en libertad, su soledad en comunión: lo que hoy
siembra el pueblo con lágrimas, mañana lo cosechará con la alegría (cf. Sal
125,6 ).
Con el Salmo, también nosotros hemos
expresado la alegría, que es fruto de la salvación del Señor: «La boca se nos
llenaba de risas, la lengua de cantares» (v. 2). El creyente es una persona que
ha experimentado la acción salvífica de Dios en la propia vida. Y nosotros, los
pastores, hemos experimentado lo que significa sembrar con fatiga, a veces
llorando, y alegrarnos por la gracia de una cosecha que siempre va más allá de
nuestras fuerzas y de nuestras capacidades.
El pasaje de la Carta a los Hebreos nos ha
presentado la compasión de Jesús. También él «está envuelto en debilidades»
(5,2), para sentir compasión por quienes yacen en la ignorancia y en el error.
Jesús es el Sumo Sacerdote grande, santo, inocente, pero al mismo tiempo es el
Sumo Sacerdote que ha compartido nuestras debilidades y ha sido puesto a prueba
en todo como nosotros, menos en el pecado (cf. 4,15). Por eso es el mediador de
la nueva y definitiva alianza que nos da salvación.

Hay un detalle interesante. Jesús pide a
sus discípulos que vayan y llamen a Bartimeo. Ellos se dirigen al ciego con dos
expresiones, que sólo Jesús utiliza en el resto del Evangelio. Primero le
dicen: «¡Ánimo!», una palabra que literalmente significa «ten confianza,
anímate». En efecto, sólo el encuentro con Jesús da al hombre la fuerza para
afrontar las situaciones más graves. La segunda expresión es «¡levántate!»,
como Jesús había dicho a tantos enfermos, llevándolos de la mano y curándolos.
Los suyos no hacen más que repetir las palabras de alentadoras y liberadoras de
Jesús, guiando hacia él directamente, sin sermones. Los discípulos de Jesús
están llamados a esto, también hoy, especialmente hoy: a poner al hombre en
contacto con la misericordia compasiva que salva. Cuando el grito de la
humanidad, como el de Bartimeo, se repite aún más fuerte, no hay otra respuesta
que hacer nuestras las palabras de Jesús y sobre todo imitar su corazón. Las
situaciones de miseria y de conflicto son para Dios ocasiones de misericordia.
Hoy es tiempo de misericordia.

Hay una segunda tentación, la de caer en
una «fe de mapa». Podemos caminar con el pueblo de Dios, pero tenemos nuestra
hoja de ruta, donde entra todo: sabemos dónde ir y cuánto tiempo se tarda;
todos deben respetar nuestro ritmo y cualquier inconveniente nos molesta.
Corremos el riesgo de hacernos como aquellos «muchos» del Evangelio, que
pierden la paciencia y reprochan a Bartimeo. Poco antes habían reprendido a los
niños (cf. 10,13), ahora al mendigo ciego: quien molesta o no tiene categoría,
ha de ser excluido. Jesús, por el contrario, quiere incluir, especialmente a
quienes están relegados al margen y le gritan. Estos, como Bartimeo, tienen fe,
porque saberse necesitados de salvación es el mejor modo para encontrar a
Jesús.
Y, al final, Bartimeo se puso a seguir a
Jesús en el camino (cf. v. 52). No sólo recupera la vista, sino que se une a la
comunidad de los que caminan con Jesús. Queridos hermanos sinodales, hemos
caminado juntos. Les doy las gracias por el camino que hemos compartido con la
mirada puesta en el Señor y en los hermanos, en busca de las sendas que el
Evangelio indica a nuestro tiempo para anunciar el misterio de amor de la
familia. Sigamos por el camino que el Señor desea. Pidámosle a él una mirada
sana y salvada, que sabe difundir luz porque recuerda el esplendor que la ha
iluminado. Sin dejarnos ofuscar nunca por el pesimismo y por el pecado,
busquemos y veamos la gloria de Dios que resplandece en el hombre viviente.
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