jueves, 10 de octubre de 2013

Es necesario pedir, buscar y llamar, el Papa el jueves


En la oración debemos ser valientes y descubrir cuál es la verdadera gracia que nos ha sido dada, o sea Dios mismo: Lo dijo el Papa en la misa de la mañana del jueves en la Casa de Santa Marta. 

El Santo Padre centró su homilía en el Evangelio propuesto por la liturgia del día: Jesús hace hincapié en la necesidad de orar con confiada insistencia. La parábola del amigo inoportuno, que gracias a su insistencia consigue lo que quiere, fue el punto de partida de la reflexión del Papa, quien meditó sobre la calidad de nuestra oración:

“Nosotros, ¿cómo oramos? Oramos así no más por costumbre, piadosamente pero tranquilos, por costumbre, ¿o con coraje nos ponemos ante el Señor para pedir la gracia, para pedir por aquello por lo que oramos? El valor en la oración: una oración que no sea valiente no es una verdadera oración. El coraje de tener confianza que el Señor nos escuche, el coraje de llamar a la puerta… El Señor lo dice: ‘Porque todo el que pide recibe, el que busca encuentra y al que llama, se le abrirá’. Pero es necesario pedir, buscar y llamar”.

“Nosotros, ¿nos involucramos en la oración?” – preguntó el Papa – “¿Sabemos llamar al corazón de Dios?”. 

En el Evangelio, Jesús dice: “Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, cuánto más el Padre del cielo dará el Espíritu Santo a aquellos que se lo pidan”. Esto - notó el Papa – “es una gran cosa”:

“Cuando oramos con valor, el Señor nos da la gracia, y también se da a sí mismo en la gracia: el Espíritu Santo, es decir, ¡a sí mismo! El Señor nunca da o manda una gracia por correo: ¡nunca! ¡la lleva Él! ¡Es Él, la gracia! Lo que nosotros pedimos es un poco como... el papel en el que se envuelve la gracia. Pero la verdadera gracia es Él que viene trayéndomela. Es Él. Nuestra oración, si es valiente, recibe aquello que pedimos, pero también aquello que es más importante: el Señor”.

En los Evangelios - observó el Papa – “algunos reciben la gracia y se van”: de los diez leprosos sanados por Jesús, sólo uno regresó a darle las gracias. También el ciego de Jericó encuentra al Señor en la curación y alaba a Dios. Pero es necesario orar con el “valor de la fe” empujándonos a pedir también aquello que la oración no se atreve a esperar, es decir, a Dios mismo:

“Pedimos la gracia, y no nos atrevemos a decir: ‘Pero tráela tú’. Sabemos que la gracia es siempre traída por Él: es Él quien viene y nos la da. Nosotros damos la fea impresión de tomar la gracia y no reconocer a quien nos la trae, aquel que nos la da: el Señor. Que el Señor nos conceda la gracia de darse a sí mismo, siempre, en cada gracia. Y que nosotros lo reconozcamos, y que lo alabemos como aquellos enfermos sanados del Evangelio. Porque en aquella gracia hemos encontrado al Señor”. (RC-RV)

Alegría de Cristo. Alegría del cristiano de Pablo VI

Aquí nos interesa destacar el secreto de la insondable alegría que Jesús lleva dentro de sí y que le es propia. Es sobre todo el evangelio de san Juan el que nos descorre el velo, descubriéndonos las palabras íntimas del Hijo de Dios hecho hombre.

Si Jesús irradia esa paz, esa seguridad, esa alegría, esa disponibilidad, se debe al amor inefable con que se sabe amado por su Padre. Después de su bautismo a orillas del Jordán, este amor, presente desde el primer instante de su Encarnación, se hace manifiesto: «Tu eres mi hijo amado, mi predilecto» (Lc 3,22). Esta certeza es inseparable de la conciencia de Jesús.

Es una presencia que nunca lo abandona (cf. Jn 16,32). Es un conocimiento íntimo el que lo colma: «El Padre me conoce y yo conozco al Padre» (Jn 10,15). Es un intercambio incesante y total: «Todo lo que es mío es tuyo, y todo lo que es tuyo es mío» (Jn 17,19).

El Padre ha dado al Hijo el poder de juzgar y de disponer de la vida. Entre ellos se da una inhabitación recíproca: «Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Jn 14,10). En correspondencia, el Hijo tiene para con el Padre un amor sin medida: «Yo amo al Padre y procedo conforme al mandato del Padre» (Jn 14,31). Hace siempre lo que place al Padre, es ésta su «comida» (cf. Jn 8,29; 4,34).

Su disponibilidad llega hasta la donación de su vida humana, su confianza hasta la certeza de recobrarla: «Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida, para recobrarla de nuevo» (Jn 10,17). En este sentido, él se alegra de ir al padre. No se trata, para Jesús, de una toma de conciencia efímera: es la resonancia, en su conciencia de hombre, del amor que él conoce desde siempre, en cuanto Dios, en el seno de Padre: «Tú me has amado antes de la creación del mundo» (Jn 17,24). Existe una relación incomunicable de amor, que se confunde con su existencia de Hijo y que constituye el secreto de la vida trinitaria: el Padre aparece en ella como el que se da al Hijo, sin reservas y sin intermitencias, en un palpitar de generosidad gozosa, y el Hijo, como el que se da de la misma manera al Padre con un impulso de gozosa gratitud, en el Espíritu Santo.


De ahí que los discípulos y todos cuantos creen en Cristo, estén llamados a participar de esta alegría. Jesús quiere que sientan dentro de sí su misma alegría en plenitud: «Yo les he revelado tu nombre, para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y también yo esté en ellos» (Jn 17,26).

Esta alegría de estar dentro del amor de Dios comienza ya aquí abajo. Es la alegría del Reino de Dios. Pero es una alegría concedida a lo largo de un camino escarpado, que requiere una confianza total en el Padre y en el Hijo, y dar una preferencia a las cosas del Reino.

El mensaje de Jesús promete ante todo la alegría, esa alegría exigente; ¿no se abre con las bienaventuranzas? «Dichosos vosotros los pobres, porque el Reino de los cielos es vuestro. Dichosos vosotros lo que ahora pasáis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos vosotros, los que ahora lloráis, porque reiréis» (Lc 6,20-21).

Misteriosamente, Cristo mismo, para desarraigar del corazón del hombre el pecado de suficiencia y manifestar al Padre una obediencia filial y completa, acepta morir a manos de los impíos (cf. Hech 2,23), morir sobre una cruz. Pero el Padre no permitió que la muerte lo retuviese en su poder. La resurrección de Jesús es el sello puesto por el Padre sobre el valor del sacrificio de su Hijo; es la prueba de la fidelidad del Padre, según el deseo formulado por Jesús antes de entrar en su pasión: «Padre, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique» (Jn 17,1). Desde entonces Jesús vive para siempre en la Gloria del Padre, y por esto mismo los discípulos se sintieron arrebatados por una alegría imperecedera al ver al Señor, el día de Pascua.

Sucede que, aquí abajo, la alegría del Reino hecha realidad, no puede brotar más que de la celebración conjunta de la muerte y resurrección del Señor. Es la paradoja de la condición cristiana que esclarece singularmente la de la condición humana: ni las pruebas, ni los sufrimientos quedan eliminados de este mundo, sino que adquieren un nuevo sentido, ante la certeza de compartir la redención llevada a cabo por el Señor y de participar en su gloria.

 Por eso el cristiano, sometido a las dificultades de la existencia común, no queda sin embargo reducido a buscar su camino a tientas, ni a ver la muerte el fin de sus esperanzas. En efecto, como yo lo anunciaba el profeta: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban tierra de sombras y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el gozo» (Is 9,1-2). El Exsultet del pregón pascual canta un misterio realizado por encima de las esperanzas proféticas: en el anuncio gozoso de la resurrección, la pena misma del hombre se halla transfigurada, mientras que la plenitud de la alegría surge de la victoria del Crucificado, de su Corazón traspasado, de su Cuerpo glorificado, y esclarece las tinieblas de las almas": «Et nox illuminatio mea in deliciis meis» [6].


 La alegría pascual no es solamente la de una transfiguración posible: es la de una nueva presencia de Cristo resucitado, dispensando a los suyos el Espíritu, para que habite en ellos. Así el Espíritu Paráclito es dado a la Iglesia como principio inagotable de su alegría de esposa de Cristo glorificado. El lo envía de nuevo para recordar, mediante el ministerio de gracia y de verdad ejercido por los sucesores de los Apóstoles, la enseñanza misma del Señor. El suscitó en la Iglesia la vida divina y el apostolado. Y el cristiano sabe que este Espíritu no se extinguirá jamás en el curso de la historia. La fuente de esperanza manifestada en Pentecostés no se agotará.