Aquí nos interesa destacar el secreto de la insondable
alegría que Jesús lleva dentro de sí y que le es propia. Es sobre todo el
evangelio de san Juan el que nos descorre el velo, descubriéndonos las palabras
íntimas del Hijo de Dios hecho hombre.
Si Jesús irradia esa paz, esa seguridad, esa alegría,
esa disponibilidad, se debe al amor inefable con que se sabe amado por su
Padre. Después de su bautismo a orillas del Jordán, este amor, presente desde
el primer instante de su Encarnación, se hace manifiesto: «Tu eres mi hijo
amado, mi predilecto» (Lc 3,22). Esta certeza es inseparable de la
conciencia de Jesús.
Es una presencia que nunca lo abandona (cf. Jn
16,32). Es un conocimiento íntimo el que lo colma: «El Padre me conoce y yo
conozco al Padre» (Jn 10,15). Es un intercambio incesante y total: «Todo
lo que es mío es tuyo, y todo lo que es tuyo es mío» (Jn 17,19).
El Padre ha dado al Hijo el poder de juzgar y de
disponer de la vida. Entre ellos se da una inhabitación recíproca: «Yo estoy en
el Padre y el Padre está en mí» (Jn 14,10). En correspondencia, el Hijo
tiene para con el Padre un amor sin medida: «Yo amo al Padre y procedo conforme
al mandato del Padre» (Jn 14,31). Hace siempre lo que place al Padre, es
ésta su «comida» (cf. Jn 8,29; 4,34).
Su disponibilidad llega hasta la donación de su vida
humana, su confianza hasta la certeza de recobrarla: «Por esto me ama el Padre,
porque yo entrego mi vida, para recobrarla de nuevo» (Jn 10,17). En este
sentido, él se alegra de ir al padre. No se trata, para Jesús, de una toma de
conciencia efímera: es la resonancia, en su conciencia de hombre, del amor que
él conoce desde siempre, en cuanto Dios, en el seno de Padre: «Tú me has amado
antes de la creación del mundo» (Jn 17,24). Existe una relación
incomunicable de amor, que se confunde con su existencia de Hijo y que
constituye el secreto de la vida trinitaria: el Padre aparece en ella como el
que se da al Hijo, sin reservas y sin intermitencias, en un palpitar de
generosidad gozosa, y el Hijo, como el que se da de la misma manera al Padre
con un impulso de gozosa gratitud, en el Espíritu Santo.
De ahí que los discípulos y todos cuantos creen en
Cristo, estén llamados a participar de esta alegría. Jesús quiere que sientan
dentro de sí su misma alegría en plenitud: «Yo les he revelado tu nombre, para
que el amor con que tú me has amado esté en ellos y también yo esté en ellos» (Jn
17,26).
Esta alegría de estar dentro del amor de Dios comienza
ya aquí abajo. Es la alegría del Reino de Dios. Pero es una alegría concedida a
lo largo de un camino escarpado, que requiere una confianza total en el Padre y
en el Hijo, y dar una preferencia a las cosas del Reino.
El mensaje de Jesús promete ante todo la alegría, esa
alegría exigente; ¿no se abre con las bienaventuranzas? «Dichosos vosotros los
pobres, porque el Reino de los cielos es vuestro. Dichosos vosotros lo que
ahora pasáis hambre, porque quedaréis saciados. Dichosos vosotros, los que
ahora lloráis, porque reiréis» (Lc 6,20-21).
Misteriosamente, Cristo mismo, para desarraigar del
corazón del hombre el pecado de suficiencia y manifestar al Padre una
obediencia filial y completa, acepta morir a manos de los impíos (cf. Hech
2,23), morir sobre una cruz. Pero el Padre no permitió que la muerte lo
retuviese en su poder. La resurrección de Jesús es el sello puesto por el Padre
sobre el valor del sacrificio de su Hijo; es la prueba de la fidelidad del
Padre, según el deseo formulado por Jesús antes de entrar en su pasión: «Padre,
glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique» (Jn 17,1). Desde
entonces Jesús vive para siempre en la Gloria del Padre, y por esto mismo los
discípulos se sintieron arrebatados por una alegría imperecedera al ver al
Señor, el día de Pascua.
Sucede que, aquí abajo, la alegría del Reino hecha
realidad, no puede brotar más que de la celebración conjunta de la muerte y
resurrección del Señor. Es la paradoja de la condición cristiana que esclarece
singularmente la de la condición humana: ni las pruebas, ni los sufrimientos
quedan eliminados de este mundo, sino que adquieren un nuevo sentido, ante la
certeza de compartir la redención llevada a cabo por el Señor y de participar
en su gloria.
Por eso el cristiano, sometido a las dificultades de la
existencia común, no queda sin embargo reducido a buscar su camino a tientas,
ni a ver la muerte el fin de sus esperanzas. En efecto, como yo lo anunciaba el
profeta: «El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; habitaban
tierra de sombras y una luz les brilló. Acreciste la alegría, aumentaste el
gozo» (Is 9,1-2). El Exsultet del pregón pascual canta un
misterio realizado por encima de las esperanzas proféticas: en el anuncio
gozoso de la resurrección, la pena misma del hombre se halla transfigurada,
mientras que la plenitud de la alegría surge de la victoria del Crucificado, de
su Corazón traspasado, de su Cuerpo glorificado, y esclarece las tinieblas de
las almas": «Et nox illuminatio mea in deliciis meis» [6].
La alegría
pascual no es solamente la de una transfiguración posible: es la de una nueva
presencia de Cristo resucitado, dispensando a los suyos el Espíritu, para que
habite en ellos. Así el Espíritu Paráclito es dado a la Iglesia como principio
inagotable de su alegría de esposa de Cristo glorificado. El lo envía de nuevo
para recordar, mediante el ministerio de gracia y de verdad ejercido por los sucesores
de los Apóstoles, la enseñanza misma del Señor. El suscitó en la Iglesia la
vida divina y el apostolado. Y el cristiano sabe que este Espíritu no se
extinguirá jamás en el curso de la historia. La fuente de esperanza manifestada
en Pentecostés no se agotará.
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