domingo, 12 de marzo de 2017

Ángelus del Papa: el Señor nos indica hacia dónde lleva la cruz


Queridos hermanos y hermanas. ¡buenos días!
El Evangelio de este segundo domingo de Cuaresma nos presenta el relato de la Transfiguración de Jesús (Cfr. Mt 17, 1-9). Llevados aparte a tres de los Apóstoles, Pedro, Santiago y Juan, Él subió con ellos a un monte elevado, y allí se produjo este fenómeno peculiar: el rostro de Jesús “resplandeció como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz” (v. 2). De este modo el Señor hizo resplandecer en su misma persona aquella gloria divina que se podía entender con la fe en su predicación y en sus gestos milagrosos. Y a la transfiguración se acompaña, en el monte, la aparición de Moisés y Elías, “que hablaban con Él” (v. 3).
La “luminosidad” que caracteriza este evento extraordinario simboliza su finalidad: iluminar las mentes y los corazones de los discípulos, a fin de que puedan comprender claramente quién es su Maestro. Es un destello de luz que se abre improvisamente sobre el misterio de Jesús e ilumina toda su persona y toda su vicisitud.
Ya decididamente encaminado hacia Jerusalén, donde deberá padecer la condena a muerte por crucifixión, Jesús quiere preparar a los suyos a este escándalo – el escándalo de la cruz –  a este escándalo demasiado fuerte para su fe y, al mismo tiempo, preanunciar su resurrección, manifestándose como el Mesías, el Hijo de Dios.
Y Jesús los prepara para aquel momento triste y de tanto dolor. En efecto, Jesús se estaba demostrando un Mesías diverso con respecto a las expectativas, a lo que ellos se imaginaban sobre el Mesías, a cómo debería ser el Mesías, un Mesías diferente con respecto a las expectativas: no un rey poderoso y glorioso, sino un siervo humilde y desarmado; no un señor de gran riqueza, signo de bendición, sino un hombre pobre que no tiene donde posar la cabeza; no un patriarca con descendencia numerosa, sino un célibe sin casa y sin nido. Es verdaderamente una revelación de Dios invertida y el signo más desconcertante de este escandaloso cambio es la cruz. Pero precisamente a través de la cruz Jesús llegará a la gloriosa resurrección, que será definitiva, no como esta transfiguración que duró un momento, un instante.
Jesús transfigurado en el monte Tabor ha querido mostrar a sus discípulos su gloria, no para evitarles que pasen a través de la cruz, sino para indicar hacia dónde lleva la cruz. El que muere con Cristo, con Cristo resucitará. Y la cruz es la puerta de la resurrección. El que lucha junto a Él, con Él triunfará. Éste es el mensaje de esperanza que contiene la cruz de Jesús, exhortando a la fortaleza en nuestra existencia. La Cruz cristiana no es un adorno de la casa o un ornamento que ponerse, sino que la cruz cristiana es  una llamada al amor con la que Jesús se ha sacrificado para salvar a la humanidad del mal y del pecado.
En este tiempo de Cuaresma, contemplamos con devoción la imagen del crucificado, Jesús en la cruz: es el símbolo de la fe cristiana, es el emblema de Jesús, muerto y resucitado por nosotros. Hagamos de modo que la Cruz marque las etapas de nuestro itinerario cuaresmal para comprender cada vez más la gravedad del pecado y el valor del sacrificio con el cual el Redentor nos ha salvado, a todos nosotros.
La Virgen Santa ha sabido contemplar la gloria de Jesús escondida en su humanidad. Que Ella nos ayude a estar con Él en la oración silenciosa, y a dejarnos iluminar por su presencia, para llevar en el corazón, a través de las noches más oscuras, un reflejo de su gloria.
(from Vatican Radio)

TRANSFIGURACIÓN


No es indiferente que la Iglesia escoja para el segundo domingo de Cuaresma el relato de la Transfiguración de Jesús. Con ello intenta aplicar la misma pedagogía que tuvo el Maestro con sus discípulos más íntimos, cuando se los llevó a un monte alto y su rostro resplandecía de luz, y sus vestidos tomaban el color de la gloria, blancos como ningún batanero los podía dejar,

El misterio de la Encarnación nos hace capaces de contemplar la belleza que contiene la materia, toda realidad, hasta incluso la Cruz, como gesto supremo de amor.

El monte de la Transfiguración es la escuela donde se aprende a ver con los ojos de Dios toda la historia. Jesús, en diálogo con Moisés y Elías, que simbolizan la ley y los profetas, envuelto en luz habla, de su próxima muerte, y anticipa a los apóstoles amigos el resplandor de la gloria, para que superen el dolor que les producirá el sufrimiento de la Pasión.
La belleza no consiste solo en expresar canónicamente la realidad a través de formas áureas, con la perfección estética de la medida y de la proporción. En muchos casos la belleza está sumergida en la hondura de la materia, en su posibilidad. Así el escultor, al ver un bloque de mármol en el que nadie quizá repara, ve ya el volumen susceptible de que en él se pueda esculpir la imagen más bella.


Al igual que el místico plasma en el icono la luz del misterio que ve en su corazón, también cabe el ejercicio del servicio amoroso y gratuito, la donación total de la persona en lo que hace de manera humilde, discreta y sencilla.

Sorprende que para que una obra de arte sea duradera tenga que estar soportada por materiales ocultos que resisten el transcurso del tiempo. No da igual el lienzo que sostiene la pintura, ni el bastidor que mantiene terso el lienzo, ni la cola que endurece, ni el barniz que fija el dibujo; apenas se ven, y lo que brilla y atrae es la figura plástica, que no habría subsistido sin los materiales que la sostienen. Me impresionó la observación de que un tapiz hermoso no es posible sin los nudos del envés que mantiene los hilos; pero nadie mira el tapiz por el reverso.
De alguna manera, en el Monte Alto, término que se corresponde con la expresión “levantado en alto”, Jesús nos enseña que la luz se mantiene con la cruz y que la cruz es el fundamento de la gloria. ¡Cuánto amor permanece oculto en las entrañas de una madre! ¡Cuánta ofrenda secreta en los monjes! ¡Qué desbordamiento de amor en el Crucificado! Iconos de la mayor belleza. Cada uno podemos transfigurar la realidad con el amor que pongamos en ella.
Ángel Moreno de Buenafuente

La unidad entre la cruz y la gloria


Con frecuencia se nos presenta la vida como un camino de lucha, en el que no está ausente la renuncia, el sufrimiento o el dolor. En el cristiano, esa dificultad puede encontrar sentido mirando a la cruz de Cristo. 
Sin embargo, no es este el mensaje predominante del Evangelio. Prueba de ello es el pasaje que hoy tenemos ante nosotros. Como si de repente la cruz desapareciera del horizonte, Jesús aparece transfigurado ante tres de sus discípulos: Pedro, Santiago y Juan. ¿Qué sentido tiene, pues, este episodio en la primera parte de la Cuaresma? ¿No sería más indicado omitir las referencias a la gloria durante este período de penitencia? La respuesta a estos interrogantes está en que, en primer lugar, el ritmo de la Cuaresma no nos está ocultando nada del camino del Señor hacia la cruz. Pero, con todo, trata de situarlo en el conjunto del Misterio Pascual que nos preparamos a conmemorar. Si en el primer domingo el Evangelio nos presentaba a Jesús sufriendo la lucha de las tentaciones en el desierto, ahora estamos ante la luz del cuerpo del Señor transfigurado. Si hace ocho días nos fijábamos en la cruz, ahora nuestra mirada se dirige hacia la Resurrección y la gloria del Señor. En dos domingos se nos presenta el acontecimiento pascual, el paso de la muerte a la vida, a modo de estructura de la vida cristiana. Dado que forma una unidad en la fe, ha de presentarse también como un conjunto coherente en la liturgia.
El monte, lugar de la presencia de Dios
Como ocurre con frecuencia en el Evangelio, al ser plenitud de la Antigua Alianza, detectamos algunos elementos que manifiestan cierta continuidad con el Antiguo Testamento. En primer lugar, el monte como lugar de la presencia de Dios. En la mayoría de las religiones este enclave es considerado como el punto en el que el cielo toca la tierra. En la Antigüedad cada país tenía su montaña santa y la Biblia no es ajena a este pensamiento. No cabe duda, por lo tanto, de que la montaña es un sitio privilegiado para percibir la cercanía con Dios. Las Escrituras hacen constar que allí Dios se revela o recibe el culto de los hombres. Asimismo, nos remite a la salvación al fin de los tiempos, cuando todas las naciones acudirán al monte Sión. Junto con los apóstoles, se aparecen Moisés y Elías. No es casualidad, ya que ellos gozaron también de la revelación de Dios en lo alto de una montaña.
La novedad de la manifestación de Jesús
No obstante, hay varias diferencias entre estas revelaciones y la de ahora. En primer lugar, Jesús no recibe ninguna revelación: son los apóstoles quienes la reciben en Jesús. Con ello queda patente que para conocer al Padre es necesario conocer a Cristo. Él es ahora el verdadero profeta. Esto se muestra en la voz que se oye desde la nube: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco». Y continúa: «Escuchadlo». El libro del Deuteronomio lo había vaticinado en este versículo: «El Señor tu Dios suscitará en medio de tus hermanos un profeta como yo; a él lo escucharéis» (Dt 18, 15). En segundo lugar, a diferencia de otras revelaciones, Jesús no recibe ninguna misión. Ahora son los apóstoles los que reciben el mandato de Dios de escuchar a Jesucristo. A través de esta palabra comprendemos que la voluntad de Dios es la escucha y profundización en las enseñanzas del Señor.
Tras la subida y la escena del monte, los discípulos han de volver a la realidad. Es una manera de comprender que aunque conozcamos el final triunfante del camino y hayamos visto el esplendor de su gloria, no existe otro medio para alcanzarla más que la pasión y la cruz. Jesús quiere enseñarnos la gloria, pero también que no podemos aceptar la gloria sin aceptar el camino que lleva a ella.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid

Los cinco argumentos que tumban la propuesta de Podemos de suprimir la Misa en TVE


A Podemos no le gusta que Televisión Española retransmita cada domingo la Misa y por eso ha presentado en el Congreso de los Diputados una proposición no de ley –esas que si se aprueban suelen quedar en nada porque simplemente instan al Gobierno– para que se supriman y así «permanecer neutral, aconfesional y respetuosa con todas las creencias e ideologías de la ciudadanía». Dice, en su argumentación, que en nuestro país hay distintas ideologías y creencias y que no se puede privilegiar a una, como si la Iglesia católica fuese la única que dispusiese de un espacio en la televisión pública. No es así. Desde la implantación de las distintas confesiones en nuestro país, las televisiones públicas dedican espacios a los diferentes credos: tienen su espacio los musulmanes con Medina; los judíos, con Shalom; y los evangélicos, con Buenas noticias.
El programa El Día del Señor, que es como se llama la retransmisión de la Eucaristía, es, además, uno de los programas más antiguos de TVE y tiene su réplica en todos los países de nuestro entorno. De hecho, en ocasiones, la Eucaristía que se ofrece en nuestro país se toma de Eurovisión, pues algunos países las ofrecen a los demás. «Alguna vez, se han visto Misas desde Irlanda, Francia, Suiza u Holanda. De quitarla, los raros seríamos nosotros», afirma Francisco Javier Valiente, salesiano, subdirector de El Día del Señor.
Una de las variables que no ha tenido en cuenta Podemos a la hora de fijar su posición es que la Eucaristía en televisión cumple un servicio público de primer orden, pues permite a gente que no puede acercarse a una Iglesia –por enfermedad, movilidad…– para participar en la Eucaristía dominical puedan hacerlo. Y por esto tiene que ver también con el derecho a la libertad religiosa de las persona. «Los católicos también pagan los impuestos con los que se mantienen la televisión pública», explica Valiente. El salesiano no entiende la argumentación de la formación morada –dice que la televisión pública debe ser neutral– como si en los programas no se transmitieran ideologías: «Películas, publicidad, series, programas de entretenimiento, canciones… están transmitiendo creencias, formas de entender la vida, una visión del mundo, valores. Es lo que hace la televisión y cualquier medio de comunicación. Y no nos preguntan a la audiencia por ello. Habría que dejar solo la información sobre el tiempo. La televisión pública debe dar cabida a todos, también al hecho religioso, que forma parte de la vida de las personas y no solo de su ámbito privado, sino de la esfera pública».
Otra cuestión a tener en cuenta es la de las audiencias, pues la Misa suele ser el programa más visto en su franja horaria, de 10:30 a 11:30 horas, en La 2, donde se emite, y en relación con las demás cadenas generalistas. Cuando la segunda cadena de TVE suele marcar unos porcentajes de audiencia entre el 2,5 % y el 3 %, la eucaristía suele alcanzar el 7 %. De hecho, el 26 de febrero, por poner un ejemplo, un total de 354.000 espectadores se reunieron en torno a la Misa, lo que supuso un 7,7% de las personas que estaban enfrente de la televisión en ese momento. Una cifra superior al que consiguió otro programa con solera de ese mismo día, Estudio Estadio, que se emite en teledeporte por la noche. Aunque ese mismo día hubo programas con más audiencia –la mayoría solo unos miles por encima–, ninguno de ellos fue capaz de sumar una cuota de pantalla tan alta y que, en el conjunto del día, fue del 2,6 para la cadena.
Otro argumento a favor de la Misa en televisión es su coste, muy por debajo del de otros programas que, encima, tienen menos audiencias. Además, los programas religiosos, en este caso El Día del Señor, siguen siendo de producción propia, una de las exigencias de la formación morada para la cadena pública.
Es por todos estos argumentos –servicio público, libertad religiosa, audiencia, coste y producción– por los que no se entiende la propuesta que, casi con toda probabilidad, será rechazada. Para Javier Valiente, esta polémica puede servir para que los católicos «no demos todo por descontado». «Tenemos que hacer valer también nuestro derechos y movilizarnos para que sean respetados en una sociedad democrática, siempre con le diálogo y el respeto hacia otras opiniones, pero con la firmeza de la convicciones que defienden la pluralidad y la libertad», finaliza.
Fran Otero
Alfa yOmega

Escuchar a Jesús


El centro de ese relato complejo, llamado tradicionalmente la «transfiguración de Jesús», lo ocupa una voz que viene de una extraña «nube luminosa», símbolo que se emplea en la Biblia para hablar de la presencia siempre misteriosa de Dios, que se nos manifiesta y, al mismo tiempo, se nos oculta.
La voz dice estas palabras: «Este es mi Hijo, en quien me complazco. Escuchadlo». Los discípulos no han de confundir a Jesús con nadie, ni siquiera con Moisés o Elías, representantes y testigos del Antiguo Testamento. Solo Jesús es el Hijo querido de Dios, el que tiene su rostro «resplandeciente como el sol».
Pero la voz añade algo más: «Escuchadlo». En otros tiempos, Dios había revelado su voluntad por medio de los «diez mandamientos» de la Ley. Ahora la voluntad de Dios se resume y concreta en un solo mandato: «Escuchad a Jesús». La escucha establece la verdadera relación entre los seguidores y Jesús.
Al oír esto, los discípulos caen por los suelos «aterrados de miedo». Están sobrecogidos por aquella experiencia tan cercana de Dios, pero también asustados por lo que han oído: ¿podrán vivir escuchando solo a Jesús, reconociendo solo en él la presencia misteriosa de Dios?
Entonces Jesús «se acerca, los toca y les dice: "Levantaos. No tengáis miedo"». Sabe que necesitan experimentar su cercanía humana: el contacto de su mano, no solo el resplandor divino de su rostro. Siempre que escuchamos a Jesús en el silencio de nuestro ser, sus primeras palabras nos dicen: «Levántate, no tengas miedo».
Muchas personas solo conocen a Jesús de oídas. Su nombre les resulta tal vez familiar, pero lo que saben de él no va más allá de algunos recuerdos e impresiones de la infancia. Incluso, aunque se llamen cristianos, viven sin escuchar en su interior a Jesús. Y sin esa experiencia no es posible conocer su paz inconfundible ni su fuerza para alentar y sostener nuestra vida.
Cuando un creyente se detiene a escuchar en silencio a Jesús, en el interior de su conciencia escucha siempre algo como esto:
«No tengas miedo. Abandónate con toda sencillez en el misterio de Dios.
Tu poca fe basta. No te inquietes. Si me escuchas, descubrirás que el amor
de Dios consiste en estar siempre perdonándote. Y, si crees esto,
tu vida cambiará. Conocerás la paz del corazón».
En el libro del Apocalipsis se puede leer así: «Mira, estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa». Jesús llama a la puerta de cristianos y no cristianos. Podemos abrirle la puerta o rechazarlo. Pero no es lo mismo vivir con Jesús que sin él.
José Antonio Pagola

COMENTARIO AL EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO (17,1-9) POR BENEDICTO XVI





“Queridos hermanos y hermanas:

Este domingo se suele denominar de la Transfiguración, porque el Evangelio narra este misterio de la vida de Cristo. Él, tras anunciar a sus discípulos su pasión, «tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (Mt 17, 1-2). 

Según los sentidos, la luz del sol es la más intensa que se conoce en la naturaleza, pero, según el espíritu, los discípulos vieron, por un breve tiempo, un esplendor aún más intenso, el de la gloria divina de Jesús, que ilumina toda la historia de la salvación. 

San Máximo el Confesor afirma que «los vestidos que se habían vuelto blancos llevaban el símbolo de las palabras de la Sagrada Escritura, que se volvían claras, transparentes y luminosas» 

Dice el Evangelio que, junto a Jesús transfigurado, «aparecieron Moisés y Elías conversando con él» (Mt 17, 3); Moisés y Elías, figura de la Ley y de los Profetas. Fue entonces cuando Pedro, extasiado, exclamó: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías» (Mt 17, 4). 

Pero san Agustín comenta diciendo que nosotros tenemos sólo una morada: Cristo; él «es la Palabra de Dios, Palabra de Dios en la Ley, Palabra de Dios en los Profetas». De hecho, el Padre mismo proclama: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo». 

La Transfiguración no es un cambio de Jesús, sino que es la revelación de su divinidad, «la íntima compenetración de su ser con Dios, que se convierte en luz pura. En su ser uno con el Padre, Jesús mismo es Luz de Luz».

Pedro, Santiago y Juan, contemplando la divinidad del Señor, se preparan para afrontar el escándalo de la cruz, como se canta en un antiguo himno: «En el monte te transfiguraste y tus discípulos, en la medida de su capacidad, contemplaron tu gloria, para que, viéndote crucificado, comprendieran que tu pasión era voluntaria y anunciaran al mundo que tú eres verdaderamente el esplendor del Padre».

Queridos amigos, participemos también nosotros de esta visión y de este don sobrenatural, dando espacio a la oración y a la escucha de la Palabra de Dios. Además, especialmente en este tiempo de Cuaresma, os exhorto, como escribe Pablo VI, «a responder al precepto divino de la penitencia con algún acto voluntario, además de las renuncias impuestas por el peso de la vida diaria».

Invoquemos a la Virgen María, para que nos ayude a escuchar y seguir siempre al Señor Jesús, hasta la pasión y la cruz, para participar también en su gloria”.
(Benedicto XVI, Ángelus del 20 de marzo de 2011)

LEVANTAOS, NO TEMÁIS



Lectura del santo evangelio según san Mateo (17,1-9):
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su Rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con Él.

Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bien se está aquí! Sí quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.»

Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra, y una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto. Escuchadlo.» Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto.

Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis.» Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo.

Cuando bajaban de la montaña, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos.»

Palabra del Señor