Simeón es un personaje entrañable. Lo
imaginamos casi siempre como un sacerdote anciano del Templo, pero nada de esto
se nos dice en el texto.
Simeón es un hombre bueno del pueblo, que guarda en su
corazón la esperanza de ver un día «el consuelo» que tanto necesitan.
«Impulsado por el Espíritu de Dios», sube al templo en el momento en que están
entrando María, José y su niño Jesús.
El encuentro es conmovedor. Simeón
reconoce en el niño, que trae consigo aquella pareja pobre de judíos piadosos,
al Salvador que lleva tantos años esperando. El hombre se siente feliz. En un
gesto atrevido y maternal, «toma al niño en sus brazos» con amor y cariño
grande. Bendice a Dios y bendice a los padres. Sin duda, el evangelista lo
presenta como modelo. Así hemos de acoger al Salvador.
Pero, de pronto, se dirige a María y su
rostro cambia. Sus palabras no presagian nada tranquilizador:«Una espada te
traspasará el alma». Este niño que tiene en sus brazos será una «bandera
discutida»: fuente de conflictos y enfrentamientos. Jesús hará que «unos caigan
y otros se levanten». Unos lo acogerán y su vida adquirirá una dignidad nueva:
su existencia se llenará de luz y de esperanza. Otros lo rechazarán y su vida
se echará a perder: el rechazo a Jesús será su ruina.
Al tomar postura ante Jesús, «quedará
clara la actitud de muchos corazones». Él pondrá al descubierto lo que hay en
lo más profundo de las personas. La acogida de este niño pide un cambio
profundo. Jesús no viene a traer tranquilidad, sino a generar un proceso
doloroso y conflictivo de conversión radical.
Siempre es así. También hoy. Una Iglesia
que tome en serio su conversión a Jesucristo, no será nunca un espacio de
tranquilidad sino de conflicto. No es posible una relación más vital con Jesús
sin dar pasos hacia mayores niveles de verdad. Y esto es siempre doloroso para
todos.
Cuanto más nos acerquemos a Jesús, mejor
veremos nuestras incoherencias y desviaciones; lo que hay de verdad o de
mentira en nuestro cristianismo; lo que hay de pecado en nuestros corazones y
nuestras estructuras, en nuestras vidas y nuestras teologías.
José Antonio Pagola