Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
el Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma nos narra la resurrección de Lázaro.
el Evangelio de este quinto domingo de Cuaresma nos narra la resurrección de Lázaro.
Es el culmen de los “signos” prodigiosos realizados por
Jesús: es un gesto demasiado grande, demasiado claramente divino para ser
tolerado por los sumos sacerdotes, los cuales, cuando supieron del hecho,
tomaron la decisión de matar a Jesús (Jn 11,53).
Lázaro había muerto desde hacía ya tres días cuando llegó Jesús, y
a las hermanas Marta y María, Él les dijo las palabras que se imprimieron para
siempre en la memoria de la comunidad cristiana, dice así Jesús: “Yo soy la
resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque muera, vivirá. Y todo aquel
que vive y cree en mí, no morirá eternamente. (Jn 11,25).
Sobre esta la Palabra
del Señor nosotros creemos que la vida de quién cree en Jesús y sigue su
mandamiento, después de la muerte será transformada en una vida nueva, plena e
inmortal.
Como Jesús ha resucitado con su propio cuerpo, pero no ha vuelto a la
vida terrena, así nosotros resucitaremos con nuestros cuerpos que serán
transfigurados en cuerpos gloriosos. Él nos espera junto al Padre, y la fuerza
del Espíritu Santo, que lo ha resucitado a Él, resucitará también a quién está
unido a Él.
Frente a la tumba sellada del amigo Lázaro, Jesús “gritó con gran voz: ‘¡Lázaro, salí afuera! El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y el rostro envuelto con un sudario. (vv. 43-44). Este grito perentorio está dirigido a cada hombre, porque todos estamos marcados por la muerte, todos nosotros; es la voz de Aquel que es el dueño de la vida y quiere que todos “la tengan en abundancia” (Jn 10,10).
Cristo no se resigna a los sepulcros que nos
hemos construido con nuestras elecciones de mal y de muerte, con nuestros
errores, con nuestros pecados. ¡Él no se resigna a esto! Él nos invita, casi
nos ordena, que salgamos de la tumba en la cual nuestros pecados nos han
hundido. Nos llama insistentemente a salir de la oscuridad de la prisión en la
que estamos encerrados, conformándonos con una vida falsa, egoísta, mediocre.
“¡Salí afuera”!, nos dice. “¡Salí afuera”!
Es una bella invitación a la
verdadera libertad. Dejémonos aferrar por estas palabras que Jesús hoy repite a
cada uno de nosotros. Una invitación a dejarnos liberar de las “vendas”, de las
“vendas del orgullo. Porque el orgullo nos hace esclavos, esclavos de nosotros
mismos, esclavos de tantos ídolos, de tantas cosas.
Nuestra resurrección
comienza desde aquí: cuando decidimos obedecer a esta orden de Jesús saliendo a
la luz, a la vida; cuando de nuestro rostro caen las máscaras - tantas veces
nosotros estamos enmascarados por el pecado, ¡las máscaras deben caer! - y
nosotros encontramos el coraje de nuestro rostro original, creado a imagen y
semejanza de Dios.
El gesto de Jesús que resucita a Lázaro muestra hasta dónde puede
llegar la fuerza de la Gracia de Dios, y por lo tanto, donde puede llegar
nuestra conversión, nuestro cambio. Pero escuchen bien: ¡no hay ningún límite a
la misericordia divina ofrecida a todos! ¡No hay ningún límite a la
misericordia divina ofrecida a todos! Acuérdense bien esta frase. Y podemos
decirla todos juntos: ¡No hay ningún límite a la misericordia divina ofrecida a
todos! Digámosla juntos: ¡No hay ningún límite a la misericordia divina
ofrecida a todos! El Señor está siempre listo para levantar la piedra tumbal de
nuestros pecados, que nos separa de Él, luz de los vivientes.