Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este último tramo de nuestro camino de catequesis sobre la
familia, abrimos la mirada sobre el modo en que ella vive la responsabilidad de
comunicar la fe, de transmitir la fe, sea en su interior como al exterior.
En un primer momento, se nos pueden venir a la mente algunas
expresiones evangélicas que parecen contraponer los vínculos de la familia y el
seguimiento de Jesús. Por ejemplo, aquellas palabras fuertes que todos
conocemos y hemos escuchado: «El que ama a su padre o a su madre más que a mí,
no es digno de mí; y el que ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno
de mí. El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí» (Mt 10, 37-38).
Naturalmente, ¡Jesús no
quiere cancelar el cuarto mandamiento con esto! Que es el primer gran
mandamiento hacia las personas. Los tres primeros son en relación a Dios, éste
en relación a las personas… ¡es grande!. Y ni siquiera podemos pensar que el
Señor, después de haber realizado su primer milagro para los esposos de Caná,
después de haber consagrado el vínculo conyugal entre el hombre y la mujer,
después de haber restituido hijos e hijas a la vida familiar, ¡nos pida ser
insensibles a estos vínculos! Esa no es la explicación, no. Al contrario,
cuando Jesús afirma la primacía de la fe en Dios, no encuentra una comparación
más significativa que los afectos familiares. Y por otro lado, estos mismos
vínculos familiares dentro de la experiencia de fe y del amor de Dios, se
transforman, vienen “completados” de un sentido más grande y se convierten en
capaces de ir más allá de sí mismos, para crear una paternidad y una
maternidad más amplias y para acoger como hermanos y hermanas también aquellos
que están al margen de cada ligamen. Un día, a quien le dice que afuera estaban
su madre y sus hermanos que lo buscaban, Jesús respondió, indicando a sus
discípulos: «¡Estos son mi madre y mis hermanos! Porque el que hace la voluntad
de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre» (Mc 3,
34-35).
La sabiduría de los
afectos, que no se compran y no se venden, es la mejor dote del genio familiar.
Especialmente en la familia aprendemos a crecer en aquella atmósfera de la
sabiduría de los afectos. Su “gramática” se aprende allí, de otra manera es muy
difícil aprenderla. Y es especialmente éste lenguaje a través del cual, Dios se
da a entender a todos.
La invitación a poner los
vínculos familiares en el ámbito de la obediencia de la fe y de la alianza con
el Señor no los mortifica; al contrario, los protege, los desvincula del
egoísmo, los protege del deterioro, los lleva a un lugar seguro para la vida que
no muere. El flujo de un estilo familiar en las relaciones humanas es una bendición para los pueblos: trae nuevamente la
esperanza a la tierra. Cuando los afectos familiares se dejan convertir al
testimonio del Evangelio, se transforman capaces de cosas impensables, que
hacen tocar con la mano las obras de Dios, aquellas obras que Dios realiza en
la historia, como aquellas que Jesús ha hecho para los hombres, las mujeres,
los niños que ha encontrado. Una sola sonrisa milagrosamente arrancada a la
desesperación de un niño abandonado, que recomienza a vivir, nos explica el
actuar de Dios en el mundo más que mil tratados teológicos. Un solo hombre o
una sola mujer, capaces de arriesgar y de sacrificarse por un hijo de otros, y
no solo por el propio, nos explican cosas del amor que muchos científicos no
comprenden más.
Donde están estos afectos
familiares brotan estos gestos del corazón que nos hablan más fuerte que las
palabras, el gesto del amor, esto hace pensar.
La familia que responde a
la llamada de Jesús devuelve la dirección del mundo a la alianza del hombre y
de la mujer con Dios. Piensen en el desarrollo de este testimonio, hoy.
Imaginemos que el timón de la historia (de la sociedad, de la economía, de la
política) sea entregado - ¡finalmente! - a la alianza del hombre y de la mujer,
para que lo gobiernen con la mirada dirigida a la generación que viene. Los
temas de la tierra y de la casa, de la economía y del trabajo, ¡tocarían una
música muy diferente!
Si volvemos a dar
protagonismo – a partir de la Iglesia – a la familia que escucha la Palabra de
Dios y la pone en práctica, nos transformaremos como el vino bueno de las bodas
de Caná, ¡fermentaremos como la levadura de Dios!
En efecto, la alianza de
la familia con Dios está llamada hoy a contrastar la desertificación
comunitaria de la ciudad moderna. Pero nuestras ciudades se han transformado en
desertificadas por falta de amor, por falta de sonrisas. Muchas diversiones,
muchas, muchas cosas para perder el tiempo, para hacer reír, pero falta el amor.
Y es especialmente la familia, y es ¡especialmente la familia! aquel papá,
aquella mamá que trabajan y con los niños… La sonrisa de una familia es
capaz de vencer esta desertificación de nuestras ciudades y esta es la victoria
del amor de la familia.
Ninguna ingeniería
económica y política está en grado de sustituir esta aportación de las
familias. El proyecto de Babel edifica rascacielos sin vida. El Espíritu de
Dios, en cambio, hace florecer los desiertos (cfr Is 32, 15). Debemos salir de las torres y de
las bóvedas blindadas de las élites, para frecuentar de nuevo las casas y los
espacios abiertos a las multitudes, abiertas al amor de la familia.
La comunión de los
carismas – aquellos dados al Sacramento del matrimonio y aquellos concedidos a
la consagración para el Reino de Dios – está destinada a transformar la Iglesia
en un lugar plenamente familiar para el encuentro con Dios. Vamos hacia
adelante en este camino, no perdamos la esperanza, donde hay una familia con
amor, esa familia es capaz de calentar el corazón de toda una ciudad, con su
testimonio de amor.
Recen por mí, recemos los
unos por los otros, para que seamos capaces de reconocer y de sostener las
visitas de Dios. El Espíritu traerá el alegre desorden en las familias
cristianas y la ciudad del hombre saldrá de la depresión. Gracias.
(Traducción del
italiano – Mercedes De La Torre – RV).