La historia de los hombres es una sucesión de tentativas de establecer un encuentro con Dios, de entablar diálogo con él, de obligarlo a abrirnos el cielo, de hacerlo descender, que nos permita subir, de hacer que nos revele sus secretos y nos introduzca en sus misterios.
No es el hombre el que establece el contacto con Dios; es Dios quien da el primer paso hacia el hombre, y lo hace sirviéndose de la boca de otros hombres, los profetas. " He aquí - dice un día el Señor a Jeremías - que pongo mis palabras en tu boca. (...) Tú serás como mi boca" ( Jer 1,9; 15,19).
Pero hay una boca que supera incomparablemente a la de todos los profetas: es la boca de Jesús de Nazaret. La suya sí que es realmente la boca misma de Dios: " El que viene de lo alto está por encima de mí. Él da testimonio de lo que ha visto y oído. Aquél a quien Dios ha enviado profiere, en efecto, palabras de Dios" ( Jn 3, 31- 34).
El evangelista Mateo introduce solemnemente las primeras palabras pronunciadas por Jesús: " Al ver las multitudes subió al monte, se sentó y se le acercaron sus discípulos; él, abriendo la boca, se puso a enseñarles así: "Bienaventurados..." ( Mt 5, 1-2).
La tradición cristiana ha situado este sermón en el monte que domina Cafarnaún. El que sube a él, entra en un oasis de paz que invita al recogimiento, la reflexión y la oración. Allí uno se siente casi espontáneamente empujado a alzar la vista al cielo y el pensamiento de dirige a Dios.
Por sugestiva que pueda ser esta experiencia, el "monte" del que habla Mateo hay que entenderlo en su profundo significado bíblico. La Biblia sitúa siempre en un monte los grandes encuentros con Dios, las grandes manifestaciones del Señor a los hombres. Más que un lugar real, el "monte" designa cualquier lugar o momento en que se revela la palabra de Dios.
Del libro "Tenía rostro y palabras de hombre" de Fernando Armellini-Guiseppe Moretti